
En apenas ochenta zancadas hemos pasado del borrascoso planeta Gomila, poblado por híbridos malayo-basutos devoradores de kebabs, a Guiriland, el soleado universo paralelo.
La primera impresión -que, dicen, es la que vale- nos indica que los guiris -que así se llaman sus habitantes, tienen pieles lechosas, cabelleras rubias, pantalones cortos sobre piernas peludas, y sandalias con calcetines en los pies. Todos hablan lenguas extrañas -casi obcenas- y ríen a grandes carcajadas. En ocasiones, algunos mudan la color, hasta volverse rojizos. Otros, probablemente los de mayor rango, son de piel muy oscura, se protegen con cinco sombreros y hacen alarde de sus tesoros (generalmente gafas y relojes), restregándotelos por la cara sin ningún pudor. Por todos lados predomina el olor a coco, mezclado con mierda de caballo. Creemos que los guiris necesitan ingerir metros y metros de un tubo carnoso al que se conoce con el nombre de würste.
Espalda con espalda, hemos intentado encontrar, sin éxito, nuestro agujero de gusano. Pilar ha empezado a repetir insistentemente la palabra hambre, y hemos tenido que internarnos en un canal rotulado con las palabras S'Aigo Dolça.
Después de una subida endiablada, con curvas a derecha e izquierda, hemos aparecido maltrechos y casi exhaustos cerca del apeadero conocido como Camino del Mercadona, … ¡al fin, tierra conocida! De vuelta en nuestra nave nodriza nos hemos juramentado para no repetir esta desagradable experiencia. Fin de la grabación.
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