lunes, 24 de diciembre de 2012

Almendras Dulces

   Cuando cumplí ocho años alguien con ganas de hacer soñar a un niño me contó que cuando las niñas de mi edad -esos seres con trenzas que hasta ese día sólo habían demostrado servir para reírse de uno- comían almendras, sus pechos iniciaban una extraordinaria metamorfosis, mucho más cercana a la de las diosas del Olimpo que a la que sufrió el pobre Gregorio Samsa junto a las gélidas orillas del río Moldava. Por supuesto, yo por entonces no sabía casi nada de los vaivenes de la mitología latina o de la justa y absurda desesperación kafkiana, pero recuerdo haber sentido en mi cabeza que un millón de nuevas sinapsis se encendía cada vez que imaginaba cómo unos pezones femeninos podían llegar a levantarse, cual espina del Monte Pelée, ante el simple olor de un fruto seco.
   La toma de conciencia de aquellos movimientos telúricos, presagio de pubertad, hubiera quedado ahí si no fuera porque, poco después de ese día, mi abuela decidió -por pura casualidad- embarcarme en una gira campestre cuyo objetivo principal consistía en ver de cerca lo que más se parecía a un campo cubierto de nieve en una comarca en la que jamás nevaba.
   Aquella mañana de enero la comitiva quedó formada por mi abuela Pepa –pastelera y diligente cabecilla de grupo-, mi abuelo Miguel -panadero y pelotari jubilado-, mi tía Pepita -mujer desafortunada, buena y de escasa estatura-, mi hermana Esperanza -el alumno con trenzas más aplicado de la clase- y yo -atónito aprendiz de humano-. Salimos temprano de casa cargados con bolsas repletas de víveres que mi abuela y mi tía habían empezado a cocinar a las cinco y media de la mañana a base de fuego de butano y mucha risa. Entre mantas de cuadros, que luego harían las veces de manteles rastreros, se escondían como tesoros miles de fiambreras de tamaños y formas variados repletas de pescadillas rabiosas enharinadas y pasadas por la sartén, crujientes berenjenas rebozadas, una gallina preparada en pepitoria, pimientos verdes asados con mimo en la carmela, una simple aunque sublime ensalada de tomate, cebolla y perejil aliñada únicamente con aceite de oliva y sal gorda, la ineludible y lustrosa tortilla de patatas, una coliflor cocida, una ración bien despachada de caracoles que la víspera yo mismo había comprado en el bar Chiqui, un par de salchichones de Cártama, cuarto y mitad de mortadela de casa María cortada en rodajas, la mitad de un queso de cabra, una botella de tinto, otra de gaseosa, veintitantas naranjas guachintonas, dos panes blancos y todos los roscos que habían sobrado por Pascua.
   Uno tras otro, y con la disciplina del ejército de Alejandro, llegamos a las antiguas atarazanas, donde embarcamos a bordo de un no muy viejo aunque destartalado autobús de marca Karpetan tripulado por un chófer bigotudo y un cobrador excesivamente hablador y desdentado que decía residir en una casita con huerto de la barriada del Conde de Ureña (como si eso le importara a alguien…). Con el runrún del cobrador charlatán y el cabreo consiguiente de mi abuelo, que no soportaba a los papanatas, el viaje se hizo corto y las paradas fueron pasando deprisa hasta llegar al canódromo, un viejo establecimiento casi en desuso que ya lindaba con el campo.
   Con el mismo orden que habíamos subido al autobús, pusimos entonces rumbo a la venta de Juana Martos siguiendo la carretera antigua de Casabermeja y, entre bromas y canciones, nos internamos por un valle pelado por las cabras y el invierno. Había que darse prisa, porque teníamos que llegar antes del mediodía ya que,  según mi abuela, esa era la hora en la que los almendros florecidos irradiaban salud y curaban algunos males que los médicos no sabían atajar. Y no es que mi abuela Pepa creyera en hechicerías y curanderos. No. Es que a su manera era una romántica empedernida, empeñada en buscarle siempre el lado mágico y hermoso a las cuestiones más triviales.
   Cada curva de la estrecha carretera parecía esconder ese paraíso prometido que deseábamos descubrir con ansia, pero a cada recodo siempre le seguía otro tan enigmático como el anterior o, en el mejor de los casos, aparecía un camión de cerveza Victoria que volvía de vacío. Cuando por fin pudimos divisar la venta, la imagen que se clavó en mis retinas resultó superar cualquier expectativa.
   La de Juana Martos era una fonda cortijera de muros encalados, con dos plantas de techos altos, seis grandes ventanales enrejados pintados de color verde vejiga, una puerta rematada por un reclamo de pepsicola y un tejado a dos aguas coronado por tejas de solape. Delante de la fachada principal había dos grandes eucaliptos cuya sombra se antojaba deliciosa en los meses de julio y agosto pero que ahora, en pleno invierno, resultaba mucho menos grata. Por el contrario, el hilo de humo bailarín que salía de una chimenea medio caída permitía imaginar el ambiente cálido del interior, perfumado por las botas de aguardiente de Ojén, los vinos generosos y las aceitunas recién partidas. El corral era amplio y ocupaba una terraza teñida de verde por las vinagretas que las lluvias caídas en Navidad habían hecho brotar con fuerza, y que ese día sólo daba cobijo a un tractor medio desarmado y a un par de gatos negros que dormitaban entre serones viejos. La estampa tenía su encanto, pero lo que resultaba realmente extraordinario del lugar era el intenso fogonazo de luz que transmitía el millar de almendros en flor que rodeaba la venta. Era como un sueño de colores en medio del ocre infinito.
   Mi hermana y yo abandonamos nuestras bolsas y salimos en estampida dispuestos a revolcarnos como animales en la yerba y a lanzarnos grandes terrones entre los gritos desaprobadores de la tía Pepita y las carcajadas de mi abuela. Apenas faltaban diez minutos para las doce y mi abuelo atravesó la puerta de la venta con la idea de pedir permiso para plantar las mantas y almorzar en el campo de los almendros. Cinco minutos después salió con una sonrisa provocada por el visto bueno del amo y por el vasito de pajarete que acababa de meterse en el cuerpo, y mi abuela empezó a desplegar las mantas.
   No me extenderé demasiado en describir cómo deglutíamos con apetito cualquier vianda que se nos pusiera a tiro, pero sí que añadiré que parecíamos gusanos de seda hambrientos y felices devorando, uno tras otro, el contenido de las fiambreras y que, cuando finalmente dimos por acabado el festín, pasamos al interior del local donde mis abuelos y mi tía tomarían café.
   Por dentro la venta era oscura y cálida, y su penetrante olor a caldos antiguos, a uvas moscatel de Alejandría y a madera quemada no se apartaba un ápice de lo esperado. A un lado se encontraba el mostrador de material contrachapado que se alineaba a lo largo de todo el ancho de la sala y que se prolongaba en una cocina iluminada con fluorescentes de la que salían vapores de callos, de escabeche y de sopas perotas. En el otro extremo habían colocado un viejo chubesqui de hierro colado que, alimentado con cáscaras de almendras, mantenía una temperatura caribeña que evocaba ajo blanco y bienmesabe por la naturaleza del combustible. A la izquierda del chubesqui se apilaban varias toneladas de cáscaras, mientras que a la derecha estaba sentada Estrella, la hija mayor de Juana Martos, con una teta descomunal fuera de la camisa y un niño enchufado y feliz que aprovechaba la ocasión para buscar con su manito la otra teta. Aquella imagen casi religiosa, en la que se entremezclaban la Virgen María y la Santísima Trinidad, golpeó con furia los lóbulos occipitales de mi cerebro y empecé a sentir que el corazón me bombeaba sangre a borbotones en dirección a la entrepierna.
   No era preciso ser un genio para concluir que aquellos senos benditos e inmensos habían sido tocados por la semilla del almendro, que el universo entero giraba alrededor de  la máxima “de lo que se come se cría”, y que aquel paraje -ahora oculto bajo las aguas del embalse del Limonero- era en realidad el mismísimo jardín del Edén. Decidí no contárselo a nadie porque temía que me tomaran por un niño maleducado y sacrílego, y salí corriendo de la venta con la cara roja como un tomate y las manos escondiendo la bragueta. Los mayores me miraron pasar sin soltar el vaso de café, se encogieron de hombros y nunca llegaron a ser conscientes del momento tan místico y espiritual que estaba ocurriendo.
   Ya en la calle, el frío viento de enero llevaba en volandas un millón de pétalos blancos que subían y bajaban con los remolinos que acariciaban mi rostro de niño que deseaba dejar de serlo. En ese momento cerré los ojos, alcé los brazos hacia el cielo y dejé que me embargara la sensación de que cien doncellas apretaban sus pechos contra el mío, siguiendo el mismo ritmo de los latidos de mis pequeños y lampiños genitales.
   Aquella experiencia ascética acabó en el preciso momento en que mi abuela se acercó para recordarme en voz baja la inmensa suerte que habíamos tenido por haber recibido tal cañonazo de salud. Y debía de ser verdad, porque nunca he vuelto a sentirme mejor que aquel día.