lunes, 24 de diciembre de 2012

Almendras Dulces

   Cuando cumplí ocho años alguien con ganas de hacer soñar a un niño me contó que cuando las niñas de mi edad -esos seres con trenzas que hasta ese día sólo habían demostrado servir para reírse de uno- comían almendras, sus pechos iniciaban una extraordinaria metamorfosis, mucho más cercana a la de las diosas del Olimpo que a la que sufrió el pobre Gregorio Samsa junto a las gélidas orillas del río Moldava. Por supuesto, yo por entonces no sabía casi nada de los vaivenes de la mitología latina o de la justa y absurda desesperación kafkiana, pero recuerdo haber sentido en mi cabeza que un millón de nuevas sinapsis se encendía cada vez que imaginaba cómo unos pezones femeninos podían llegar a levantarse, cual espina del Monte Pelée, ante el simple olor de un fruto seco.
   La toma de conciencia de aquellos movimientos telúricos, presagio de pubertad, hubiera quedado ahí si no fuera porque, poco después de ese día, mi abuela decidió -por pura casualidad- embarcarme en una gira campestre cuyo objetivo principal consistía en ver de cerca lo que más se parecía a un campo cubierto de nieve en una comarca en la que jamás nevaba.
   Aquella mañana de enero la comitiva quedó formada por mi abuela Pepa –pastelera y diligente cabecilla de grupo-, mi abuelo Miguel -panadero y pelotari jubilado-, mi tía Pepita -mujer desafortunada, buena y de escasa estatura-, mi hermana Esperanza -el alumno con trenzas más aplicado de la clase- y yo -atónito aprendiz de humano-. Salimos temprano de casa cargados con bolsas repletas de víveres que mi abuela y mi tía habían empezado a cocinar a las cinco y media de la mañana a base de fuego de butano y mucha risa. Entre mantas de cuadros, que luego harían las veces de manteles rastreros, se escondían como tesoros miles de fiambreras de tamaños y formas variados repletas de pescadillas rabiosas enharinadas y pasadas por la sartén, crujientes berenjenas rebozadas, una gallina preparada en pepitoria, pimientos verdes asados con mimo en la carmela, una simple aunque sublime ensalada de tomate, cebolla y perejil aliñada únicamente con aceite de oliva y sal gorda, la ineludible y lustrosa tortilla de patatas, una coliflor cocida, una ración bien despachada de caracoles que la víspera yo mismo había comprado en el bar Chiqui, un par de salchichones de Cártama, cuarto y mitad de mortadela de casa María cortada en rodajas, la mitad de un queso de cabra, una botella de tinto, otra de gaseosa, veintitantas naranjas guachintonas, dos panes blancos y todos los roscos que habían sobrado por Pascua.
   Uno tras otro, y con la disciplina del ejército de Alejandro, llegamos a las antiguas atarazanas, donde embarcamos a bordo de un no muy viejo aunque destartalado autobús de marca Karpetan tripulado por un chófer bigotudo y un cobrador excesivamente hablador y desdentado que decía residir en una casita con huerto de la barriada del Conde de Ureña (como si eso le importara a alguien…). Con el runrún del cobrador charlatán y el cabreo consiguiente de mi abuelo, que no soportaba a los papanatas, el viaje se hizo corto y las paradas fueron pasando deprisa hasta llegar al canódromo, un viejo establecimiento casi en desuso que ya lindaba con el campo.
   Con el mismo orden que habíamos subido al autobús, pusimos entonces rumbo a la venta de Juana Martos siguiendo la carretera antigua de Casabermeja y, entre bromas y canciones, nos internamos por un valle pelado por las cabras y el invierno. Había que darse prisa, porque teníamos que llegar antes del mediodía ya que,  según mi abuela, esa era la hora en la que los almendros florecidos irradiaban salud y curaban algunos males que los médicos no sabían atajar. Y no es que mi abuela Pepa creyera en hechicerías y curanderos. No. Es que a su manera era una romántica empedernida, empeñada en buscarle siempre el lado mágico y hermoso a las cuestiones más triviales.
   Cada curva de la estrecha carretera parecía esconder ese paraíso prometido que deseábamos descubrir con ansia, pero a cada recodo siempre le seguía otro tan enigmático como el anterior o, en el mejor de los casos, aparecía un camión de cerveza Victoria que volvía de vacío. Cuando por fin pudimos divisar la venta, la imagen que se clavó en mis retinas resultó superar cualquier expectativa.
   La de Juana Martos era una fonda cortijera de muros encalados, con dos plantas de techos altos, seis grandes ventanales enrejados pintados de color verde vejiga, una puerta rematada por un reclamo de pepsicola y un tejado a dos aguas coronado por tejas de solape. Delante de la fachada principal había dos grandes eucaliptos cuya sombra se antojaba deliciosa en los meses de julio y agosto pero que ahora, en pleno invierno, resultaba mucho menos grata. Por el contrario, el hilo de humo bailarín que salía de una chimenea medio caída permitía imaginar el ambiente cálido del interior, perfumado por las botas de aguardiente de Ojén, los vinos generosos y las aceitunas recién partidas. El corral era amplio y ocupaba una terraza teñida de verde por las vinagretas que las lluvias caídas en Navidad habían hecho brotar con fuerza, y que ese día sólo daba cobijo a un tractor medio desarmado y a un par de gatos negros que dormitaban entre serones viejos. La estampa tenía su encanto, pero lo que resultaba realmente extraordinario del lugar era el intenso fogonazo de luz que transmitía el millar de almendros en flor que rodeaba la venta. Era como un sueño de colores en medio del ocre infinito.
   Mi hermana y yo abandonamos nuestras bolsas y salimos en estampida dispuestos a revolcarnos como animales en la yerba y a lanzarnos grandes terrones entre los gritos desaprobadores de la tía Pepita y las carcajadas de mi abuela. Apenas faltaban diez minutos para las doce y mi abuelo atravesó la puerta de la venta con la idea de pedir permiso para plantar las mantas y almorzar en el campo de los almendros. Cinco minutos después salió con una sonrisa provocada por el visto bueno del amo y por el vasito de pajarete que acababa de meterse en el cuerpo, y mi abuela empezó a desplegar las mantas.
   No me extenderé demasiado en describir cómo deglutíamos con apetito cualquier vianda que se nos pusiera a tiro, pero sí que añadiré que parecíamos gusanos de seda hambrientos y felices devorando, uno tras otro, el contenido de las fiambreras y que, cuando finalmente dimos por acabado el festín, pasamos al interior del local donde mis abuelos y mi tía tomarían café.
   Por dentro la venta era oscura y cálida, y su penetrante olor a caldos antiguos, a uvas moscatel de Alejandría y a madera quemada no se apartaba un ápice de lo esperado. A un lado se encontraba el mostrador de material contrachapado que se alineaba a lo largo de todo el ancho de la sala y que se prolongaba en una cocina iluminada con fluorescentes de la que salían vapores de callos, de escabeche y de sopas perotas. En el otro extremo habían colocado un viejo chubesqui de hierro colado que, alimentado con cáscaras de almendras, mantenía una temperatura caribeña que evocaba ajo blanco y bienmesabe por la naturaleza del combustible. A la izquierda del chubesqui se apilaban varias toneladas de cáscaras, mientras que a la derecha estaba sentada Estrella, la hija mayor de Juana Martos, con una teta descomunal fuera de la camisa y un niño enchufado y feliz que aprovechaba la ocasión para buscar con su manito la otra teta. Aquella imagen casi religiosa, en la que se entremezclaban la Virgen María y la Santísima Trinidad, golpeó con furia los lóbulos occipitales de mi cerebro y empecé a sentir que el corazón me bombeaba sangre a borbotones en dirección a la entrepierna.
   No era preciso ser un genio para concluir que aquellos senos benditos e inmensos habían sido tocados por la semilla del almendro, que el universo entero giraba alrededor de  la máxima “de lo que se come se cría”, y que aquel paraje -ahora oculto bajo las aguas del embalse del Limonero- era en realidad el mismísimo jardín del Edén. Decidí no contárselo a nadie porque temía que me tomaran por un niño maleducado y sacrílego, y salí corriendo de la venta con la cara roja como un tomate y las manos escondiendo la bragueta. Los mayores me miraron pasar sin soltar el vaso de café, se encogieron de hombros y nunca llegaron a ser conscientes del momento tan místico y espiritual que estaba ocurriendo.
   Ya en la calle, el frío viento de enero llevaba en volandas un millón de pétalos blancos que subían y bajaban con los remolinos que acariciaban mi rostro de niño que deseaba dejar de serlo. En ese momento cerré los ojos, alcé los brazos hacia el cielo y dejé que me embargara la sensación de que cien doncellas apretaban sus pechos contra el mío, siguiendo el mismo ritmo de los latidos de mis pequeños y lampiños genitales.
   Aquella experiencia ascética acabó en el preciso momento en que mi abuela se acercó para recordarme en voz baja la inmensa suerte que habíamos tenido por haber recibido tal cañonazo de salud. Y debía de ser verdad, porque nunca he vuelto a sentirme mejor que aquel día. 

sábado, 24 de noviembre de 2012

Una Ayudita para seguir la historieta del Volcán de Bellver sin perderse demasiado

La historia del Volcán de Bellver incluye, como ya os habréis imaginado, varias metáforas concéntricas. La primera es una obvia alegoría a esa crisis de la que hablan los períodicos, un feo asunto cuyo origen todavía no veo claro pero que está poniendo al descubierto todas nuestras miserias. Hablo de una sociedad enferma de codicia, que abandona a los más débiles cuando más ayuda necesitan, hablo del sálvese quien pueda, de los oportunistas que negocian en el río revuelto, de los aprovechados que señalan con el dedo a culpables que no lo son, o de los listillos que usan como cebo  las vísceras de incautos imbéciles para construir su propio paraíso.
También me refiero a la amistad, buscada o no, como único motor viable de las relaciones humanas, ese vínculo que se olvida de circunstancias tales como tu origen, el color de tu piel, o tu lengua materna, para centrarse en contemplar el paso de la vida con una cerveza en la mano, y sin otro objetivo preciso que el de observar, escuchar, contar historias ... y organizar torradas. Y sin salir de la esfera de la amistad, una reflexión sobre uno de los inconvenientes del paso de la vida: el envejecimiento y la muerte.  
He elegido para ello un barrio de Palma, el mío, que dicen que una vez fue el centro del mundo y que ahora no es, como diría Brel, ni la sombra de su sombra. Un barrio del que se fueron hace ya mucho tiempo Rusiñol, Rubén Darío, Cela, Errol Flinn, Jimmy Hendrix o Ava Gadner, y que ahora da cobijo a los afterhours más cutres del orbe. La mítica Polilla, la Yedra, el Tamtam, el Santuario ... locales únicamente frecuentados por escoria autóctona o venida de fuera, por putas gordas que no saben que lo son y por camellos de medio pelo. Calles con nombres de poetas y pintores que un día vivieron por aquí (Graves, Joan Miró, Camilo José Cela, Bernanos...), ahora preñadas de analfabetos virtuales y de aprendices de malotes que buscan refugio en tapaderas evidentes (Fight Club, Billar Dominicano). Y en medio de todo este caos, la Quarantena (Cuarentena), una isla de verdura diseñada en los años en los que crecían salchichas de los árboles por un jardinero bien motivado, un agujero de gusano que comunica mundos paralelos y un oasis en el que se reúne gente del barrio para hablar y contar historias al amparo de una cerveza. 
Por si quereis leer algo más acerca del Terreno, el barrio el que se desarrolla la historia, os recomiendo el artículo incluido en el link

jueves, 22 de noviembre de 2012

Los Pies de Matías Romero


Matías Romero acababa de emanciparse, tenía veinte años, buenas costumbres y muy poco dinero. Residía en un cuchitril de mala muerte en el último piso del 24 de la calle San Esteban, una buhardilla con dormitorio, cocina y retrete que carecía de bañera o plato de ducha. Por esa razón, y con objeto de poder llevar a cabo abluciones al menos dos veces en semana, Matías decidió apuntarse a un gimnasio.

Eligió uno que había junto al bar de Paquita Caracoles -el garito más pintoresco de la ciudad- porque estaba cerca de su casa y porque le habían dicho que allí se ligaba una barbaridad. Sin embargo, en poco más de un año como usuario del gimnasio lo único que consiguió pillar fue un tremendo pie de atleta. Como a pesar de los polvitos aquello no remitía, el muchacho decidió pedir cita en la consulta de un dermatólogo de la calle Alhóndiga que le había recomendado el mismo amigo de un amigo que antes le había recomendado el gimnasio (pensaréis -con razón- que Matías era un tipo imprudente, pero en su descarga diré que, a pesar de sus veinte primaveras, todavía andaba sumergido en la edad del pavo).

El consultorio del doctor Quiñonero estaba ubicado en una casa antigua, de las de cancela de hierro y baldosines trianeros, con una entrada presidida por una Macarena asomada a un balconcito flanqueado por dos farolillos de latón y cubierto por un baldaquín de la misma aleación. El recibidor era desangelado y frío, con una solitaria bombilla de sesenta vatios y paredes salpicadas de grandes manchas de humedad que alguien había intentado disimular colgando varios títulos apulgarados y emitidos antes de la guerra de Crimea por la universidad de Tübingen.

La recepción corría a cargo de una señora vieja y coja disfrazada de enfermera que hacía juego con la pared y que se había refugiado detrás de una mesa tan vieja y coja como ella. Sobre la mesa sólo había un teléfono de baquelita, una agenda de piel negra y un lápiz, mientras que debajo se escondían dos estufas eléctricas que, más que calentar la sala, hacían que las tres grandes varices de la pierna derecha de la vieja latieran alternativamente, dando la sensación de que la señora estaba siendo parasitada por grandes y juguetonas sanguijuelas. La vieja miró al joven por encima de las gafas y le preguntó: ¿Tiene usted cita? Matías le contestó que a las cinco de la tarde y le dio su nombre. La señora lo comprobó en la agenda y entonces le sugirió que se sentara y leyera una revista para hacer tiempo.

La sala de espera era un pasillo tan mal iluminado como el recibidor y estaba dotada de tres sofás de cuero despellejado que alguien con poco gusto había alineado uno tras otro. Sobre los tres sofás seis pacientes de entre ochenta y noventa y tantos años esperaban sentados de dos en dos y hundidos hasta las orejas a que el doctor Quiñonero los recibiera. Así que Matías tuvo que buscar acomodo entre una señora obesa con sarpullido y un señor de pelo blanco al que le asomaban unas feísimas costras aceitosas por la bocamanga de la camisa. El muchacho cogió un ejemplar del Semana y lo fue hojeando sin dejar de pensar en cómo y por qué esos viejos habían pillado sus afecciones cutáneas.

El más joven de los seis carcamales era un maestro de escuela jubilado con el pelo teñido y engominado hasta el bigote, que vestía un traje azul marino de rayas diplomáticas mal combinado con mocasines de color marrón claro. El hombre mostraba una verborrea excesiva, presumida y disléxica, y llevaba un buen rato opinando -sin base alguna- sobre un conflicto familiar que la del sarpullido había sacado a relucir. Lo gracioso era que cada seis minutos -más o menos- adornaba su parecer con un “si dos no quieren uno no se pelea”, una versión confusa y tonta del conocido refrán castellano.

Cada vez que el hombre decía la frase, Matías se preguntaba: ¿Formará parte ese uno de la pareja pacifista o, por el contrario, será un tercero muy peleón al que los dos primeros iban a poner a caldo si no se avenía a razones? Al pensarlo con detenimiento, se daba cuenta de que ninguna de las dos opciones resultaba congruente, porque si el maestro de escuela se estaba refiriendo a la primera posibilidad, entonces la situación no podía ser más que el fruto de un malentendido en el que, en realidad, nadie andaba buscando pelea. Si por el contrario el segundo significado era el correcto, entonces nos encontrábamos inmersos en un bucle de difícil salida porque, para evitar la pelea, los dos forzudos -no se sabe muy bien por qué se los imaginaba forzudos- no les iba a quedar más remedio que hacer uso de su musculatura para detener al camorrista, con lo cual llegaríamos a la situación que pretendíamos evitar: la pelea, desigual pero pelea al fin y al cabo.

Cuando a las siete menos cuarto se abrió la puerta de la consulta ya sólo quedaba Matías en la sala de espera. Del interior del gabinete salió el señor de las costras aceitosas ajustándose el nudo de la corbata y tosiendo con profusión, y con un ligero movimiento de la cabeza y unas palabras ahogadas e inaudibles se despidió de los presentes. Mientras tanto una voz masculina, aunque aflautada y viejuna, pronunció el nombre del joven de los pies infectados. Matías dejó el Lecturas que en ese momento tenía entre las manos, se levantó y entró.

La consulta estaba montada en lo que en su día había sido el salón de la casa, una habitación de unos 15 metros cuadrados, con suelo de baldosas hidráulicas, techos adornados con plafones de escayola y dos ventanas enrejadas que daban a la calle Boteros. El mobiliario era el propio de un hospital de los años cincuenta, con vitrinas y archivadores de filos blancos, un perchero del mismo color y un escritorio niquelado con un cristal grande y rajado sobre el que se disponían libros y papeles sin ordenar. Como único detalle higiénico el cuarto disponía de un pequeño lavamanos de grifería roñosa.

Pero lo que llamaba de verdad la atención al entrar por primera vez en la consulta eran los centenares de fotos autografiadas de artistas, futbolistas y toreros que literalmente cubrían sus paredes. Retratos en blanco y negro de Lola Flores y Manolo Caracol, de Juanita Reina, de Imperio Argentina, de la Niña de los Peines, de Manolete, de Nati Mistral, de Rafael de León, de Antonio Ordóñez, de Guillermo Campanal con un balón de reglamento entre las manos o del general Queipo de Llano, cuya dedicatoria rezaba “Gracias Quiñonero por quitarme lo que usted sabe. Su buen amigo, Gonzalo”. Las dos únicas concesiones a los tiempos “modernos” eran las fotos en color de Biri Biri y de Rocío Jurado, que de forma voluntaria habían sido colocadas entre la vitrina de los apósitos y una de las ventanas, de tal manera que para poder llegar a verlas había que ser poco menos que contorsionista.

Por lo visto, todos los retratados habían pasado en alguna ocasión, y con problemas más o menos inconfesables, por la consulta de la calle Alhóndiga, y todos tenían allí y ahora su pedacito de pared y de gloria… Porque, al fin y al cabo, el doctor Quiñonero era el dermatólogo de los famosos, y si nunca te había curado unas purgaciones es que no eras nadie. Por eso, después de los primeros cinco segundos alucinando agarrado al picaporte, el médico le dijo a Matías: “Por la cara que pones, tú tienes que ser del Betis. A ver… ¿A ti qué te pica?”.

Matías asintió con una sonrisa nerviosa, porque el médico había acertado tanto en sus querencias futboleras, como en el hecho de que algo le picaba; luego -sin decir palabra- se descalzó y se quitó el calcetín, dejando a la vista unos dedos enrojecidos y llenos de grietas que despedían un olor nauseabundo. Gregorio Quiñonero que, además de centenario, era muy bajito, saltó del sillón para interesarse de cerca por el pie de Matías. Se puso las gafas de cerca y dijo “¡Anda! el clásico tinea pedís del gimnasio de la Puerta Carmona … supongo que también te habrás follao a alguna de las niñas de la Paquita ¿No? ¡Venga bájate los pantalones que te voy a curar esas purgaciones que te están comiendo por dentro…!

El atónito muchacho salió de la consulta del doctor Quiñonero con tantos hongos como había entrado pero, eso sí, sin gonorrea…, más que nada porque en su vida había echado un polvo. Seis meses más tarde, y durante un viaje al trópico, la micosis de Matías Romero se complicó con una invasión masiva de nematodos, y entre hongos y gusanos acabaron dejándoles el pie izquierdo con la forma, el color y la textura de un morcón de morcilla grande. Las dosis de caballo de tonaftato y tiabendazol que tuvo que ingerir para encontrar alivio también acabaron por dejarle el hígado como una bota vieja, y aún así un año más tarde todavía le quedaba un gusano del que finalmente se encariñó y al que bautizó con el pomposo nombre de Íñigo Bermúdez.

Cinco años más tarde, y ya totalmente repuesto de todos sus males, Matías Romero pasó por casualidad por la puerta del dermatólogo de la calle Alhóndiga, donde sólo encontró a un albañil de San José de la Rinconada enluciendo la pared de las humedades y los títulos de Tübingen. El obrero acabó contándole que don Gregorio Quiñonero andaba criando malvas desde hacía un tiempo y que un joyero de la Alfalfa había comprado la casa para una querida que tenía.

Matías echó un vistazo a través de la ventana que daba a la calle Boteros y comprobó que en las paredes no quedaba ni un retrato. Y lo hizo con verdadero sentimiento e incluso con pena, porque en aquel salón -ahora en obras- el doctor Quiñonero le había curado unas purgaciones imaginarias que le habían hecho sentir, por primera vez en su vida, que realmente era alguien.

lunes, 12 de noviembre de 2012

El Cementerio de Tamagotchis

 
 
Los niños acostumbran a imitar a los adultos, y en eso Lucía no era diferente a los demás, ya que con cinco años se dedicaba a levantar piedras para ver lo que éstas escondían. Y era tanta la ilusión y el empeño en llevar a buen puerto su tarea, que los demás niños del barrio siempre la miraban con disimulo, extrañeza y un poco de temor, mientras que sus mal informados vecinos no alcanzaban a comprender cómo una niña tan pequeña podía ir siempre con tanta mierda en las manos.
Pero gracias a su extraña afición, Lucía podía alardear de ser la única del colegio -y probablemente de todo el pueblo- que había llegado a ser testigo del más formidable de los combates que la naturaleza puede todavía depararnos: el de una lagartija con librea verde contra la escurridiza culebrilla ciega, la más taciturna de las bestias que viven bajo la superficie de la tierra.
En un día tan soleado y frío de invierno lo más probable era que aquella piedra sepultada entre ortigas (como la memoria de Cernuda) sólo escondiera a un ejército de cochinillas y cortapichas, a algún hongo de esos que huelen a nueces, o a una semilla germinada, pálida y perdida en su camino hacia la luz. En vez de eso encontró algo bastante menos común que la tuvo un buen rato cavilando.
Uno era verde, el segundo azul, el tercero era rojo, el cuarto verde, el quinto amarillo, el sexto rosa y el séptimo y último, violeta, y todos estaban muertos. Eran siete tamagotchis alineados uno tras otro siguiendo la dirección del cercano sendero de Olivares, y cuya posición y estado dejaban entrever el respeto con el que una mano amiga los había ido sepultando.
Al principio el padre no entendía lo que le contaba la niña pero, conociendo sus aficiones y su buen gusto por todas las maravillas escondidas bajo piedras, no pudo evitar seguirla para ser testigo -él también- del más grande de los hallazgos que nunca nadie había llevado a cabo en todo el Aljarafe… después del tesoro del Carambolo, claro.  
Al principio supusieron que podía tratarse de los restos del naufragio de alguna expedición nipona, como aquella del embajador Hasekura Tsunenaga que, allá por el siglo XVII, tuvo que ser rescatada por los barcos de los Guzmanes frente a los bosques de Doñana y la Rocina. Luego se inclinaron por pensar que se trataba del mausoleo de Kikuchiyo, Kanbei, Shichiroji, Katsushiro, Heihachi, Kyuzu y Gorobei, los siete maravillosos y valientes samurais que, de la mano de Akira Kurosawa, vencieron a la más malvada de las cuadrillas de bandidos-banqueros especializados en el desahucio de pisos a campesinos y buena gente venida a menos.
Mientras padre e hija seguían imaginando historias improbables de shogunes apóstatas y terribles piratas chinos castigados por el escorbuto, Lucía intuyó la figura de un mirón detrás de los visillos de la ventana de la casa grande. Y puestos a imaginar, imaginó que el observador no podía ser otro que el propietario de aquellas mascotas virtuales ahora convertido, por su mala mano, en piadoso sepulturero.



jueves, 8 de noviembre de 2012

Mi amigo Henry (que en realidad se llama Philippe)


Mi amigo Henry sostenía con orgullo que podía pasar dos meses sin ducharse y calzando los mismos calzoncillos. También se quejaba de que siempre había tenido poca suerte con las mujeres, a lo que Tomás y yo respondíamos que tenía que perseguirlas con ahínco porque si algún día conseguía atrapar a alguna, ésta se le quedaría pegada para toda la vida. Mi amigo Henry nos hizo finalmente caso y cuando conoció a Loulou (que en realidad se llamaba Fanfán) corrió detrás de ella hasta que la pilló.
Hay que puntualizar sin embargo que, como la chica de Bézier (en realidad era de Lyon) estaba rellenita, el roce de sus muslos durante la carrera hizo que la temperatura de su entrepierna alcanzara con facilidad el punto de fusión del estaño. Este raro fenómeno físico determinó que pasados cien metros dejara de oponer resistencia y abrazara voluntariamente a mi amigo. El caso es que el día que Henry alcanzó a Loulou ambos quedaron unidos como las cintas de cierre de un velcro®.

Henry siempre se quejó de que Loulou no se parecía en casi nada a las chicas de los desfiles de Victoria Secret®, de que tenía demasiado carácter y de que los tres hijos adolescentes que ella aportaba al matrimonio eran unos tocahuevos sarnosos que le amargaban la vida. Sin embargo, los excesos que Henry había hecho a lo largo de su mal viajada vida terminaron pasándole factura y entonces Loulou le cuidó con mimo. Con los años los hijos de Loulou volaron del nido, a Henry le salieron el cariño y las canas y, creo que al final, la pareja unida como las cintas de Velcro® acabó siendo razonablemente feliz. Bendito sea el amor.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Más noticias sobre el volcán de Bellver

La televisión sólo emite música clásica y noticias de la erupción. El parte de las tres de las madrugada ha desvelado que los primeros temblores que precedieron a la creación del enorme cono tumbaron varias construcciones de la ciudad, entre las que se encontraba la torre de control del aeropuerto. El desplome del edificio en forma de platillo sepultó la sala de reuniones en la que en ese momento se desarrollaba un emotivo homenaje al que fuera ministro de Fomento, don José Blanco. La plana mayor de la empresa pública Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea yace ahora bajo tres mil toneladas de escombros, mientras que el cadáver del exministro ha podido ser reconstruido con mucha dificultad, después de que la turbina de un Boing 747 lo absorbiera. Descansen todos en paz.

El Volcán de Bellver

   Las once y veintitrés minutos. Ya es noche cerrada, pero el resplandor del magma hirviendo mantiene la ciudad iluminada. Cerca de la parroquia de la Salud algunas beatas polacas corren con los hijos del padre Andrzej entre sus brazos, mientras sus antaño rubias cabelleras -ahora teñidas del mismo tono pero con todas sus puntas abiertas- arden como antorchas que iluminan la escalinata que les llevaría directamente a la avenida Joan Miró… si no fuera porque antes de que eso ocurra madres y niños caerán prisioneros de la lava.
   Musculosos búlgaros del gimnasio del Fight Club lloriqueando como señoritas, guapos senufos con su oscura y copiosa prole en cerrada formación, eternas preñadas empujadoras de cochecitos jané nacidas en aldeas cercanas a Tetuán que -con las prisas y por primera vez en sus cortas pero bien aprovechadas vidas sexuales- olvidaron el hijab sobre la mesita de noche, orondas putas de voz cazallera y acento de Dos Hermanas gritando el nombre de unos chulos que, hace ya rato, abandonaron la Yedra -botellín de cruzcampo en mano- en dirección a Porto Pi, y algún frustrado candidato a estrella del reguetón… todos corren, como alma que huyera del mismísimo Satanás, por la calle del Lleó abajo.
   Tres viejas han quedado atrapadas entre los contenedores de basura de la esquina de Georges Bernanos con brigadier Ruiz de Porras, y se desgañitan al unísono con un lastimero “Bestard! Oh! Bestard!!” intentando llamar la atención del que creen es el hombre que prepara bocadillos en el “berenar” de la esquina. En realidad, con su mala vista, han confundido al bueno d’en Jaume con un ilustre inglés de aspecto afeminado y en albornoz que, desorientado y aturdido, acaba de abandonar el hotel Aries en dirección a la colina del castillo. El mulato, que hasta hace unos minutos había sido su yunta, ha conseguido refugiarse en el bar Michel donde, cual orquesta del Titánic, un sensual camarero sigue poniendo combinados baratos al ritmo que le marca Lady Gaga.
   El río de lava corre ahora sin freno cuesta abajo por la calle Lanuza y se bifurca al llegar a Robert Graves. A su grupa cabalgan coches medio quemados con gente dentro, muebles viejos en combustión y, sobre una bandeja grande de latón, tres gatos que maúllan de dolor y saltan por turnos cada vez que sus patitas tocan la abrasadora superficie metálica. En el cruce, los coches siguen el camino recto, pero el azafate de los mininos bailarines ha tocado la esquina del horno y ahora se dirige a golpe de miaus hacia el hotel Victoria. Gatos, bandeja, un escúter grande que estaba allí aparcado y varias decenas de metros cúbicos de ardiente sustancia han acabado precipitándose escaleras abajo dentro del billar dominicano, donde se han oído gritos y luego silencio.  
   Hace un buen rato que la lava -del tipo pahoehoe según los expertos vulcanólogos que ahora copan los telediarios- ha alcanzado la avinguda Joan Miró a través de todas las callejuelas que bajan desde donde hace tan sólo unas horas estaba el castillo de Bellver. En la plaza de don Pau Gomila y sus aledaños se ha acumulado ya tanta masa volcánica que apenas se vislumbra el Kebab o las oficinas de Piñero; en la planta baja, un puñado de informáticos mal pagados pelea en la oscuridad por alcanzar algún ventanuco redentor que nunca encontrarán. Sin embargo sólo un par de metros más arriba, el cristal roto de una ventana deja escapar -esta vez sí- un río de cucarachas que ha conseguido vadear el cadáver despatarrado de la, hasta ahora, histérica propietaria del piso.
   Los laterales de la discoteca Tito’s bombean lava por los mismos callejones en los que un par de yonquis armados con navajas acostumbraba a desplumar a  imprudentes turistas lituanos. Los chorros de magma viscoso saltan ahora de forma violenta salvando lo que, en el pasado, fue el talud que separaba las primeras casas del Terreno de la mismísima orilla del mar, permitiendo así que desde el Paseo Marítimo los más atrevidos gocen –poco antes de expirar- de un panorama similar al que volverán a ver muy pronto, cuando traspasen las puertas del infierno.
   La lámina de fuego salta ahora uno a uno los carriles del paseo, abatiendo las palmeras muertas que hace meses asesinó el picudo rojo. El contacto del magma con el agua del mar produce una violenta cortina de humo que apenas deja entrever los restos de aquellos grandes yates con griferías de oro cuyos dueños, ahora en pleno mes de junio, todavía se encuentran a miles de kilómetros tostando sus pellejudos culos en alguna playa del océano Índico. Tampoco se ven pasar aviones por encima de Can Pastilla.
   Las plazas de Remigia Caubet y del Mediterráneo se han convertido en sendas plataformas de roca hirviendo que, unidas por el Reial Patrimoni, han transformado el parque de la Cuarentena en una isla verde que, casualmente, da cobijo a docena y media de terreneros con sus niños y sus perros. Es la noche de San Juan y la erupción les ha sorprendido en una torrada con dos kilos de butifarrones dulces y picantes, una hermosa sobrasada vieja, un  camaiot hipertrofiado y bien cosido, un costillar entero de cerdo, xulla a discreció, siete kilos de sardinas para los que se inclinan por el pescado o tienen problemas con el colesterol, cinco panes morenos, un ramallet de tomàtigues de la huerta de Encarna y su marido, tres litros del excelente aceite virgen de arbequinas de la marca  Verderol, refrescos variados y veintitantos litros de vino tinto del Plà que Miqui y Mirari han traído desde Santa Eugenia. También hay espárragos trigueros, berenjenas, calabacines, champiñones, patatas de Sa Pobla, un tuper de ensalada de pimientos asados, dos cocas de trampó y otra de perejil y dos ensaimadas rellenas de nata y sobrasada con calabazate.
   La señorita Veiret y el poeta Pomar han logrado traspasar el círculo de fuego dos segundos antes de que este se cerrara, siendo sin embargo testigos de la estúpida muerte de cuarenta ruidosos y tatuados jovenzuelos que habían acudido hasta las puertas del Boulevard con el objetivo de montar un botellón. Los horrendos crujidos causados por la explosión de sus botellas de alcohol barato y la de sus hinchados intestinos sobrecogen a todos los presentes, que rezan un respetuoso responso.  
   A pesar de toda la tensión acumulada, varios niños de otros tantos colores –algunos de los cuales van disfrazados de dimonis- juegan a pegar pelotazos contra el mosaico de la pared de los retretes y ponen repetidamente en peligro el enorme frasco de mojo picón que con tanto mimo ha traído Toni el calvo. El otro Toni –el del bar- sale al paso con el bigote torcido amenazando con requisar el balón, pero un rebote fortuito e inoportuno manda el esférico más allá de la valla y acaba derritiéndose como un trozo de manteca en la sartén.  
   A la luz de la luna llena y del fulgor del magma se agolpan angustiados Rocío, Toni el calvo, Encarna, su marido, Pep el de la perra Eli, Miqui, Mirari, Mateo, la señorita Veiret, el poeta Pomar, Toni el del bar, Sandrita y su esposo, la imaginativa Blanche, Tady el de Okinawa y dos rumanos que pasaban por allí. Se echa en falta a algunos habituales que han debido quedarse en casa o que, dios no lo quiera, han sido barridos por la erupción. Alguien se lamenta de la ausencia de Sergio Nicoli en el preciso momento en que la voz del pianista italiano se deja oír con cierta claridad ¡Es él, sin duda! Pero… ¿Cómo ha podido llegar hasta la Cuarentena? La respuesta la encuentra Miqui que comprueba que los gritos de Nicoli salen ahogados de un camión de mudanzas que ha llegado flotando sobre el veloz río de lava y que ahora se ha estrellado contra la valla del parque, rompiendo cinco de sus barrotes.
   El mismo Miqui, Pep el de Eli y los dos heroicos rumanos se encaraman entonces con agilidad felina a la caja del camión, consiguiendo abrir de un martillazo el portón trasero que deja escapar el pesado piano de cola que transportaba. Por fortuna, unas Washingtonias viejas y medio chamuscadas amortiguan la caída del pesado instrumento, cuya tapa barnizada a muñequilla súbitamente se abre, dejando al descubierto el escondite del amigo Sergio. El italiano salta entonces hasta el suelo sacudiéndose el polvo mientras saluda efusivamente a todos los presentes.
   Angustiados pero hambrientos, los supervivientes de la Cuarentena deciden en votación a mano alzada dar cumplida cuenta de las viandas. La buena noticia es que no hará falta encender la plancha y, gracias al fulgor telúrico procedente de las entrañas de la tierra, los asistentes llevan a buen puerto la mejor torrada que se recuerda. El vino hace entonces su efecto y los comensales se relajan por completo y cantan todo el repertorio de canciones compuestas para ocasiones como estas. Desde rajadas rancheras de Chavela Vargas, a canciones populares sin padre conocido, como “El vino que vende Asunción” o “Desde Santurce a Bilbao”, pasando obviamente por las coplas de Quintero, León y Quiroga.
    Cuando por fin Sergio Nicoli y el poeta Pomar se deciden a tocar al piano Qualsevol nit pot sortir el sol a cuatro manos, el astro rey asoma su hocico al otro lado de la bahía, el cono de bellver deja súbitamente de escupir lava y todo el mundo aplaude. La crisis ha terminado.

 
Calles citadas en la historieta.- A: Castillo de Bellver; B: barrio del Terreno; C: Puerto Deportivo; 1: Parque de la Cuarentena o Quarantena; 2: Plaza del Mediterráneo; 3: Plaza de Remigia Caubet; 4: Plaza Gomila; 5: Paseo Marítimo; 6: Calle de Robert Graves; 7: Carrer del Lleó; 8: Carrer de Lanuza; 9: Calle de Ruiz de Porras; 10: Carrer de Georges Bernanos.
 
 
 
 
Locales, empresas y garitos citados en la historieta.- 1: Bar del parque de la Cuarentena; 2: Parroquia de Nuestra Señora de la Salud; 3: Fight Club; 4: Berenar Bestard; 5: Bar Michel; 6: Boulevar Mediterráneo; 7: Horno del Terreno; 8: Oficinas de Piñero; 9: Discoteca Tito's; 10: Hotel Victoria; 11: Billar Dominicano; 12: Hotel Aries; 13: Afterhours la Yedra.

 
 

lunes, 22 de octubre de 2012

Follar


Follar es algo así como alistarse a la legión, creer en dios o votar nacionalista: es un acto reflejo que no precisa de un razonamiento argumentativo.  En esa coyuntura nuestros únicos objetivos pasan a ser trempar como focas,  meter un cacho de carne (da lo mismo cuál) por un agujero (da lo mismo cuál), llenar al adversario de fluidos, gemir, gritar, poner los ojos en blanco y, en plena batalla campal, corrernos y explotar como un grano lleno de pus.
Por eso el uso del preservativo, la única fracción del acto que requiere pararse a pensar un poco, está denostado, el VIH no acaba de remitir y ya somos más de 7000 millones dispuestos a comernos todo el maíz transgénico que nos pongan por delante y a seguir follando como conejos.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Fatima

Fatima era gorda, sudaba por el bigote y olía a cordero viejo, pero sus besos sonoros, su infinita alegría y su cuscús imperial hacían de ella la mujer que yo siempre hubiera querido ser. Era gallina amorosa con sus hijos, pícara gacela con su esposo y mono burlón cuando porfiaba con nosotros.
El día que supe que un barbudo le había separado, en el nombre del Altísimo, la cabeza de su orondo cuerpo dejé de creer en dios lo poco que ya creía. Ahora echo de menos su calentica 1, su diente de oro y todo el amor que desprendía. Y también añoro aquella confianza en la gente que nunca volveré a tener. Por todo eso, perdóname si siento recelo de los que portan banderas de colores.
 
1 La Calentica de Orán كرنتيكا ) ) es el brunch por antonomasia del noroeste de Argelia. La receta y el nombre tienen su origen en el pasado español de la ciudad y en el acento de sus antiguos habitantes, próximo al que todavía tienen la gente de Almería o Murcia. Hay variantes pero, de acuerdo con Fatima (y yo no soy quien para decir lo contrario), para hacer la verdadera Calentica hay que suspender medio kilo de harina de garbanzos en dos litros de agua de la fuente de Ain Mussa; cuando por fin consigues que la pasta esté bien ligada y sin grumos, le añades un vasito de aceite de oliva que no sea virgen (si lo pones virgen te saldrá fuerte) y tres huevos batidos de cualquiera de sus gallinas. Luego hay que ponerlo en un molde de lata, salarlo al gusto, pimentarlo con alegría, cargarlo de comino en polvo y, sin dejarlo reposar, hornear durante cuarenta minutos con brasas de madera de encina. Finalmente, le untas tomate y harissa... y a comer.

martes, 16 de octubre de 2012

Andresito el de Peraleda

 
Andrés Mascaraque Hinojosa dejó de chuparse el dedo mucho tiempo después de empezar a afeitarse, y con 17 años seguía siendo un niño pálido que peinaba rizos y calzaba zapatos de charol. Andrés era, por decirlo amablemente, el hazmerreir del colegio de la Salud.
El abuelo Mascaraque, un tonelero retirado natural de Alcalá de los Gazules, hacía culpable a su nuera de amariconarlo con sus mimos excesivos. Con el cigarro siempre entre los dientes, su mala leche congénita le hacía perder la razón cada vez que divisaba al zagal cruzando la calle Ancha  camino del colmado. Cuando eso sucedía, Ginés Fuentes, Fede Camino y Pascual el de la Nava se levantaban como resortes y abandonaban la partida de dominó, ya que sabían que acto seguido el viejo se liaría a puntapiés con todo el que pillara por delante.
Eudalda Hinojosa, la nuera, era una mujer acobardada por las palizas que había recibido de manos de su esposo, un cabrón que la había dejado preñada y viuda en el curso de la misma primavera. Eudalda hubiera preferido una niña. Aún así, no podía soportar que su suegro perdiera el juicio cada vez que aparecía Andresito, e imaginaba respuestas oportunas y aceradas que, por supuesto, jamás traspasaban el umbral de sus labios.
Federico Camino era, además de pareja de dominó del abuelo Mascaraque,  un hombre grande, con bigote y lengua de carretero, que sonreía descaradamente a las mujeres que se acercaban por la gasolinera. Oficialmente pretendía a la viuda Mascaraque, y el pueblo entero estaba convencido de que la media docena de perrunillas que compraba a diario y las horas muertas que pasaba en casa de Eudalda formaban parte de un delicado galanteo. Aquellos festejos -tan diferente a los que había gastado siempre el rudo y difunto marido- resultaban, a los ojos de la mujer, tan agradables como inofensivos. Pero se equivocaba de lleno, porque en realidad aquel hombretón suspiraba por los rizos de su hijo Andrés.
Teresa la del colmado sabía por experiencia que Andrés Mascaraque podía parecer rarito, pero que de maricón no tenía un pelo. También lo sabían Adela la de Ginés, Margarita la de Pascual y la mitad de las cuarentonas de Peraleda que aprovechaban las partidas vespertinas de dominó para rifarse al niño del cipote grande.

sábado, 13 de octubre de 2012

El Sabio Hupalupa



El bueno de Hupalupa lloró cuando Hautacuperche decidió matar al conde. No negaba que Peraza hubiera traicionado a los suyos, pero sabía que el joven e impulsivo gomero sólo actuaba movido por el calor de su bragueta. Ahora tenía que escoger entre la mezquindad y la estupidez, entre lo malo y lo peor. Y eligió bien. Hupalupa murió de pena poco antes de que ambos contendientes cayeran.
 
Hoy acompaño un alfonsiño que he pescao con pellas de gofio.- En tiempos en los que las papas todavía no habían cruzado el charco, la pella (de) gofio debió ser el alma de cocina canaria, y mezclada con la dulce miel de las palmeras o de las abejas, sigue siendo el must de las meriendas y los desayunos del archipiélago. Yo, sin embargo, la prefiero amasada con un caldo hecho con pescado de roca, porque con ese trozo de harina tostada y amasada con aromas del mar reconstruyo en mi cabeza los avatares del sabio Hupalupa, que en gloria esté.
Para hacer pellas comme il faut hay que escoger un gofio nuevo (yo lo prefiero de trigo, pero puedes hacerlo con el que te venga bien), ponerlo en un cacharro de barro, y regarlo muy poquito a poco con el caldo caliente resultante de sancochar ese pescado de roca del que hablaba antes. Luego lo revuelves hasta obtener una masa compacta en forma de pan, cortándola en rodajas de un dedo de ancho... Y ya tienes un exquisito manjar listo para acompañar el pescado a la manera que más te guste o convenga.



 
 

martes, 11 de septiembre de 2012

Sed buenos


Queridos amigos: como bien sabéis, soy sarraceno en tierra infiel y vivo en pecado con una cristiana. Sin embargo, y a diferencia de Otelo, yo confío plenamente en mi señora, que podría pedirme educadamente que me esfumara pero que, hasta la fecha, no lo ha hecho. Supongo que será por algo.
Mi costilla, que por fortuna o por desgracia es un híbrido entre botifler de rancia cuna y protestante centroeuropea, nació  en la que fue la hermosa Medina Majurca. Carece de fortuna y prefiere hablarnos a mí y a nosso -por ahora- único vástago en castellà, aunque también podría hacerlo con mayor o menor soltura en la llengua d’en Ausiàs March, en la de Milton, en la de Edith Piaf o en la de Kafka. También sabe jurar en arameo, pero esa es otra historia.
En Gomila, nuestro mestizo barrio, ya nos han confundido con bálticos blancos, con moros de marea, con guiris nacidos de una gamba y -en una ocasión- hasta con una familia mandinga (en realidad el confundido vendía cupones de la ONCE y en la penumbra no pudo distinguir el tono de nuestras pieles).
Nuestra extraordinaria mezcla de sangres nos ha hecho inmunes a los berridos proferidos por papanatas que ondean banderas, pero nuestra experiencia en el noble arte del cambio de domicilio nos ha hecho también precavidos:  ¡cuántas buenas personas perdieron su cabeza por el arranque de un atontao que se creía mejor que ellos!
Todo esto era sólo para pediros que seáis buenos, que no os comportéis como estúpidos e insolidarios patanes, que seáis comprensivos ante la diversidad, que dejéis en paz los trapos de colorines y que respondáis con una sonrisa a todo el que no haya demostrado no merecerla.

martes, 29 de mayo de 2012

Historias de Insurrección y Onanismo

No hacía ni tres meses que había llegado al nuevo internado y todavía no me había acoplado a las nuevas normas del colegio. Y no era porque fueran más rígidas que las del antiguo. No. Era simplemente porque en el Santo Domingo Savio regía la ley del “porque-sí-y-porque-yo-te-lo-digo”.
A pesar de no tratarse de un colegio oficialmente religioso, los salesianos habían impuesto un reglamento en el que imperaba la ausencia de toda lógica, y que podía muy bien resumirse en el contenido surrealista de un cartel situado junto a la puerta del despacho del director, que rezaba: “Prohibido llevar el Paquete de Tabaco dentro del Calcetín”. Todo un homenaje al Teatro del Absurdo.
Más previsible, aunque no menos irracional que la norma del calcetín, era la que obligaba a los internos a dormir con los brazos por encima de sábanas y mantas, de tal manera que no pudiera existir un contacto directo entre manos y genitales. Si a esta “prudente” y púdica norma uníamos el hecho de que, para contrarrestar el hedor que imperaba en los dormitorios, las ventanas se mantenían permanentemente abiertas, pueden ustedes empezar a imaginar lo que pasaba cuando el invierno arreciaba…
La ola de frio que invadió Europa aquel mes de enero de 1975 y la testarudez del director habían conseguido que las manos de los internos tomaran vistosos tonos azulados y, en algunos casos, se cubrieran de sabañones. De nada sirvieron las súplicas y las promesas de castidad de los afectados y, en previsión a posibles brotes de rebelión, el cura decidió prolongar la vigilancia más allá de la medianoche. También estableció una serie de normas especiales -tan absurdas como de costumbre- adaptadas a la crisis que se avecinaba.
Coger a alguien con las manos dentro del sobre se castigaba con falta grave y carta a los padres, en la que se informaría convenientemente  sobre las tendencias onanistas y exhibicionistas de su hijo (¿No tenía miedo ese pedazo de hijo de puta de que el Averno –que tanto decía temer- se le abriera bajo los pies?). Pero si grave era esta amenaza, más estúpida era la norma siguiente, con la que aparentemente se pretendía no dejar ni un cabo suelto: pillar a un interno con una mano dentro y otra fuera o descubrir que las tenía calentitas (¡¿?!) se castigaba con una falta leve, aunque la acumulación de dos faltas leves a lo largo de la misma noche implicaba la expulsión del niño en cuestión.
Como ya os podéis imaginar, el mismo día en el que las nuevas normas entraron en vigor muchos niños disponían ya de un par de brazos postizos que se disponían sobre las mantas mientras que los auténticos quedaban al abrigo. Pero don Eugenio no era tonto del todo y dos noches más tarde ya había descubierto el ardid, con lo que tuvo que hacer una primera enmienda al nuevo reglamento. El artículo adicional decía que disponer dos brazos postizos sobre las mantas y esconder los verdaderos entre las sábanas se castigaría con falta grave y cartita, y añadió una apostilla digna del mismísimo André Bréton: la coincidencia de un brazo postizo y otro verdadero sobre las mantas se castigaría con una falta leve.
La rebelión empezaba ya a palparse y esa noche algunos internos durmieron con cuatro brazos sobre las mantas: los verdaderos y dos postizos. Pero don Eugenio volvió a superarse aplicando el reglamento a rajatabla. Si la apostilla decía que uno auténtico más uno falso era igual a una leve, dos auténticos más dos falsos eran dos leves que, haciendo uso de la segunda norma del primitivo nuevo reglamento, se convertían automáticamente en una grave y en misiva a los padres.
La noche siguiente todo el colegio durmió con los brazos auténticos sobre las mantas y dos falsos entre las sábanas, una combinación que el director no había previsto y que le hizo perder la compostura. A las once de la noche empezó a pegar gritos y a zarandear a todo el que pillaba, de tal manera que hubo desbandada de niños en pijama con brazos postizos por los pasillos como si estuviéramos en sanfermines. A los cuatro o cinco que pilló se los llevó a su cuarto, donde los tuvo castigados hasta las tantas, mientras que el resto de los colegiales volvió poco a poco a las camas.
Sólo se oían juramentos y maldiciones, cuando de pronto se escuchó a Álvarez Puñal que, a voz en grito, decía: ¡Mira, cacho cabrón, con las manos por fuera! Yo no llegué a verlo, pero los presentes aseguran que el niño de Barcarrota había agarrado su pene con mantas y todo, y había empezado a  masturbarse como un loco y a dos manos. Y debió de ser verdad, porque fue expulsado ipso facto y al día siguiente lo vimos partir con su maleta y una sonrisa en la cara.   

domingo, 27 de mayo de 2012

El Color Sepia de la Felicidad Pasada


Nunca llegó a haber entendimiento ni acuerdo entre los presentes: Vicente Nebot -el  “Sapo”-  era  culibajo  para  unos y paticorto para otros, y la discusión sobre los matices de ambas posturas podía prolongarse durante horas.
El debate empezaba por lo general camino del comedor, cuando los rezagados levantaban la vista y vislumbraban que la espalda del niño de Albacete se encontraba demasiado cerca del suelo. Luego iba tomando forma durante los minutos previos a la llegada de Matilde y su carrito de alimentos poco apetitosos, para volverse espesa entre el primero y el segundo plato. En el postre la situación llegaba a ser caótica, hasta el punto que el guirigay generado lograba despertar a don Alejo de su sopor existencial. El cura, sin alejar ni un centímetro su boca del plato, levantaba entonces la vista y ponía cara de mala leche.
La situación se prolongaba algunos segundos hasta que súbitamente, y sin que nada hubiese cambiado, su mirada volvía a perderse y el letargo retomaba el mando de sus 87 primaveras. Dos minutos de vacío más tarde su cadencia de cuchareo recuperaba el carácter mecánico y sus comisuras volvían a dejar escapar dos hilos de sopa que, invariablemente, terminaban en el mantel de hule. Mientras tanto, el alboroto apenas se detenía.
Las bromas se entremezclaban entonces con severísimas afirmaciones  supuestamente basadas en la rigidez del método científico. Por ejemplo, Martín Noriega sostenía con vehemencia que las breves extremidades de Vicente eran la prueba definitiva de que había sido poseído por un ser de las tinieblas, observación aprovechada por los defensores de las tesis “paticortas” para lanzar vítores y palmas. La parte contraria reaccionaba, por supuesto, con abucheos y el consiguiente aporreo de la mesa.
A poca distancia, Vicente el Sapo seguía el debate dando cuenta de su ración y renegando con la cabeza, y de tanto en tanto soltaba un “capullos” con la boca llena, que los demás obviamente ignoraban.
El litigio se mantenía vivo durante el camino de vuelta a las aulas y sólo se daba por zanjado cuando don Javier Sádaba iniciaba su estrambótica clase de matemáticas. Aún así, de vez en cuando algún exaltado todavía llegaba a susurrar entre dientes un escueto “c-u-l-i-b-a-j-o”, como si le fuera la vida en pronunciar la última palabra.
 
De entre todos los amigos que llegué a hacer en el internado, Boni Burrajo era, con mucha diferencia, el más agraciado. José Corbacho era bizco, Roberto “Miserias” y Julián Arano llevaban gafas de culo de vaso, Pepe “el Congrio” era largo y flaco como una culebra (de ahí el apodo), mientras que el pelo de Emilio Sanjuán siempre supuraba una mezcla de aceite y caspa, sin que las lociones y potingues que su madre le mandaba desde Tomelloso le sirvieran para gran cosa. Todos nos creíamos del montón, pero en realidad éramos adolescentes feos, antiguos y pasados de moda incluso para los años grises que nos tocó vivir.
Cuando por fin salimos del colegio, ese aspecto poco europeo, un vestuario sin marcas, y una supuesta moral autoinfligida que nos hacía creer que estábamos por encima del bien y del mal, nos proporcionaron no pocos problemas para encontrar pareja. Aún así, yo siempre había dado por supuesto que habíamos sido niños felices durante los seis años que duró nuestra aventura.
Me lo hacían creer historias como la de las proporciones corporales de Vicente, o el recuerdo de la cara alucinada de educadores o profesores cuando nos descubrían arremolinados delante de un cuadro de un esquiador que alguien con pocos medios había plantado en un pasillo solitario. Allí nos reuníamos todos después de clase para imitar su slalom justo después de que José Castilla, autoproclamado jefe de protocolo, le asestara un ligero toque lateral y el cuadro empezara a bambolearse a derecha e izquierda. Era todo tan absurdo como extraordinario.
Hace pocos años, muchos de los que habíamos compartido entonces ese colegio quedamos en reunimos allí. Los primeros instantes tras el reencuentro resultaron ser como un extraño juego, repleto de visiones casi oníricas en las que cada uno trataba de escudriñar la más probable de las evoluciones que cada niño había podido seguir en los últimos treinta y tantos años. Al final resultó que Boni se había transformado en un cincuentón tan estropeado como el resto, que José Corbacho, Roberto y Julián –que ahora se hacía llamar Julen- habían pasado por el quirófano y sus ojos lucían ahora como luceros, que el “Congrio” ahora era ancho, y que la cabellera de Sanjuán ya no supuraba nada, sencillamente porque donde había habido mata de pelo ahora únicamente quedaba terreno baldío y desolación. Sólo Vicente seguía siendo reconocible por aquellas mismas proporciones que en nada recordaban a las del Vitrubio de Leonardo.
Hubo intercambio de fotos familiares en las que, como era de esperar, todos los niños eran guapos y lucían ropa de marca. Luego se inició un exhaustivo repaso al anecdotario que todos conocíamos de memoria, con historias de insurrección y onanismo, de acontecimientos relacionados con proscritos impregnados por el humo de sus cigarrillos, de pequeños hurtos y perritos voladores, de lecturas secretas de Alfred de Musset a la luz de las velas o de enfermos imaginarios que regresaban cada fin de semana de las mismas garras de la muerte. Supimos después que don Alejo andaba criando malvas desde el mismo día en que la Pasionaria volvió de su exilio moscovita o que Sádaba había seguido impartiendo su mística visión del cálculo y la geometría en su Zaragoza natal hasta que, hace pocos años, se jubiló.
Todo iba como estaba previsto, y la fiesta no parecía acabar. Pero durante unos instantes y como una ráfaga, oímos algo que no deseábamos escuchar. El mensaje había salido de la garganta de Nico Albelda, uno de esos ex alumnos a los que resultaba difícil poner rostro y a los que muy pocos habíamos dirigido un pensamiento en todos estos años. Con los ojos enrojecidos, el que había sido un niño de aspecto delicado y retraído, ahora nos señalaba a todos con el dedo y nos maldecía por no haber querido ver el ultraje al que había sido sometido a lo largo del curso 73/74. No dio más detalles, y las aclaraciones que algunos se atrevieron a pedir no fueron satisfechas.
Nicolás salió de la sala y, que yo sepa, nadie más volvió a verlo. Durante unos minutos cruzamos miradas extrañadas y apenas se intercambiaron dos palabras; luego la reunión fue retomando su pulso normal y una hora más tarde todo el mundo había regresado ya al repaso de esas hazañas de pubertad que todos conocíamos de memoria.

En los días que siguieron intenté reconstruir la historia de Nico con retales que mi memoria había guardado en lugares olvidados de mi cabeza, y diseccioné con cuidado cualquier recuerdo que tuviera algo que ver con el horror que nunca llegó a tocarme. A pesar del tiempo pasado, sentí de pronto que aquellos maravillosos años de mi juventud no habían sido tan luminosos como yo quería recordarlos, y que en el camino habíamos aprendido, sin darnos cuenta, a mirar hacia otro lado cuando lo que podías llegar a ver resultaba sucio, diabólico o simplemente comprometedor. Querido Nicolás, ahora siento que te debo una disculpa.

viernes, 27 de abril de 2012

Cómo llegué a interesarme por William Stanger

Supongo que sabéis que durante una etapa de mi vida, que no estoy muy seguro de que haya acabado, me dediqué a la conservación de lagartos y otros bichos que se arrastran por lugares preferentemente secos y calurosos.

Por motivos variados, durante la década de los noventa y los primeros años del nuevo milenio estuve plenamente implicado en todo lo relacionado con las razones que habían llevado a muchas especies de saurios de Cabo Verde a estar entre las especies amenazadas. Me interesaba entonces cualquier cosa que pudiera dar respuesta a alguna de mis preguntas, y repasar lo que habían encontrado otros antes que yo.

Me interesaba saber incluso por qué cada especie se llamaba como se llamaba ya que ese dato -aparentemente inocuo- podía llegar a ofrecerme algunas pistas acerca de lo bien informado que estaba el descriptor, cuál era su estado de ánimo o lo que realmente pensaba sobre ese y otros asuntos ¿Por qué Tarentola substituta, y no Tarentola queseyó? ¿O por qué Chioninia fogoensis o Chioninia stangeri, en vez de Chioninia jemenfou?

El caso es que me enteré que Chioninia stangeri había sido descrita por John Edward Gray, un señor que siempre aparecía en las fotos con malos pelos, que por lo visto mandaba mucho en todo lo venía a ser el Museo Británico, y que había hecho la descripción a partir de los ejemplares capturados precisamente por William Stanger en la isla de Sao Vicente, cuando las calderas del Soudan reventaron. Se me ocurrió entonces informarme acerca de esa expedición abolicionista que pretendía cristianar negros a lo largo del río Níger y que terminó como el rosario de la aurora, y del papel que desempeñó en ella el señor Stanger ... Seguí leyendo, até algunos cabos y comprobé que lo del tiro por la culata viene a ser una práctica habitual entre algunos hombres de -más o menos- buena voluntad.

No lejos de allí, en la vecina isla de Santo Antao el Reverendo Richard T. Lowe, otro británico igualmente empeñado en salvar almas por la vía anglicana, también mataba su tiempo libre apañando lagartijas. Cogió unas cuantas, hizo un paquetito y, como buen súbdito de su Graciosa Majestad, las envió al Museo Británico. Como para entonces el señor Gray ya no estaba para muchos trotes, le pasaron el material a un becario poco motivado que, como quien no quiere la cosa, se equivocó al etiquetar los bichos suponiendo erróneamente que procedían de la isla de Fogo.

Arthur O'Shaughnessy, nuestro becario de cabeza llena de pajaritos, se atrevió por fin a ponerle nombre a las lagartijas de Santo Antao pero, como pensaba que procedían de la isla de la gran caldera, terminó por llamarla “fogoensis”. El caso es que montó un follón de padre y muy señor mío que no pudo resolverse hasta un siglo más tarde.



Con buen criterio, O'Shaughnessi abandonó la biología para dedicarse de lleno a la poesía, que era lo que de verdad le molaba. Publicó varios libros de corte prerrafaelista, uno de los cuales -Music and Moonlight-incluía su famosa “Ode”, … esa que tanto apreciaba Willy Wonca y que empieza con “We are the music makers...”.

Resultaba tentador relacionar a través de dos lagartijas de Cabo Verde a dos británicos victorianos de distintas generaciones que murieron jóvenes y que sin duda veían la vida desde dos puntos de vista tan diferentes.

Stanger acabó legislando en contra de lo que había predicado, o … tal vez las circunstancias determinaron que sus principios cambiaran sin que él acabara de percatarse, o … tal vez se percató pero no pudo hacer otra cosa. El caso es que tengo la impresión de que el último repaso a su vida antes de expirar debió ser amargo.

Dos décadas más tarde O'Shaughnessy escribió una vibrante poesía sobre la voluntad como motor del mundo, pero visto lo visto ¿Realmente somos ese motor o, por el contrario, la vida nos arrastra como un río y hace que dibujemos extraños reflejos de lo que en realidad somos?


Ode
(Arthur William Edgar O'Shaughnessy)

We are the music makers,
And we are the dreamer of dreams,
Wandering by lone sea-breakers,
And sitting by desolate streams;
World-losers and world-forsakers,
On whom the pale moon gleams:
Yet we are the movers and shakers
Of the world for ever, it seems.

With wonderful deathless ditties,
We build up the world's great cities,
And out of a fabulous story
We fashion an empire's glory:
One man with a dream, at pleasure,
Shall go forth and conquer a crown;
And three with a new song's measure
Can trample an empire down.

We, in the ages lying
In the buried past of earth,
Built Nineveh with our sighing,
And Babel itself with our mirth;
And o'erthrew them with prophesying
To the old of the new world's worth;
For each age is a dream that is dying,
Or one that is coming to birth.

A breath of our inspiration,
Is the life of each generation
.
A wondrous thing of our dreaming,
Unearthly, impossible seeming-
The soldier, the king, and the peasant
Are working together in one,
Till our dream shall become their present,
And their work in the world be done.

They had no vision amazing
Of the goodly house they are raising.
They had no divine foreshowing
Of the land to which they are going:
But on one man's soul it hath broke,
A light that doth not depart
And his look, or a word he hath spoken,
Wrought flame in another man's heart.

And therefore today is thrilling,
With a past day's late fulfilling.
And the multitudes are enlisted
In the faith that their fathers resisted,
And, scorning the dream of tomorrow,
Are bringing to pass, as they may,
In the world, for it's joy or it's sorrow,
The dream that was scorned yesterday.

But we, with our dreaming and singing,
Ceaseless and sorrowless we!
The glory about us clinging
Of the glorious futures we see,
Our souls with high music ringing;
O men! It must ever be
That we dwell, in our dreaming and singing,
A little apart from ye.

For we are afar with the dawning
And the suns that are not yet high,
And out of the infinite morning

Intrepid you hear us cry-
How, spite of your human scorning,
Once more God's future draws nigh,
And already goes forth the warning
That ye of the past must die.

Great hail! we cry to the corners
From the dazzling unknown shore;
Bring us hither your sun and your summers,
And renew our world as of yore;
You shall teach us your song's new numbers,
And things that we dreamt not before;
Yea, in spite of a dreamer who slumbers,
And a singer who sings no more.