domingo, 27 de mayo de 2012

El Color Sepia de la Felicidad Pasada


Nunca llegó a haber entendimiento ni acuerdo entre los presentes: Vicente Nebot -el  “Sapo”-  era  culibajo  para  unos y paticorto para otros, y la discusión sobre los matices de ambas posturas podía prolongarse durante horas.
El debate empezaba por lo general camino del comedor, cuando los rezagados levantaban la vista y vislumbraban que la espalda del niño de Albacete se encontraba demasiado cerca del suelo. Luego iba tomando forma durante los minutos previos a la llegada de Matilde y su carrito de alimentos poco apetitosos, para volverse espesa entre el primero y el segundo plato. En el postre la situación llegaba a ser caótica, hasta el punto que el guirigay generado lograba despertar a don Alejo de su sopor existencial. El cura, sin alejar ni un centímetro su boca del plato, levantaba entonces la vista y ponía cara de mala leche.
La situación se prolongaba algunos segundos hasta que súbitamente, y sin que nada hubiese cambiado, su mirada volvía a perderse y el letargo retomaba el mando de sus 87 primaveras. Dos minutos de vacío más tarde su cadencia de cuchareo recuperaba el carácter mecánico y sus comisuras volvían a dejar escapar dos hilos de sopa que, invariablemente, terminaban en el mantel de hule. Mientras tanto, el alboroto apenas se detenía.
Las bromas se entremezclaban entonces con severísimas afirmaciones  supuestamente basadas en la rigidez del método científico. Por ejemplo, Martín Noriega sostenía con vehemencia que las breves extremidades de Vicente eran la prueba definitiva de que había sido poseído por un ser de las tinieblas, observación aprovechada por los defensores de las tesis “paticortas” para lanzar vítores y palmas. La parte contraria reaccionaba, por supuesto, con abucheos y el consiguiente aporreo de la mesa.
A poca distancia, Vicente el Sapo seguía el debate dando cuenta de su ración y renegando con la cabeza, y de tanto en tanto soltaba un “capullos” con la boca llena, que los demás obviamente ignoraban.
El litigio se mantenía vivo durante el camino de vuelta a las aulas y sólo se daba por zanjado cuando don Javier Sádaba iniciaba su estrambótica clase de matemáticas. Aún así, de vez en cuando algún exaltado todavía llegaba a susurrar entre dientes un escueto “c-u-l-i-b-a-j-o”, como si le fuera la vida en pronunciar la última palabra.
 
De entre todos los amigos que llegué a hacer en el internado, Boni Burrajo era, con mucha diferencia, el más agraciado. José Corbacho era bizco, Roberto “Miserias” y Julián Arano llevaban gafas de culo de vaso, Pepe “el Congrio” era largo y flaco como una culebra (de ahí el apodo), mientras que el pelo de Emilio Sanjuán siempre supuraba una mezcla de aceite y caspa, sin que las lociones y potingues que su madre le mandaba desde Tomelloso le sirvieran para gran cosa. Todos nos creíamos del montón, pero en realidad éramos adolescentes feos, antiguos y pasados de moda incluso para los años grises que nos tocó vivir.
Cuando por fin salimos del colegio, ese aspecto poco europeo, un vestuario sin marcas, y una supuesta moral autoinfligida que nos hacía creer que estábamos por encima del bien y del mal, nos proporcionaron no pocos problemas para encontrar pareja. Aún así, yo siempre había dado por supuesto que habíamos sido niños felices durante los seis años que duró nuestra aventura.
Me lo hacían creer historias como la de las proporciones corporales de Vicente, o el recuerdo de la cara alucinada de educadores o profesores cuando nos descubrían arremolinados delante de un cuadro de un esquiador que alguien con pocos medios había plantado en un pasillo solitario. Allí nos reuníamos todos después de clase para imitar su slalom justo después de que José Castilla, autoproclamado jefe de protocolo, le asestara un ligero toque lateral y el cuadro empezara a bambolearse a derecha e izquierda. Era todo tan absurdo como extraordinario.
Hace pocos años, muchos de los que habíamos compartido entonces ese colegio quedamos en reunimos allí. Los primeros instantes tras el reencuentro resultaron ser como un extraño juego, repleto de visiones casi oníricas en las que cada uno trataba de escudriñar la más probable de las evoluciones que cada niño había podido seguir en los últimos treinta y tantos años. Al final resultó que Boni se había transformado en un cincuentón tan estropeado como el resto, que José Corbacho, Roberto y Julián –que ahora se hacía llamar Julen- habían pasado por el quirófano y sus ojos lucían ahora como luceros, que el “Congrio” ahora era ancho, y que la cabellera de Sanjuán ya no supuraba nada, sencillamente porque donde había habido mata de pelo ahora únicamente quedaba terreno baldío y desolación. Sólo Vicente seguía siendo reconocible por aquellas mismas proporciones que en nada recordaban a las del Vitrubio de Leonardo.
Hubo intercambio de fotos familiares en las que, como era de esperar, todos los niños eran guapos y lucían ropa de marca. Luego se inició un exhaustivo repaso al anecdotario que todos conocíamos de memoria, con historias de insurrección y onanismo, de acontecimientos relacionados con proscritos impregnados por el humo de sus cigarrillos, de pequeños hurtos y perritos voladores, de lecturas secretas de Alfred de Musset a la luz de las velas o de enfermos imaginarios que regresaban cada fin de semana de las mismas garras de la muerte. Supimos después que don Alejo andaba criando malvas desde el mismo día en que la Pasionaria volvió de su exilio moscovita o que Sádaba había seguido impartiendo su mística visión del cálculo y la geometría en su Zaragoza natal hasta que, hace pocos años, se jubiló.
Todo iba como estaba previsto, y la fiesta no parecía acabar. Pero durante unos instantes y como una ráfaga, oímos algo que no deseábamos escuchar. El mensaje había salido de la garganta de Nico Albelda, uno de esos ex alumnos a los que resultaba difícil poner rostro y a los que muy pocos habíamos dirigido un pensamiento en todos estos años. Con los ojos enrojecidos, el que había sido un niño de aspecto delicado y retraído, ahora nos señalaba a todos con el dedo y nos maldecía por no haber querido ver el ultraje al que había sido sometido a lo largo del curso 73/74. No dio más detalles, y las aclaraciones que algunos se atrevieron a pedir no fueron satisfechas.
Nicolás salió de la sala y, que yo sepa, nadie más volvió a verlo. Durante unos minutos cruzamos miradas extrañadas y apenas se intercambiaron dos palabras; luego la reunión fue retomando su pulso normal y una hora más tarde todo el mundo había regresado ya al repaso de esas hazañas de pubertad que todos conocíamos de memoria.

En los días que siguieron intenté reconstruir la historia de Nico con retales que mi memoria había guardado en lugares olvidados de mi cabeza, y diseccioné con cuidado cualquier recuerdo que tuviera algo que ver con el horror que nunca llegó a tocarme. A pesar del tiempo pasado, sentí de pronto que aquellos maravillosos años de mi juventud no habían sido tan luminosos como yo quería recordarlos, y que en el camino habíamos aprendido, sin darnos cuenta, a mirar hacia otro lado cuando lo que podías llegar a ver resultaba sucio, diabólico o simplemente comprometedor. Querido Nicolás, ahora siento que te debo una disculpa.

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