Nunca llegó a haber entendimiento ni acuerdo entre los presentes: Vicente Nebot -el “Sapo”- era culibajo para unos y paticorto para otros, y la discusión sobre los matices de ambas posturas podía prolongarse durante horas.
El debate empezaba por lo general camino del comedor, cuando
los rezagados levantaban la vista y vislumbraban que la espalda del niño de
Albacete se encontraba demasiado cerca del suelo. Luego iba tomando forma durante
los minutos previos a la llegada de Matilde y su carrito de alimentos poco
apetitosos, para volverse espesa entre el primero y el segundo plato. En el
postre la situación llegaba a ser caótica, hasta el punto que el guirigay
generado lograba despertar a don Alejo de su sopor existencial. El cura, sin
alejar ni un centímetro su boca del plato, levantaba entonces la vista y ponía
cara de mala leche.
La situación se prolongaba algunos segundos hasta que súbitamente,
y sin que nada hubiese cambiado, su mirada volvía a perderse y el letargo retomaba
el mando de sus 87 primaveras. Dos minutos de vacío más tarde su cadencia de
cuchareo recuperaba el carácter mecánico y sus comisuras volvían a dejar escapar
dos hilos de sopa que, invariablemente, terminaban en el mantel de hule. Mientras
tanto, el alboroto apenas se detenía.
Las bromas se entremezclaban entonces con severísimas
afirmaciones supuestamente basadas en la
rigidez del método científico. Por ejemplo, Martín Noriega sostenía con
vehemencia que las breves extremidades de Vicente eran la prueba definitiva de que
había sido poseído por un ser de las tinieblas, observación aprovechada por los
defensores de las tesis “paticortas” para lanzar vítores y palmas. La parte
contraria reaccionaba, por supuesto, con abucheos y el consiguiente aporreo de
la mesa.
A poca distancia, Vicente el Sapo seguía el debate dando
cuenta de su ración y renegando con la cabeza, y de tanto en tanto soltaba un “capullos”
con la boca llena, que los demás obviamente ignoraban.
El litigio se mantenía vivo durante el camino de vuelta a las
aulas y sólo se daba por zanjado cuando don Javier Sádaba iniciaba su
estrambótica clase de matemáticas. Aún así, de vez en cuando algún exaltado todavía
llegaba a susurrar entre dientes un escueto “c-u-l-i-b-a-j-o”, como si le fuera la vida en pronunciar la última palabra.
De entre todos los amigos que llegué a hacer en el internado,
Boni Burrajo era, con mucha diferencia, el más agraciado. José Corbacho era
bizco, Roberto “Miserias” y Julián Arano llevaban gafas de culo de vaso, Pepe “el
Congrio” era largo y flaco como una culebra (de ahí el apodo), mientras que el
pelo de Emilio Sanjuán siempre supuraba una mezcla de aceite y caspa, sin que
las lociones y potingues que su madre le mandaba desde Tomelloso le sirvieran
para gran cosa. Todos nos creíamos del montón, pero en realidad éramos
adolescentes feos, antiguos y pasados de moda incluso para los años grises que
nos tocó vivir.
Cuando por fin salimos del colegio, ese aspecto poco europeo,
un vestuario sin marcas, y una supuesta moral autoinfligida que nos hacía creer
que estábamos por encima del bien y del mal, nos proporcionaron no pocos
problemas para encontrar pareja. Aún así, yo siempre había dado por supuesto
que habíamos sido niños felices durante los seis años que duró nuestra aventura.
Me lo hacían creer historias como la de las proporciones
corporales de Vicente, o el recuerdo de la cara alucinada de educadores o
profesores cuando nos descubrían arremolinados delante de un cuadro de un
esquiador que alguien con pocos medios había plantado en un pasillo solitario.
Allí nos reuníamos todos después de clase para imitar su slalom justo después
de que José Castilla, autoproclamado jefe de protocolo, le asestara un ligero
toque lateral y el cuadro empezara a bambolearse a derecha e izquierda. Era todo tan absurdo como extraordinario.
Hace pocos años, muchos de los que habíamos compartido entonces
ese colegio quedamos en reunimos allí. Los primeros instantes tras el
reencuentro resultaron ser como un extraño juego, repleto de visiones casi
oníricas en las que cada uno trataba de escudriñar la más probable de las
evoluciones que cada niño había podido seguir en los últimos treinta y tantos
años. Al final resultó que Boni se había transformado en un cincuentón tan estropeado
como el resto, que José Corbacho, Roberto y Julián –que ahora se hacía llamar
Julen- habían pasado por el quirófano y sus ojos lucían ahora como luceros, que
el “Congrio” ahora era ancho, y que la cabellera de Sanjuán ya no supuraba
nada, sencillamente porque donde había habido mata de pelo ahora únicamente quedaba
terreno baldío y desolación. Sólo Vicente seguía siendo reconocible por aquellas
mismas proporciones que en nada recordaban a las del Vitrubio de Leonardo.
Hubo intercambio de fotos familiares en las que, como era de
esperar, todos los niños eran guapos y lucían ropa de marca. Luego se inició un
exhaustivo repaso al anecdotario que todos conocíamos de memoria, con historias
de insurrección y onanismo, de acontecimientos relacionados con proscritos impregnados
por el humo de sus cigarrillos, de pequeños hurtos y perritos voladores, de
lecturas secretas de Alfred de Musset a la luz de las velas o de enfermos
imaginarios que regresaban cada fin de semana de las mismas garras de la muerte.
Supimos después que don Alejo andaba criando malvas desde el mismo día en que
la Pasionaria volvió de su exilio moscovita o que Sádaba había seguido impartiendo
su mística visión del cálculo y la geometría en su Zaragoza natal hasta que, hace
pocos años, se jubiló.
Todo iba como estaba previsto, y la fiesta no parecía acabar.
Pero durante unos instantes y como una ráfaga, oímos algo que no deseábamos escuchar.
El mensaje había salido de la garganta de Nico Albelda, uno de esos ex alumnos a
los que resultaba difícil poner rostro y a los que muy pocos habíamos dirigido
un pensamiento en todos estos años. Con los ojos enrojecidos, el que había sido
un niño de aspecto delicado y retraído, ahora nos señalaba a todos con el dedo
y nos maldecía por no haber querido ver el ultraje al que había sido sometido a
lo largo del curso 73/74. No dio más detalles, y las aclaraciones que algunos
se atrevieron a pedir no fueron satisfechas.
Nicolás salió de la sala y, que yo sepa, nadie más volvió a
verlo. Durante unos minutos cruzamos miradas extrañadas y apenas se intercambiaron
dos palabras; luego la reunión fue retomando su pulso normal y una hora más
tarde todo el mundo había regresado ya al repaso de esas hazañas de pubertad que
todos conocíamos de memoria.
muy bueno Mateo, tiene ritmo e interés.
ResponderEliminarbesos
Beatriz