No hacía ni tres meses que había llegado al nuevo internado y
todavía no me había acoplado a las nuevas normas del colegio. Y no era
porque fueran más rígidas que las del antiguo. No. Era simplemente porque en el Santo
Domingo Savio regía la ley del “porque-sí-y-porque-yo-te-lo-digo”.
A pesar de no tratarse de un colegio oficialmente religioso,
los salesianos habían impuesto un reglamento en el que imperaba la ausencia de toda
lógica, y que podía muy bien resumirse en el contenido surrealista de un cartel
situado junto a la puerta del despacho del director, que rezaba: “Prohibido llevar el Paquete de Tabaco dentro
del Calcetín”. Todo un homenaje al Teatro del Absurdo.
Más previsible, aunque no menos irracional que la norma del
calcetín, era la que obligaba a los internos a dormir con los brazos por encima
de sábanas y mantas, de tal manera que no pudiera existir un contacto directo entre
manos y genitales. Si a esta “prudente” y púdica norma uníamos el hecho de que,
para contrarrestar el hedor que imperaba en los dormitorios, las ventanas se
mantenían permanentemente abiertas, pueden ustedes empezar a imaginar lo que
pasaba cuando el invierno arreciaba…
La ola de frio que invadió Europa aquel mes de enero de 1975
y la testarudez del director habían conseguido que las manos de los internos
tomaran vistosos tonos azulados y, en algunos casos, se cubrieran de sabañones.
De nada sirvieron las súplicas y las promesas de castidad de los afectados y,
en previsión a posibles brotes de rebelión, el cura decidió prolongar la
vigilancia más allá de la medianoche. También estableció una serie de normas
especiales -tan absurdas como de costumbre- adaptadas a la crisis que se
avecinaba.
Coger a alguien con las manos dentro del sobre se castigaba
con falta grave y carta a los padres, en la que se informaría convenientemente sobre las tendencias onanistas y
exhibicionistas de su hijo (¿No tenía miedo ese pedazo de hijo de puta de que
el Averno –que tanto decía temer- se le abriera bajo los pies?). Pero si grave
era esta amenaza, más estúpida era la norma siguiente, con la que aparentemente
se pretendía no dejar ni un cabo suelto: pillar a un interno con una mano
dentro y otra fuera o descubrir que las tenía calentitas (¡¿?!) se castigaba
con una falta leve, aunque la acumulación de dos faltas leves a lo largo de la
misma noche implicaba la expulsión del niño en cuestión.
Como ya os podéis imaginar, el mismo día en el que las nuevas
normas entraron en vigor muchos niños disponían ya de un par de brazos postizos
que se disponían sobre las mantas mientras que los auténticos quedaban al
abrigo. Pero don Eugenio no era tonto del todo y dos noches más tarde ya había
descubierto el ardid, con lo que tuvo que hacer una primera enmienda al nuevo
reglamento. El artículo adicional decía que disponer dos brazos postizos sobre
las mantas y esconder los verdaderos entre las sábanas se castigaría con falta
grave y cartita, y añadió una apostilla digna del mismísimo André Bréton: la
coincidencia de un brazo postizo y otro verdadero sobre las mantas se castigaría
con una falta leve.
La rebelión empezaba ya a palparse y esa noche algunos internos
durmieron con cuatro brazos sobre las mantas: los verdaderos y dos postizos. Pero
don Eugenio volvió a superarse aplicando el reglamento a rajatabla. Si la
apostilla decía que uno auténtico más uno falso era igual a una leve, dos
auténticos más dos falsos eran dos leves que, haciendo uso de la segunda norma
del primitivo nuevo reglamento, se convertían automáticamente en una grave y en
misiva a los padres.
La noche siguiente todo el colegio durmió con los brazos
auténticos sobre las mantas y dos falsos entre las sábanas, una combinación que
el director no había previsto y que le hizo perder la compostura. A las once de
la noche empezó a pegar gritos y a zarandear a todo el que pillaba, de tal
manera que hubo desbandada de niños en pijama con brazos postizos por los
pasillos como si estuviéramos en sanfermines. A los cuatro o cinco que pilló se
los llevó a su cuarto, donde los tuvo castigados hasta las tantas, mientras que
el resto de los colegiales volvió poco a poco a las camas.
Sólo se oían juramentos y maldiciones, cuando de
pronto se escuchó a Álvarez Puñal que, a voz en grito, decía: ¡Mira, cacho cabrón, con las manos por fuera!
Yo no llegué a verlo, pero los presentes aseguran que el niño de Barcarrota había
agarrado su pene con mantas y todo, y había empezado a masturbarse como un loco y a dos manos. Y
debió de ser verdad, porque fue expulsado ipso facto y al día
siguiente lo vimos partir con su maleta y una sonrisa en la cara.
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