sábado, 24 de noviembre de 2012

Una Ayudita para seguir la historieta del Volcán de Bellver sin perderse demasiado

La historia del Volcán de Bellver incluye, como ya os habréis imaginado, varias metáforas concéntricas. La primera es una obvia alegoría a esa crisis de la que hablan los períodicos, un feo asunto cuyo origen todavía no veo claro pero que está poniendo al descubierto todas nuestras miserias. Hablo de una sociedad enferma de codicia, que abandona a los más débiles cuando más ayuda necesitan, hablo del sálvese quien pueda, de los oportunistas que negocian en el río revuelto, de los aprovechados que señalan con el dedo a culpables que no lo son, o de los listillos que usan como cebo  las vísceras de incautos imbéciles para construir su propio paraíso.
También me refiero a la amistad, buscada o no, como único motor viable de las relaciones humanas, ese vínculo que se olvida de circunstancias tales como tu origen, el color de tu piel, o tu lengua materna, para centrarse en contemplar el paso de la vida con una cerveza en la mano, y sin otro objetivo preciso que el de observar, escuchar, contar historias ... y organizar torradas. Y sin salir de la esfera de la amistad, una reflexión sobre uno de los inconvenientes del paso de la vida: el envejecimiento y la muerte.  
He elegido para ello un barrio de Palma, el mío, que dicen que una vez fue el centro del mundo y que ahora no es, como diría Brel, ni la sombra de su sombra. Un barrio del que se fueron hace ya mucho tiempo Rusiñol, Rubén Darío, Cela, Errol Flinn, Jimmy Hendrix o Ava Gadner, y que ahora da cobijo a los afterhours más cutres del orbe. La mítica Polilla, la Yedra, el Tamtam, el Santuario ... locales únicamente frecuentados por escoria autóctona o venida de fuera, por putas gordas que no saben que lo son y por camellos de medio pelo. Calles con nombres de poetas y pintores que un día vivieron por aquí (Graves, Joan Miró, Camilo José Cela, Bernanos...), ahora preñadas de analfabetos virtuales y de aprendices de malotes que buscan refugio en tapaderas evidentes (Fight Club, Billar Dominicano). Y en medio de todo este caos, la Quarantena (Cuarentena), una isla de verdura diseñada en los años en los que crecían salchichas de los árboles por un jardinero bien motivado, un agujero de gusano que comunica mundos paralelos y un oasis en el que se reúne gente del barrio para hablar y contar historias al amparo de una cerveza. 
Por si quereis leer algo más acerca del Terreno, el barrio el que se desarrolla la historia, os recomiendo el artículo incluido en el link

jueves, 22 de noviembre de 2012

Los Pies de Matías Romero


Matías Romero acababa de emanciparse, tenía veinte años, buenas costumbres y muy poco dinero. Residía en un cuchitril de mala muerte en el último piso del 24 de la calle San Esteban, una buhardilla con dormitorio, cocina y retrete que carecía de bañera o plato de ducha. Por esa razón, y con objeto de poder llevar a cabo abluciones al menos dos veces en semana, Matías decidió apuntarse a un gimnasio.

Eligió uno que había junto al bar de Paquita Caracoles -el garito más pintoresco de la ciudad- porque estaba cerca de su casa y porque le habían dicho que allí se ligaba una barbaridad. Sin embargo, en poco más de un año como usuario del gimnasio lo único que consiguió pillar fue un tremendo pie de atleta. Como a pesar de los polvitos aquello no remitía, el muchacho decidió pedir cita en la consulta de un dermatólogo de la calle Alhóndiga que le había recomendado el mismo amigo de un amigo que antes le había recomendado el gimnasio (pensaréis -con razón- que Matías era un tipo imprudente, pero en su descarga diré que, a pesar de sus veinte primaveras, todavía andaba sumergido en la edad del pavo).

El consultorio del doctor Quiñonero estaba ubicado en una casa antigua, de las de cancela de hierro y baldosines trianeros, con una entrada presidida por una Macarena asomada a un balconcito flanqueado por dos farolillos de latón y cubierto por un baldaquín de la misma aleación. El recibidor era desangelado y frío, con una solitaria bombilla de sesenta vatios y paredes salpicadas de grandes manchas de humedad que alguien había intentado disimular colgando varios títulos apulgarados y emitidos antes de la guerra de Crimea por la universidad de Tübingen.

La recepción corría a cargo de una señora vieja y coja disfrazada de enfermera que hacía juego con la pared y que se había refugiado detrás de una mesa tan vieja y coja como ella. Sobre la mesa sólo había un teléfono de baquelita, una agenda de piel negra y un lápiz, mientras que debajo se escondían dos estufas eléctricas que, más que calentar la sala, hacían que las tres grandes varices de la pierna derecha de la vieja latieran alternativamente, dando la sensación de que la señora estaba siendo parasitada por grandes y juguetonas sanguijuelas. La vieja miró al joven por encima de las gafas y le preguntó: ¿Tiene usted cita? Matías le contestó que a las cinco de la tarde y le dio su nombre. La señora lo comprobó en la agenda y entonces le sugirió que se sentara y leyera una revista para hacer tiempo.

La sala de espera era un pasillo tan mal iluminado como el recibidor y estaba dotada de tres sofás de cuero despellejado que alguien con poco gusto había alineado uno tras otro. Sobre los tres sofás seis pacientes de entre ochenta y noventa y tantos años esperaban sentados de dos en dos y hundidos hasta las orejas a que el doctor Quiñonero los recibiera. Así que Matías tuvo que buscar acomodo entre una señora obesa con sarpullido y un señor de pelo blanco al que le asomaban unas feísimas costras aceitosas por la bocamanga de la camisa. El muchacho cogió un ejemplar del Semana y lo fue hojeando sin dejar de pensar en cómo y por qué esos viejos habían pillado sus afecciones cutáneas.

El más joven de los seis carcamales era un maestro de escuela jubilado con el pelo teñido y engominado hasta el bigote, que vestía un traje azul marino de rayas diplomáticas mal combinado con mocasines de color marrón claro. El hombre mostraba una verborrea excesiva, presumida y disléxica, y llevaba un buen rato opinando -sin base alguna- sobre un conflicto familiar que la del sarpullido había sacado a relucir. Lo gracioso era que cada seis minutos -más o menos- adornaba su parecer con un “si dos no quieren uno no se pelea”, una versión confusa y tonta del conocido refrán castellano.

Cada vez que el hombre decía la frase, Matías se preguntaba: ¿Formará parte ese uno de la pareja pacifista o, por el contrario, será un tercero muy peleón al que los dos primeros iban a poner a caldo si no se avenía a razones? Al pensarlo con detenimiento, se daba cuenta de que ninguna de las dos opciones resultaba congruente, porque si el maestro de escuela se estaba refiriendo a la primera posibilidad, entonces la situación no podía ser más que el fruto de un malentendido en el que, en realidad, nadie andaba buscando pelea. Si por el contrario el segundo significado era el correcto, entonces nos encontrábamos inmersos en un bucle de difícil salida porque, para evitar la pelea, los dos forzudos -no se sabe muy bien por qué se los imaginaba forzudos- no les iba a quedar más remedio que hacer uso de su musculatura para detener al camorrista, con lo cual llegaríamos a la situación que pretendíamos evitar: la pelea, desigual pero pelea al fin y al cabo.

Cuando a las siete menos cuarto se abrió la puerta de la consulta ya sólo quedaba Matías en la sala de espera. Del interior del gabinete salió el señor de las costras aceitosas ajustándose el nudo de la corbata y tosiendo con profusión, y con un ligero movimiento de la cabeza y unas palabras ahogadas e inaudibles se despidió de los presentes. Mientras tanto una voz masculina, aunque aflautada y viejuna, pronunció el nombre del joven de los pies infectados. Matías dejó el Lecturas que en ese momento tenía entre las manos, se levantó y entró.

La consulta estaba montada en lo que en su día había sido el salón de la casa, una habitación de unos 15 metros cuadrados, con suelo de baldosas hidráulicas, techos adornados con plafones de escayola y dos ventanas enrejadas que daban a la calle Boteros. El mobiliario era el propio de un hospital de los años cincuenta, con vitrinas y archivadores de filos blancos, un perchero del mismo color y un escritorio niquelado con un cristal grande y rajado sobre el que se disponían libros y papeles sin ordenar. Como único detalle higiénico el cuarto disponía de un pequeño lavamanos de grifería roñosa.

Pero lo que llamaba de verdad la atención al entrar por primera vez en la consulta eran los centenares de fotos autografiadas de artistas, futbolistas y toreros que literalmente cubrían sus paredes. Retratos en blanco y negro de Lola Flores y Manolo Caracol, de Juanita Reina, de Imperio Argentina, de la Niña de los Peines, de Manolete, de Nati Mistral, de Rafael de León, de Antonio Ordóñez, de Guillermo Campanal con un balón de reglamento entre las manos o del general Queipo de Llano, cuya dedicatoria rezaba “Gracias Quiñonero por quitarme lo que usted sabe. Su buen amigo, Gonzalo”. Las dos únicas concesiones a los tiempos “modernos” eran las fotos en color de Biri Biri y de Rocío Jurado, que de forma voluntaria habían sido colocadas entre la vitrina de los apósitos y una de las ventanas, de tal manera que para poder llegar a verlas había que ser poco menos que contorsionista.

Por lo visto, todos los retratados habían pasado en alguna ocasión, y con problemas más o menos inconfesables, por la consulta de la calle Alhóndiga, y todos tenían allí y ahora su pedacito de pared y de gloria… Porque, al fin y al cabo, el doctor Quiñonero era el dermatólogo de los famosos, y si nunca te había curado unas purgaciones es que no eras nadie. Por eso, después de los primeros cinco segundos alucinando agarrado al picaporte, el médico le dijo a Matías: “Por la cara que pones, tú tienes que ser del Betis. A ver… ¿A ti qué te pica?”.

Matías asintió con una sonrisa nerviosa, porque el médico había acertado tanto en sus querencias futboleras, como en el hecho de que algo le picaba; luego -sin decir palabra- se descalzó y se quitó el calcetín, dejando a la vista unos dedos enrojecidos y llenos de grietas que despedían un olor nauseabundo. Gregorio Quiñonero que, además de centenario, era muy bajito, saltó del sillón para interesarse de cerca por el pie de Matías. Se puso las gafas de cerca y dijo “¡Anda! el clásico tinea pedís del gimnasio de la Puerta Carmona … supongo que también te habrás follao a alguna de las niñas de la Paquita ¿No? ¡Venga bájate los pantalones que te voy a curar esas purgaciones que te están comiendo por dentro…!

El atónito muchacho salió de la consulta del doctor Quiñonero con tantos hongos como había entrado pero, eso sí, sin gonorrea…, más que nada porque en su vida había echado un polvo. Seis meses más tarde, y durante un viaje al trópico, la micosis de Matías Romero se complicó con una invasión masiva de nematodos, y entre hongos y gusanos acabaron dejándoles el pie izquierdo con la forma, el color y la textura de un morcón de morcilla grande. Las dosis de caballo de tonaftato y tiabendazol que tuvo que ingerir para encontrar alivio también acabaron por dejarle el hígado como una bota vieja, y aún así un año más tarde todavía le quedaba un gusano del que finalmente se encariñó y al que bautizó con el pomposo nombre de Íñigo Bermúdez.

Cinco años más tarde, y ya totalmente repuesto de todos sus males, Matías Romero pasó por casualidad por la puerta del dermatólogo de la calle Alhóndiga, donde sólo encontró a un albañil de San José de la Rinconada enluciendo la pared de las humedades y los títulos de Tübingen. El obrero acabó contándole que don Gregorio Quiñonero andaba criando malvas desde hacía un tiempo y que un joyero de la Alfalfa había comprado la casa para una querida que tenía.

Matías echó un vistazo a través de la ventana que daba a la calle Boteros y comprobó que en las paredes no quedaba ni un retrato. Y lo hizo con verdadero sentimiento e incluso con pena, porque en aquel salón -ahora en obras- el doctor Quiñonero le había curado unas purgaciones imaginarias que le habían hecho sentir, por primera vez en su vida, que realmente era alguien.

lunes, 12 de noviembre de 2012

El Cementerio de Tamagotchis

 
 
Los niños acostumbran a imitar a los adultos, y en eso Lucía no era diferente a los demás, ya que con cinco años se dedicaba a levantar piedras para ver lo que éstas escondían. Y era tanta la ilusión y el empeño en llevar a buen puerto su tarea, que los demás niños del barrio siempre la miraban con disimulo, extrañeza y un poco de temor, mientras que sus mal informados vecinos no alcanzaban a comprender cómo una niña tan pequeña podía ir siempre con tanta mierda en las manos.
Pero gracias a su extraña afición, Lucía podía alardear de ser la única del colegio -y probablemente de todo el pueblo- que había llegado a ser testigo del más formidable de los combates que la naturaleza puede todavía depararnos: el de una lagartija con librea verde contra la escurridiza culebrilla ciega, la más taciturna de las bestias que viven bajo la superficie de la tierra.
En un día tan soleado y frío de invierno lo más probable era que aquella piedra sepultada entre ortigas (como la memoria de Cernuda) sólo escondiera a un ejército de cochinillas y cortapichas, a algún hongo de esos que huelen a nueces, o a una semilla germinada, pálida y perdida en su camino hacia la luz. En vez de eso encontró algo bastante menos común que la tuvo un buen rato cavilando.
Uno era verde, el segundo azul, el tercero era rojo, el cuarto verde, el quinto amarillo, el sexto rosa y el séptimo y último, violeta, y todos estaban muertos. Eran siete tamagotchis alineados uno tras otro siguiendo la dirección del cercano sendero de Olivares, y cuya posición y estado dejaban entrever el respeto con el que una mano amiga los había ido sepultando.
Al principio el padre no entendía lo que le contaba la niña pero, conociendo sus aficiones y su buen gusto por todas las maravillas escondidas bajo piedras, no pudo evitar seguirla para ser testigo -él también- del más grande de los hallazgos que nunca nadie había llevado a cabo en todo el Aljarafe… después del tesoro del Carambolo, claro.  
Al principio supusieron que podía tratarse de los restos del naufragio de alguna expedición nipona, como aquella del embajador Hasekura Tsunenaga que, allá por el siglo XVII, tuvo que ser rescatada por los barcos de los Guzmanes frente a los bosques de Doñana y la Rocina. Luego se inclinaron por pensar que se trataba del mausoleo de Kikuchiyo, Kanbei, Shichiroji, Katsushiro, Heihachi, Kyuzu y Gorobei, los siete maravillosos y valientes samurais que, de la mano de Akira Kurosawa, vencieron a la más malvada de las cuadrillas de bandidos-banqueros especializados en el desahucio de pisos a campesinos y buena gente venida a menos.
Mientras padre e hija seguían imaginando historias improbables de shogunes apóstatas y terribles piratas chinos castigados por el escorbuto, Lucía intuyó la figura de un mirón detrás de los visillos de la ventana de la casa grande. Y puestos a imaginar, imaginó que el observador no podía ser otro que el propietario de aquellas mascotas virtuales ahora convertido, por su mala mano, en piadoso sepulturero.



jueves, 8 de noviembre de 2012

Mi amigo Henry (que en realidad se llama Philippe)


Mi amigo Henry sostenía con orgullo que podía pasar dos meses sin ducharse y calzando los mismos calzoncillos. También se quejaba de que siempre había tenido poca suerte con las mujeres, a lo que Tomás y yo respondíamos que tenía que perseguirlas con ahínco porque si algún día conseguía atrapar a alguna, ésta se le quedaría pegada para toda la vida. Mi amigo Henry nos hizo finalmente caso y cuando conoció a Loulou (que en realidad se llamaba Fanfán) corrió detrás de ella hasta que la pilló.
Hay que puntualizar sin embargo que, como la chica de Bézier (en realidad era de Lyon) estaba rellenita, el roce de sus muslos durante la carrera hizo que la temperatura de su entrepierna alcanzara con facilidad el punto de fusión del estaño. Este raro fenómeno físico determinó que pasados cien metros dejara de oponer resistencia y abrazara voluntariamente a mi amigo. El caso es que el día que Henry alcanzó a Loulou ambos quedaron unidos como las cintas de cierre de un velcro®.

Henry siempre se quejó de que Loulou no se parecía en casi nada a las chicas de los desfiles de Victoria Secret®, de que tenía demasiado carácter y de que los tres hijos adolescentes que ella aportaba al matrimonio eran unos tocahuevos sarnosos que le amargaban la vida. Sin embargo, los excesos que Henry había hecho a lo largo de su mal viajada vida terminaron pasándole factura y entonces Loulou le cuidó con mimo. Con los años los hijos de Loulou volaron del nido, a Henry le salieron el cariño y las canas y, creo que al final, la pareja unida como las cintas de Velcro® acabó siendo razonablemente feliz. Bendito sea el amor.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Más noticias sobre el volcán de Bellver

La televisión sólo emite música clásica y noticias de la erupción. El parte de las tres de las madrugada ha desvelado que los primeros temblores que precedieron a la creación del enorme cono tumbaron varias construcciones de la ciudad, entre las que se encontraba la torre de control del aeropuerto. El desplome del edificio en forma de platillo sepultó la sala de reuniones en la que en ese momento se desarrollaba un emotivo homenaje al que fuera ministro de Fomento, don José Blanco. La plana mayor de la empresa pública Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea yace ahora bajo tres mil toneladas de escombros, mientras que el cadáver del exministro ha podido ser reconstruido con mucha dificultad, después de que la turbina de un Boing 747 lo absorbiera. Descansen todos en paz.

El Volcán de Bellver

   Las once y veintitrés minutos. Ya es noche cerrada, pero el resplandor del magma hirviendo mantiene la ciudad iluminada. Cerca de la parroquia de la Salud algunas beatas polacas corren con los hijos del padre Andrzej entre sus brazos, mientras sus antaño rubias cabelleras -ahora teñidas del mismo tono pero con todas sus puntas abiertas- arden como antorchas que iluminan la escalinata que les llevaría directamente a la avenida Joan Miró… si no fuera porque antes de que eso ocurra madres y niños caerán prisioneros de la lava.
   Musculosos búlgaros del gimnasio del Fight Club lloriqueando como señoritas, guapos senufos con su oscura y copiosa prole en cerrada formación, eternas preñadas empujadoras de cochecitos jané nacidas en aldeas cercanas a Tetuán que -con las prisas y por primera vez en sus cortas pero bien aprovechadas vidas sexuales- olvidaron el hijab sobre la mesita de noche, orondas putas de voz cazallera y acento de Dos Hermanas gritando el nombre de unos chulos que, hace ya rato, abandonaron la Yedra -botellín de cruzcampo en mano- en dirección a Porto Pi, y algún frustrado candidato a estrella del reguetón… todos corren, como alma que huyera del mismísimo Satanás, por la calle del Lleó abajo.
   Tres viejas han quedado atrapadas entre los contenedores de basura de la esquina de Georges Bernanos con brigadier Ruiz de Porras, y se desgañitan al unísono con un lastimero “Bestard! Oh! Bestard!!” intentando llamar la atención del que creen es el hombre que prepara bocadillos en el “berenar” de la esquina. En realidad, con su mala vista, han confundido al bueno d’en Jaume con un ilustre inglés de aspecto afeminado y en albornoz que, desorientado y aturdido, acaba de abandonar el hotel Aries en dirección a la colina del castillo. El mulato, que hasta hace unos minutos había sido su yunta, ha conseguido refugiarse en el bar Michel donde, cual orquesta del Titánic, un sensual camarero sigue poniendo combinados baratos al ritmo que le marca Lady Gaga.
   El río de lava corre ahora sin freno cuesta abajo por la calle Lanuza y se bifurca al llegar a Robert Graves. A su grupa cabalgan coches medio quemados con gente dentro, muebles viejos en combustión y, sobre una bandeja grande de latón, tres gatos que maúllan de dolor y saltan por turnos cada vez que sus patitas tocan la abrasadora superficie metálica. En el cruce, los coches siguen el camino recto, pero el azafate de los mininos bailarines ha tocado la esquina del horno y ahora se dirige a golpe de miaus hacia el hotel Victoria. Gatos, bandeja, un escúter grande que estaba allí aparcado y varias decenas de metros cúbicos de ardiente sustancia han acabado precipitándose escaleras abajo dentro del billar dominicano, donde se han oído gritos y luego silencio.  
   Hace un buen rato que la lava -del tipo pahoehoe según los expertos vulcanólogos que ahora copan los telediarios- ha alcanzado la avinguda Joan Miró a través de todas las callejuelas que bajan desde donde hace tan sólo unas horas estaba el castillo de Bellver. En la plaza de don Pau Gomila y sus aledaños se ha acumulado ya tanta masa volcánica que apenas se vislumbra el Kebab o las oficinas de Piñero; en la planta baja, un puñado de informáticos mal pagados pelea en la oscuridad por alcanzar algún ventanuco redentor que nunca encontrarán. Sin embargo sólo un par de metros más arriba, el cristal roto de una ventana deja escapar -esta vez sí- un río de cucarachas que ha conseguido vadear el cadáver despatarrado de la, hasta ahora, histérica propietaria del piso.
   Los laterales de la discoteca Tito’s bombean lava por los mismos callejones en los que un par de yonquis armados con navajas acostumbraba a desplumar a  imprudentes turistas lituanos. Los chorros de magma viscoso saltan ahora de forma violenta salvando lo que, en el pasado, fue el talud que separaba las primeras casas del Terreno de la mismísima orilla del mar, permitiendo así que desde el Paseo Marítimo los más atrevidos gocen –poco antes de expirar- de un panorama similar al que volverán a ver muy pronto, cuando traspasen las puertas del infierno.
   La lámina de fuego salta ahora uno a uno los carriles del paseo, abatiendo las palmeras muertas que hace meses asesinó el picudo rojo. El contacto del magma con el agua del mar produce una violenta cortina de humo que apenas deja entrever los restos de aquellos grandes yates con griferías de oro cuyos dueños, ahora en pleno mes de junio, todavía se encuentran a miles de kilómetros tostando sus pellejudos culos en alguna playa del océano Índico. Tampoco se ven pasar aviones por encima de Can Pastilla.
   Las plazas de Remigia Caubet y del Mediterráneo se han convertido en sendas plataformas de roca hirviendo que, unidas por el Reial Patrimoni, han transformado el parque de la Cuarentena en una isla verde que, casualmente, da cobijo a docena y media de terreneros con sus niños y sus perros. Es la noche de San Juan y la erupción les ha sorprendido en una torrada con dos kilos de butifarrones dulces y picantes, una hermosa sobrasada vieja, un  camaiot hipertrofiado y bien cosido, un costillar entero de cerdo, xulla a discreció, siete kilos de sardinas para los que se inclinan por el pescado o tienen problemas con el colesterol, cinco panes morenos, un ramallet de tomàtigues de la huerta de Encarna y su marido, tres litros del excelente aceite virgen de arbequinas de la marca  Verderol, refrescos variados y veintitantos litros de vino tinto del Plà que Miqui y Mirari han traído desde Santa Eugenia. También hay espárragos trigueros, berenjenas, calabacines, champiñones, patatas de Sa Pobla, un tuper de ensalada de pimientos asados, dos cocas de trampó y otra de perejil y dos ensaimadas rellenas de nata y sobrasada con calabazate.
   La señorita Veiret y el poeta Pomar han logrado traspasar el círculo de fuego dos segundos antes de que este se cerrara, siendo sin embargo testigos de la estúpida muerte de cuarenta ruidosos y tatuados jovenzuelos que habían acudido hasta las puertas del Boulevard con el objetivo de montar un botellón. Los horrendos crujidos causados por la explosión de sus botellas de alcohol barato y la de sus hinchados intestinos sobrecogen a todos los presentes, que rezan un respetuoso responso.  
   A pesar de toda la tensión acumulada, varios niños de otros tantos colores –algunos de los cuales van disfrazados de dimonis- juegan a pegar pelotazos contra el mosaico de la pared de los retretes y ponen repetidamente en peligro el enorme frasco de mojo picón que con tanto mimo ha traído Toni el calvo. El otro Toni –el del bar- sale al paso con el bigote torcido amenazando con requisar el balón, pero un rebote fortuito e inoportuno manda el esférico más allá de la valla y acaba derritiéndose como un trozo de manteca en la sartén.  
   A la luz de la luna llena y del fulgor del magma se agolpan angustiados Rocío, Toni el calvo, Encarna, su marido, Pep el de la perra Eli, Miqui, Mirari, Mateo, la señorita Veiret, el poeta Pomar, Toni el del bar, Sandrita y su esposo, la imaginativa Blanche, Tady el de Okinawa y dos rumanos que pasaban por allí. Se echa en falta a algunos habituales que han debido quedarse en casa o que, dios no lo quiera, han sido barridos por la erupción. Alguien se lamenta de la ausencia de Sergio Nicoli en el preciso momento en que la voz del pianista italiano se deja oír con cierta claridad ¡Es él, sin duda! Pero… ¿Cómo ha podido llegar hasta la Cuarentena? La respuesta la encuentra Miqui que comprueba que los gritos de Nicoli salen ahogados de un camión de mudanzas que ha llegado flotando sobre el veloz río de lava y que ahora se ha estrellado contra la valla del parque, rompiendo cinco de sus barrotes.
   El mismo Miqui, Pep el de Eli y los dos heroicos rumanos se encaraman entonces con agilidad felina a la caja del camión, consiguiendo abrir de un martillazo el portón trasero que deja escapar el pesado piano de cola que transportaba. Por fortuna, unas Washingtonias viejas y medio chamuscadas amortiguan la caída del pesado instrumento, cuya tapa barnizada a muñequilla súbitamente se abre, dejando al descubierto el escondite del amigo Sergio. El italiano salta entonces hasta el suelo sacudiéndose el polvo mientras saluda efusivamente a todos los presentes.
   Angustiados pero hambrientos, los supervivientes de la Cuarentena deciden en votación a mano alzada dar cumplida cuenta de las viandas. La buena noticia es que no hará falta encender la plancha y, gracias al fulgor telúrico procedente de las entrañas de la tierra, los asistentes llevan a buen puerto la mejor torrada que se recuerda. El vino hace entonces su efecto y los comensales se relajan por completo y cantan todo el repertorio de canciones compuestas para ocasiones como estas. Desde rajadas rancheras de Chavela Vargas, a canciones populares sin padre conocido, como “El vino que vende Asunción” o “Desde Santurce a Bilbao”, pasando obviamente por las coplas de Quintero, León y Quiroga.
    Cuando por fin Sergio Nicoli y el poeta Pomar se deciden a tocar al piano Qualsevol nit pot sortir el sol a cuatro manos, el astro rey asoma su hocico al otro lado de la bahía, el cono de bellver deja súbitamente de escupir lava y todo el mundo aplaude. La crisis ha terminado.

 
Calles citadas en la historieta.- A: Castillo de Bellver; B: barrio del Terreno; C: Puerto Deportivo; 1: Parque de la Cuarentena o Quarantena; 2: Plaza del Mediterráneo; 3: Plaza de Remigia Caubet; 4: Plaza Gomila; 5: Paseo Marítimo; 6: Calle de Robert Graves; 7: Carrer del Lleó; 8: Carrer de Lanuza; 9: Calle de Ruiz de Porras; 10: Carrer de Georges Bernanos.
 
 
 
 
Locales, empresas y garitos citados en la historieta.- 1: Bar del parque de la Cuarentena; 2: Parroquia de Nuestra Señora de la Salud; 3: Fight Club; 4: Berenar Bestard; 5: Bar Michel; 6: Boulevar Mediterráneo; 7: Horno del Terreno; 8: Oficinas de Piñero; 9: Discoteca Tito's; 10: Hotel Victoria; 11: Billar Dominicano; 12: Hotel Aries; 13: Afterhours la Yedra.