Las once y veintitrés minutos. Ya
es noche cerrada, pero el resplandor del magma hirviendo mantiene la ciudad
iluminada. Cerca de la parroquia de la Salud algunas beatas polacas corren con
los hijos del padre Andrzej entre sus brazos, mientras sus antaño
rubias cabelleras -ahora teñidas del mismo tono pero con todas sus puntas
abiertas- arden como antorchas que iluminan la escalinata que les llevaría directamente
a la avenida Joan Miró… si no fuera porque antes de que eso ocurra madres y
niños caerán prisioneros de la lava.
Musculosos búlgaros del gimnasio
del Fight Club lloriqueando como señoritas, guapos senufos con su oscura y copiosa
prole en cerrada formación, eternas preñadas empujadoras de cochecitos jané nacidas
en aldeas cercanas a Tetuán que -con las prisas y por primera vez en sus cortas
pero bien aprovechadas vidas sexuales- olvidaron el hijab sobre la mesita de
noche, orondas putas de voz cazallera y acento de Dos Hermanas gritando el
nombre de unos chulos que, hace ya rato, abandonaron la Yedra -botellín de
cruzcampo en mano- en dirección a Porto Pi, y algún frustrado candidato a
estrella del reguetón… todos corren, como alma que huyera del mismísimo Satanás,
por la calle del Lleó abajo.
Tres viejas han quedado atrapadas
entre los contenedores de basura de la esquina de Georges Bernanos con brigadier
Ruiz de Porras, y se desgañitan al unísono con un lastimero “Bestard! Oh!
Bestard!!” intentando llamar la atención del que creen es el hombre que prepara
bocadillos en el “berenar” de la esquina. En realidad, con su mala vista, han
confundido al bueno d’en Jaume con un ilustre inglés de aspecto afeminado y en
albornoz que, desorientado y aturdido, acaba de abandonar el hotel Aries en
dirección a la colina del castillo. El
mulato, que hasta hace unos minutos había sido su yunta, ha conseguido refugiarse
en el bar Michel donde, cual orquesta del Titánic, un sensual camarero sigue poniendo
combinados baratos al ritmo que le marca Lady Gaga.
El río de lava corre ahora sin
freno cuesta abajo por la calle Lanuza y se bifurca al llegar a Robert Graves.
A su grupa cabalgan coches medio quemados con gente dentro, muebles viejos en
combustión y, sobre una bandeja grande de latón, tres gatos que maúllan de
dolor y saltan por turnos cada vez que sus patitas tocan la abrasadora
superficie metálica. En el cruce, los coches siguen el camino recto, pero el
azafate de los mininos bailarines ha tocado la esquina del horno y ahora se
dirige a golpe de miaus hacia el hotel Victoria. Gatos, bandeja, un escúter
grande que estaba allí aparcado y varias decenas de metros cúbicos de ardiente sustancia
han acabado precipitándose escaleras abajo dentro del billar dominicano, donde
se han oído gritos y luego silencio.
Hace un buen rato que la lava -del
tipo pahoehoe según los expertos
vulcanólogos que ahora copan los telediarios- ha alcanzado la avinguda Joan
Miró a través de todas las callejuelas que bajan desde donde hace tan sólo unas
horas estaba el castillo de Bellver. En la plaza de don Pau Gomila y sus
aledaños se ha acumulado ya tanta masa volcánica que apenas se vislumbra el Kebab
o las oficinas de Piñero; en la planta baja, un puñado de informáticos mal
pagados pelea en la oscuridad por alcanzar algún ventanuco redentor que nunca encontrarán.
Sin embargo sólo un par de metros más arriba, el cristal roto de una ventana deja
escapar -esta vez sí- un río de cucarachas que ha conseguido vadear el cadáver
despatarrado de la, hasta ahora, histérica propietaria del piso.
Los laterales de la discoteca
Tito’s bombean lava por los mismos callejones en los que un par de yonquis armados
con navajas acostumbraba a desplumar a imprudentes
turistas lituanos. Los chorros de magma viscoso saltan ahora de forma violenta
salvando lo que, en el pasado, fue el talud que separaba las primeras casas del
Terreno de la mismísima orilla del mar, permitiendo así que desde el Paseo
Marítimo los más atrevidos gocen –poco antes de expirar- de un panorama similar
al que volverán a ver muy pronto, cuando traspasen las puertas del infierno.
La lámina de fuego salta ahora
uno a uno los carriles del paseo, abatiendo las palmeras muertas que hace meses
asesinó el picudo rojo. El contacto del magma con el agua del mar produce una violenta
cortina de humo que apenas deja entrever los restos de aquellos grandes yates
con griferías de oro cuyos dueños, ahora en pleno mes de junio, todavía se
encuentran a miles de kilómetros tostando sus pellejudos culos en alguna playa
del océano Índico. Tampoco se ven pasar aviones por encima de Can Pastilla.
Las plazas de
Remigia Caubet y del Mediterráneo se han convertido en sendas plataformas de
roca hirviendo que, unidas por el Reial Patrimoni, han transformado el parque
de la Cuarentena en una isla verde que, casualmente,
da cobijo a docena y media de terreneros con sus niños y sus perros. Es la
noche de San Juan y la erupción les ha sorprendido en una torrada con dos kilos
de butifarrones dulces y picantes, una hermosa sobrasada vieja, un camaiot hipertrofiado y bien cosido, un costillar
entero de cerdo, xulla a discreció, siete kilos de sardinas para los
que se inclinan por el pescado o tienen problemas con el colesterol, cinco
panes morenos, un ramallet de tomàtigues de la huerta de Encarna y su marido, tres
litros del excelente aceite virgen de arbequinas de la marca Verderol, refrescos variados y veintitantos
litros de vino tinto del Plà que Miqui y Mirari han traído desde Santa Eugenia.
También hay espárragos trigueros, berenjenas, calabacines, champiñones, patatas
de Sa Pobla, un tuper de ensalada de pimientos asados, dos cocas de
trampó y otra de perejil y dos ensaimadas rellenas de nata y sobrasada con calabazate.
La señorita
Veiret y el poeta Pomar han logrado traspasar el círculo de fuego dos segundos
antes de que este se cerrara, siendo sin embargo testigos de la estúpida muerte
de cuarenta ruidosos y tatuados jovenzuelos que habían acudido hasta las
puertas del Boulevard con el objetivo de montar un botellón. Los horrendos crujidos
causados por la explosión de sus botellas de alcohol barato y la de sus hinchados
intestinos sobrecogen a todos los presentes, que rezan un respetuoso responso.
A pesar de
toda la tensión acumulada, varios niños de otros tantos colores –algunos de los
cuales van disfrazados de dimonis- juegan a pegar pelotazos contra el mosaico
de la pared de los retretes y ponen repetidamente en peligro el enorme frasco
de mojo picón que con tanto mimo ha traído Toni el calvo. El otro Toni –el del
bar- sale al paso con el bigote torcido amenazando con requisar el balón, pero
un rebote fortuito e inoportuno manda el esférico más allá de la valla y
acaba derritiéndose como un trozo de manteca en la sartén.
A la luz de la
luna llena y del fulgor del magma se agolpan angustiados Rocío, Toni el calvo,
Encarna, su marido, Pep el de la perra Eli, Miqui, Mirari, Mateo, la señorita
Veiret, el poeta Pomar, Toni el del bar, Sandrita y su esposo, la imaginativa
Blanche, Tady el de Okinawa y dos rumanos que pasaban por allí. Se echa en falta a algunos
habituales que han debido quedarse en casa o que, dios no lo quiera, han sido
barridos por la erupción. Alguien se lamenta de la ausencia de Sergio Nicoli en
el preciso momento en que la voz del pianista italiano se deja oír con cierta
claridad ¡Es él, sin duda! Pero… ¿Cómo ha podido llegar hasta la Cuarentena? La
respuesta la encuentra Miqui que comprueba que los gritos de Nicoli salen ahogados
de un camión de mudanzas que ha llegado flotando sobre el veloz río de lava y
que ahora se ha estrellado contra la valla del parque, rompiendo cinco de sus
barrotes.
El mismo Miqui,
Pep el de Eli y los dos heroicos rumanos se encaraman entonces con agilidad felina a
la caja del camión, consiguiendo abrir de un martillazo el portón trasero que
deja escapar el pesado piano de cola que transportaba. Por fortuna, unas
Washingtonias viejas y medio chamuscadas amortiguan la caída del pesado instrumento,
cuya tapa barnizada a muñequilla súbitamente se abre, dejando al
descubierto el escondite del amigo Sergio. El italiano salta entonces hasta el
suelo sacudiéndose el polvo mientras saluda efusivamente a todos los presentes.
Angustiados pero
hambrientos, los supervivientes de la Cuarentena deciden en votación a mano
alzada dar cumplida cuenta de las viandas. La buena noticia es que no hará
falta encender la plancha y, gracias al fulgor telúrico procedente de las
entrañas de la tierra, los asistentes llevan a buen puerto la mejor torrada que
se recuerda. El vino hace entonces su efecto y los comensales se relajan por
completo y cantan todo el repertorio de canciones compuestas para ocasiones
como estas. Desde rajadas rancheras de Chavela Vargas, a canciones populares
sin padre conocido, como “El vino que vende Asunción” o “Desde Santurce a
Bilbao”, pasando obviamente por las coplas de Quintero, León y Quiroga.
Cuando por fin
Sergio Nicoli y el poeta Pomar se deciden a tocar al piano Qualsevol nit pot sortir el sol a
cuatro
manos, el astro rey asoma su hocico al otro lado de la bahía, el cono de
bellver deja súbitamente de escupir lava y todo el mundo aplaude. La crisis ha
terminado.
Calles citadas en la historieta.- A: Castillo de Bellver; B: barrio del Terreno; C: Puerto Deportivo; 1: Parque de la Cuarentena o Quarantena; 2: Plaza del Mediterráneo; 3: Plaza de Remigia Caubet; 4: Plaza Gomila; 5: Paseo Marítimo; 6: Calle de Robert Graves; 7: Carrer del Lleó; 8: Carrer de Lanuza; 9: Calle de Ruiz de Porras; 10: Carrer de Georges Bernanos.
Locales, empresas y garitos citados en la historieta.- 1: Bar del parque de la Cuarentena; 2: Parroquia de Nuestra Señora de la Salud; 3: Fight Club; 4: Berenar Bestard; 5: Bar Michel; 6: Boulevar Mediterráneo; 7: Horno del Terreno; 8: Oficinas de Piñero; 9: Discoteca Tito's; 10: Hotel Victoria; 11: Billar Dominicano; 12: Hotel Aries; 13: Afterhours la Yedra.
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