Matías
Romero acababa de emanciparse, tenía veinte años, buenas costumbres y muy poco
dinero. Residía en un cuchitril de mala muerte en el último piso del 24 de la
calle San Esteban, una buhardilla con dormitorio, cocina y retrete que carecía
de bañera o plato de ducha. Por esa razón, y con objeto de poder llevar a cabo
abluciones al menos dos veces en semana, Matías decidió apuntarse a un gimnasio.
Eligió
uno que había junto al bar de Paquita Caracoles -el garito más pintoresco
de la ciudad- porque estaba cerca de su casa y porque le habían dicho que allí
se ligaba una barbaridad. Sin embargo, en poco más de un año como usuario del
gimnasio lo único que consiguió pillar fue un tremendo pie de atleta. Como a
pesar de los polvitos aquello no remitía, el muchacho decidió pedir cita en la
consulta de un dermatólogo de la calle Alhóndiga que le había recomendado el
mismo amigo de un amigo que antes le había recomendado el gimnasio (pensaréis -con
razón- que Matías era un tipo imprudente, pero en su descarga diré que, a pesar
de sus veinte primaveras, todavía andaba sumergido en la edad del pavo).
El
consultorio del doctor Quiñonero estaba ubicado en una casa antigua, de las de
cancela de hierro y baldosines trianeros, con una entrada presidida por una
Macarena asomada a un balconcito flanqueado por dos farolillos de latón y
cubierto por un baldaquín de la misma aleación. El recibidor era desangelado y
frío, con una solitaria bombilla de sesenta vatios y paredes salpicadas de
grandes manchas de humedad que alguien había intentado disimular colgando
varios títulos apulgarados y emitidos antes de la guerra de Crimea por la
universidad de Tübingen.
La
recepción corría a cargo de una señora vieja y coja disfrazada de enfermera que
hacía juego con la pared y que se había refugiado detrás de una mesa tan vieja
y coja como ella. Sobre la mesa sólo había un teléfono de baquelita, una agenda
de piel negra y un lápiz, mientras que debajo se escondían dos estufas
eléctricas que, más que calentar la sala, hacían que las tres grandes varices
de la pierna derecha de la vieja latieran alternativamente, dando la sensación
de que la señora estaba siendo parasitada por grandes y juguetonas sanguijuelas.
La vieja miró al joven por encima de las gafas y le preguntó: ¿Tiene usted cita?
Matías le contestó que a las cinco de la tarde y le dio su nombre. La señora lo
comprobó en la agenda y entonces le sugirió que se sentara y leyera una revista
para hacer tiempo.
La
sala de espera era un pasillo tan mal iluminado como el recibidor y estaba
dotada de tres sofás de cuero despellejado que alguien con poco gusto había
alineado uno tras otro. Sobre los tres sofás seis pacientes de entre ochenta y
noventa y tantos años esperaban sentados de dos en dos y hundidos hasta las
orejas a que el doctor Quiñonero los recibiera. Así que Matías tuvo que buscar
acomodo entre una señora obesa con sarpullido y un señor de pelo blanco al que
le asomaban unas feísimas costras aceitosas por la bocamanga de la camisa. El
muchacho cogió un ejemplar del Semana
y lo fue hojeando sin dejar de pensar en cómo y por qué esos viejos habían
pillado sus afecciones cutáneas.
El
más joven de los seis carcamales era un maestro de escuela jubilado con el pelo
teñido y engominado hasta el bigote, que vestía un traje azul marino de rayas
diplomáticas mal combinado con mocasines de color marrón claro. El hombre mostraba una verborrea
excesiva, presumida y disléxica, y llevaba un buen rato opinando -sin base
alguna- sobre un conflicto familiar que la del sarpullido había sacado a
relucir. Lo gracioso era que cada seis minutos -más o menos- adornaba su
parecer con un “si dos no quieren uno no
se pelea”, una versión confusa y tonta del conocido refrán castellano.
Cada
vez que el hombre decía la frase, Matías se preguntaba: ¿Formará parte ese uno de la pareja pacifista o, por el contrario, será
un tercero muy peleón al que los dos primeros iban a poner a caldo si no se avenía
a razones? Al pensarlo con detenimiento, se daba cuenta de que ninguna de las
dos opciones resultaba congruente, porque si el maestro de escuela se estaba
refiriendo a la primera posibilidad, entonces la situación no podía ser más que
el fruto de un malentendido en el que, en realidad, nadie andaba buscando
pelea. Si por el contrario el segundo significado era el correcto, entonces nos
encontrábamos inmersos en un bucle de difícil salida porque, para evitar la
pelea, los dos forzudos -no se sabe muy bien por qué se los imaginaba forzudos-
no les iba a quedar más remedio que hacer uso de su musculatura para detener al
camorrista, con lo cual llegaríamos a la situación que pretendíamos evitar: la
pelea, desigual pero pelea al fin y al cabo.
Cuando
a las siete menos cuarto se abrió la puerta de la consulta ya sólo quedaba Matías
en la sala de espera. Del interior del gabinete salió el señor de las costras
aceitosas ajustándose el nudo de la corbata y tosiendo con profusión, y con un
ligero movimiento de la cabeza y unas palabras ahogadas e inaudibles se despidió
de los presentes. Mientras tanto una voz masculina, aunque aflautada y viejuna,
pronunció el nombre del joven de los pies infectados. Matías dejó el Lecturas que en ese momento tenía entre
las manos, se levantó y entró.
La
consulta estaba montada en lo que en su día había sido el salón de la casa, una
habitación de unos 15 metros cuadrados, con suelo de baldosas hidráulicas, techos adornados
con plafones de escayola y dos ventanas enrejadas que daban a la calle Boteros.
El mobiliario era el propio de un hospital de los años cincuenta, con vitrinas
y archivadores de filos blancos, un perchero del mismo color y un escritorio
niquelado con un cristal grande y rajado sobre el que se disponían libros y
papeles sin ordenar. Como único detalle higiénico el cuarto disponía de un
pequeño lavamanos de grifería roñosa.
Pero
lo que llamaba de verdad la atención al entrar por primera vez en la consulta
eran los centenares de fotos autografiadas de artistas, futbolistas y toreros que
literalmente cubrían sus paredes. Retratos en blanco y negro de Lola Flores y
Manolo Caracol, de Juanita Reina, de Imperio Argentina, de la Niña de los
Peines, de Manolete, de Nati Mistral, de Rafael de León, de Antonio Ordóñez, de
Guillermo Campanal con un balón de reglamento entre las manos o del general Queipo
de Llano, cuya dedicatoria rezaba “Gracias Quiñonero por quitarme lo que usted sabe. Su buen amigo,
Gonzalo”. Las dos únicas concesiones a los tiempos “modernos” eran las
fotos en color de Biri Biri y de Rocío Jurado, que de forma voluntaria habían
sido colocadas entre la vitrina de los apósitos y una de las ventanas, de tal
manera que para poder llegar a verlas había que ser poco menos que contorsionista.
Por
lo visto, todos los retratados habían pasado en alguna ocasión, y con problemas
más o menos inconfesables, por la consulta de la calle Alhóndiga, y todos tenían
allí y ahora su pedacito de pared y de gloria… Porque, al fin y al cabo, el
doctor Quiñonero era el dermatólogo de los famosos, y si nunca te había curado
unas purgaciones es que no eras nadie. Por eso, después de los primeros cinco
segundos alucinando agarrado al picaporte, el médico le dijo a Matías: “Por la cara que pones, tú tienes que ser
del Betis. A ver… ¿A ti qué te pica?”.
Matías
asintió con una sonrisa nerviosa, porque el médico había acertado tanto en sus
querencias futboleras, como en el hecho de que algo le picaba; luego -sin decir
palabra- se descalzó y se quitó el calcetín, dejando a la vista unos dedos
enrojecidos y llenos de grietas que despedían un olor nauseabundo. Gregorio
Quiñonero que, además de centenario, era muy bajito, saltó del sillón para
interesarse de cerca por el pie de Matías. Se puso las gafas de cerca y dijo “¡Anda! el clásico tinea pedís del gimnasio de la Puerta Carmona …
supongo que también te habrás follao a alguna de las niñas de la Paquita ¿No?
¡Venga bájate los pantalones que te voy a curar esas purgaciones que te están
comiendo por dentro…!
El
atónito muchacho salió de la consulta del doctor Quiñonero con tantos hongos
como había entrado pero, eso sí, sin gonorrea…, más que nada porque en su vida
había echado un polvo. Seis meses más tarde, y durante un viaje al trópico, la
micosis de Matías Romero se complicó con una invasión masiva de nematodos, y
entre hongos y gusanos acabaron dejándoles el pie izquierdo con la forma, el
color y la textura de un morcón de morcilla grande. Las dosis de caballo de tonaftato
y tiabendazol que tuvo que ingerir para encontrar alivio también acabaron por dejarle
el hígado como una bota vieja, y aún así un año más tarde todavía le quedaba un
gusano del que finalmente se encariñó y al que bautizó con el pomposo nombre de
Íñigo Bermúdez.
Cinco
años más tarde, y ya totalmente repuesto de todos sus males, Matías Romero pasó
por casualidad por la puerta del dermatólogo de la calle Alhóndiga, donde sólo
encontró a un albañil de San José de la Rinconada enluciendo la pared de las
humedades y los títulos de Tübingen. El obrero acabó contándole que don
Gregorio Quiñonero andaba criando malvas desde hacía un tiempo y que un joyero
de la Alfalfa había comprado la casa para una querida que tenía.
Matías
echó un vistazo a través de la ventana que daba a la calle Boteros y comprobó
que en las paredes no quedaba ni un retrato. Y lo hizo con verdadero
sentimiento e incluso con pena, porque en aquel salón -ahora en obras- el
doctor Quiñonero le había curado unas purgaciones imaginarias que le habían
hecho sentir, por primera vez en su vida, que realmente era alguien.
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