lunes, 12 de noviembre de 2012

El Cementerio de Tamagotchis

 
 
Los niños acostumbran a imitar a los adultos, y en eso Lucía no era diferente a los demás, ya que con cinco años se dedicaba a levantar piedras para ver lo que éstas escondían. Y era tanta la ilusión y el empeño en llevar a buen puerto su tarea, que los demás niños del barrio siempre la miraban con disimulo, extrañeza y un poco de temor, mientras que sus mal informados vecinos no alcanzaban a comprender cómo una niña tan pequeña podía ir siempre con tanta mierda en las manos.
Pero gracias a su extraña afición, Lucía podía alardear de ser la única del colegio -y probablemente de todo el pueblo- que había llegado a ser testigo del más formidable de los combates que la naturaleza puede todavía depararnos: el de una lagartija con librea verde contra la escurridiza culebrilla ciega, la más taciturna de las bestias que viven bajo la superficie de la tierra.
En un día tan soleado y frío de invierno lo más probable era que aquella piedra sepultada entre ortigas (como la memoria de Cernuda) sólo escondiera a un ejército de cochinillas y cortapichas, a algún hongo de esos que huelen a nueces, o a una semilla germinada, pálida y perdida en su camino hacia la luz. En vez de eso encontró algo bastante menos común que la tuvo un buen rato cavilando.
Uno era verde, el segundo azul, el tercero era rojo, el cuarto verde, el quinto amarillo, el sexto rosa y el séptimo y último, violeta, y todos estaban muertos. Eran siete tamagotchis alineados uno tras otro siguiendo la dirección del cercano sendero de Olivares, y cuya posición y estado dejaban entrever el respeto con el que una mano amiga los había ido sepultando.
Al principio el padre no entendía lo que le contaba la niña pero, conociendo sus aficiones y su buen gusto por todas las maravillas escondidas bajo piedras, no pudo evitar seguirla para ser testigo -él también- del más grande de los hallazgos que nunca nadie había llevado a cabo en todo el Aljarafe… después del tesoro del Carambolo, claro.  
Al principio supusieron que podía tratarse de los restos del naufragio de alguna expedición nipona, como aquella del embajador Hasekura Tsunenaga que, allá por el siglo XVII, tuvo que ser rescatada por los barcos de los Guzmanes frente a los bosques de Doñana y la Rocina. Luego se inclinaron por pensar que se trataba del mausoleo de Kikuchiyo, Kanbei, Shichiroji, Katsushiro, Heihachi, Kyuzu y Gorobei, los siete maravillosos y valientes samurais que, de la mano de Akira Kurosawa, vencieron a la más malvada de las cuadrillas de bandidos-banqueros especializados en el desahucio de pisos a campesinos y buena gente venida a menos.
Mientras padre e hija seguían imaginando historias improbables de shogunes apóstatas y terribles piratas chinos castigados por el escorbuto, Lucía intuyó la figura de un mirón detrás de los visillos de la ventana de la casa grande. Y puestos a imaginar, imaginó que el observador no podía ser otro que el propietario de aquellas mascotas virtuales ahora convertido, por su mala mano, en piadoso sepulturero.



1 comentario:

  1. el primer párrafo narra fielmente mis primeras andanzas en el arte... y las de mi hijo, dicho sea de paso, por aquello de la astilla...

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