Mi amigo Henry sostenía con
orgullo que podía pasar dos meses sin ducharse y calzando los mismos
calzoncillos. También se quejaba de que siempre había tenido poca suerte con
las mujeres, a lo que Tomás y yo respondíamos que tenía que perseguirlas
con ahínco porque si algún día conseguía atrapar a alguna, ésta se le
quedaría pegada para toda la vida. Mi amigo Henry nos hizo finalmente caso y
cuando conoció a Loulou (que en realidad se llamaba Fanfán) corrió detrás de ella hasta que la pilló.
Hay que puntualizar sin embargo que, como la
chica de Bézier (en realidad era de Lyon) estaba rellenita, el roce de sus muslos durante la carrera
hizo que la temperatura de su entrepierna alcanzara con facilidad el punto de
fusión del estaño. Este raro fenómeno físico determinó que pasados cien metros dejara de oponer
resistencia y abrazara voluntariamente a mi amigo. El caso es que el día que Henry
alcanzó a Loulou ambos quedaron unidos como las cintas de cierre de un velcro®.
Henry siempre se quejó de que Loulou
no se parecía en casi nada a las chicas de los desfiles de Victoria Secret®, de que tenía demasiado carácter y
de que los tres hijos adolescentes que ella aportaba al matrimonio eran unos
tocahuevos sarnosos que le amargaban la vida. Sin embargo, los excesos que Henry había hecho a lo largo de su
mal viajada vida terminaron pasándole factura y entonces Loulou le cuidó con mimo. Con los
años los hijos de Loulou volaron del nido, a Henry le salieron el cariño y las canas y, creo que al final, la pareja
unida como las cintas de Velcro® acabó siendo razonablemente feliz. Bendito sea el amor.
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