Andrés Mascaraque Hinojosa dejó
de chuparse el dedo mucho tiempo después de empezar a afeitarse, y con 17 años seguía
siendo un niño pálido que peinaba rizos y calzaba zapatos de charol. Andrés era,
por decirlo amablemente, el hazmerreir del colegio de la Salud.
El abuelo Mascaraque, un tonelero
retirado natural de Alcalá de los Gazules, hacía culpable a su nuera de amariconarlo
con sus mimos excesivos. Con el cigarro siempre entre los dientes, su mala
leche congénita le hacía perder la razón cada vez que divisaba al zagal cruzando la calle
Ancha camino del colmado. Cuando
eso sucedía, Ginés Fuentes, Fede Camino y Pascual el de la Nava se levantaban
como resortes y abandonaban la partida de dominó, ya que sabían que acto
seguido el viejo se liaría a puntapiés con todo el que pillara por delante.
Eudalda Hinojosa, la nuera, era
una mujer acobardada por las palizas que había recibido de manos de su esposo,
un cabrón que la había dejado preñada y viuda en el curso de la misma
primavera. Eudalda hubiera preferido una niña. Aún así, no podía soportar que
su suegro perdiera el juicio cada vez que aparecía Andresito, e imaginaba respuestas
oportunas y aceradas que, por supuesto, jamás traspasaban el umbral de sus labios.
Federico Camino era, además de pareja de dominó del abuelo Mascaraque, un hombre grande,
con bigote y lengua de carretero, que sonreía descaradamente a las mujeres que
se acercaban por la gasolinera. Oficialmente pretendía a la viuda Mascaraque, y
el pueblo entero estaba convencido de que la media docena de perrunillas que compraba a diario y las horas muertas que pasaba en casa de Eudalda formaban parte
de un delicado galanteo. Aquellos festejos -tan diferente a los que había gastado
siempre el rudo y difunto marido- resultaban, a los ojos de la mujer, tan agradables
como inofensivos. Pero se equivocaba de lleno, porque en realidad aquel hombretón suspiraba
por los rizos de su hijo Andrés.
Teresa la del colmado sabía por
experiencia que Andrés Mascaraque podía parecer rarito, pero que de maricón no
tenía un pelo. También lo sabían Adela la de Ginés, Margarita la de Pascual y la mitad
de las cuarentonas de Peraleda que aprovechaban las partidas vespertinas de
dominó para rifarse al niño del cipote grande.
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