martes, 16 de octubre de 2012

Andresito el de Peraleda

 
Andrés Mascaraque Hinojosa dejó de chuparse el dedo mucho tiempo después de empezar a afeitarse, y con 17 años seguía siendo un niño pálido que peinaba rizos y calzaba zapatos de charol. Andrés era, por decirlo amablemente, el hazmerreir del colegio de la Salud.
El abuelo Mascaraque, un tonelero retirado natural de Alcalá de los Gazules, hacía culpable a su nuera de amariconarlo con sus mimos excesivos. Con el cigarro siempre entre los dientes, su mala leche congénita le hacía perder la razón cada vez que divisaba al zagal cruzando la calle Ancha  camino del colmado. Cuando eso sucedía, Ginés Fuentes, Fede Camino y Pascual el de la Nava se levantaban como resortes y abandonaban la partida de dominó, ya que sabían que acto seguido el viejo se liaría a puntapiés con todo el que pillara por delante.
Eudalda Hinojosa, la nuera, era una mujer acobardada por las palizas que había recibido de manos de su esposo, un cabrón que la había dejado preñada y viuda en el curso de la misma primavera. Eudalda hubiera preferido una niña. Aún así, no podía soportar que su suegro perdiera el juicio cada vez que aparecía Andresito, e imaginaba respuestas oportunas y aceradas que, por supuesto, jamás traspasaban el umbral de sus labios.
Federico Camino era, además de pareja de dominó del abuelo Mascaraque,  un hombre grande, con bigote y lengua de carretero, que sonreía descaradamente a las mujeres que se acercaban por la gasolinera. Oficialmente pretendía a la viuda Mascaraque, y el pueblo entero estaba convencido de que la media docena de perrunillas que compraba a diario y las horas muertas que pasaba en casa de Eudalda formaban parte de un delicado galanteo. Aquellos festejos -tan diferente a los que había gastado siempre el rudo y difunto marido- resultaban, a los ojos de la mujer, tan agradables como inofensivos. Pero se equivocaba de lleno, porque en realidad aquel hombretón suspiraba por los rizos de su hijo Andrés.
Teresa la del colmado sabía por experiencia que Andrés Mascaraque podía parecer rarito, pero que de maricón no tenía un pelo. También lo sabían Adela la de Ginés, Margarita la de Pascual y la mitad de las cuarentonas de Peraleda que aprovechaban las partidas vespertinas de dominó para rifarse al niño del cipote grande.

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