Mis (escasos) lectores deben estar pensando que me he muerto, y en parte no les falta razón, porque durante este impás he estado mas tiempo debajo de tierra que en la superficie. Me he dedicado a horadar con saña mis propias meninges en busca de alguna razón que añadir a mi básica lista de motivos e ilusiones por las que vivir con alegría. Creo que ha sido una búsqueda exenta de prejuicios y en general bastante abstracta, de la que me ha costado sacar conclusiones que puedan contarse en voz alta.
Puedo confiaros sin embargo que en estos meses he tenido a bien dedicarme a otros menesteres que podrían reunirse en tres categorías. En la primera incluiría lo de escribir cosas poco divertidas para ganarme la vida; en la segunda estarían englobadas todas aquellas estratagemas dirigidas a evitar que el mundo me aplastara; y en la tercera, repetir una y otra vez “Oquet ont osoy”, ese mantra crumbiano al que hacía referencia en una de mis últimas historietas escritas antes del parón de otoño.
Ya sé que cualquier manual de superación personal aconseja evitar la autocompasión y la penitencia desmedida, pero si he de serles sincero prefiero cien veces verme obligado a recitar mi lastimero soniquete y flagelarme con un latiguillo imaginario que convertirme poquito a poco en un gilipollas de pro o, peor aún, en un cabrón con pintas. No insistan, así quiero seguir comportándome porque si lo hiciera de otra forma estaría contraviniendo el segundo principio de la termodinámica.
Desde que dejé aparcado al neanderthal decimonónico de la portadilla han pasado muchas cosas de las que apenas me considero culpable. Sin ir más lejos, en estos días ha entrado en erupción un volcán a tres pasos del escenario en el que se desarrollaba mi novelada -pero cierta- historia de los náufragos del Hierro. Y cuando digo tres pasos digo tres pasos; apenas quinientos metros de agua salada que, si los fundamentos de la homeopatía resultaran finalmente ciertos, aún deberían retener en su memoria el hedor a pólvora y cadáver generado en aquellos terroríficos instantes.
El volcán ha mandado pal carajo y de un plumazo a toda la reserva marina de la que vivían unas cuantas familias, ha atraído a no pocos curiosos y ha permitido que el nombre de Ramón Margalef se haya paseado por la cabecera de los periódicos, escrito en la proa de un barco. Y lo ha hecho con más bombo y platillo de lo que este insigne y discreto ecólogo hubiera sospechado y deseado en vida.
Mi nombre ha salido impreso mucho menos que el don Ramón pero, por extraño que pueda parecer a estas alturas de la película, también ha terminado apareciendo. Hace algunas semanas un periodista de un diario canarión me llamó para preguntarme si podía establecer alguna conexión sensata entre el asunto de la erupción y el de los lagartos gigantes. Por la forma misma del planteamiento, la pregunta se parecía más un intento aleatorio de cazar un sujeto sobre el que escribir, que de un interés preocupado y real. A pesar de todo, acabé hablándole del galimatías ese de la elevada probabilidad de que un fenómeno poco probable acabara con una especie amenazada (o con los planes de jubilación de una portera), invoqué de forma imprudente la ley de Murphy e incluso hice referencia al simpático símil de repartir los huevos en varios cestos. Un par de días después apareció publicado un artículo en el que el periodista ponía en mi boca sólo lo que le convino. Pero eso ya ni me extraña, ni me ofende: forma parte del guión.
El caso es que, para mi sorpresa -agradable sorpresa-, el presidente del cabildo de la isla del Meridiano hizo suyas mis anotaciones en el mismo artículo, en el que proponía que unos cuantos bichos salieran con destino a instituciones de prestigio para de esta manera hacer menos probable que la especie se extinguiera. Y digo sorpresa porque llevo algo así como quince años escribiéndolo por las paredes y gritándoselo a todo el que tiene orejas, sin que nadie de los de firma y cuño haya hecho ni puto caso … hasta ahora. Hay que celebrarlo, aunque sólo haya sido un farol.
Sin duda creo haber tenido poca culpa en lo de la erupción herreña, pero tengo que confesar que durante una décima de segundo mi ego deseó que mi cuento/reflexión acerca de los monstruos creados por el miedo hubiera sido la llave que abrió la caja de Pandora y la fragua de Vulcano, y que por una carambola del destino la profusión de lava fuera finalmente a beneficiar a los que más lo necesitaban. Durante ese exiguo lapso llegué a sentirme casi un héroe con capa.
Pero el subidón me duró muy poco. Ese mismo día, los que se suponen que más saben de todo este lío de los volcanes se encargaron de publicar una nota aclaratoria en la que, contraviniendo mi deseo, sugerían que la erupción de la Restinga debía explicarse sólo mediante modelos de nombres molones, tales como la teoría de punto caliente o la de una tal pluma térmica. Una pena, porque yo hubiera preferido que el culpable hubiese sido el Destino en persona, liderado por mi ego disfrazado de Capitán América.
Después de todo eso, recé una vez mi mantra y seguí con mi intensa labor minera. Prometo que lo próximo que escriba sea algo más entretenido.
Puedo confiaros sin embargo que en estos meses he tenido a bien dedicarme a otros menesteres que podrían reunirse en tres categorías. En la primera incluiría lo de escribir cosas poco divertidas para ganarme la vida; en la segunda estarían englobadas todas aquellas estratagemas dirigidas a evitar que el mundo me aplastara; y en la tercera, repetir una y otra vez “Oquet ont osoy”, ese mantra crumbiano al que hacía referencia en una de mis últimas historietas escritas antes del parón de otoño.
Ya sé que cualquier manual de superación personal aconseja evitar la autocompasión y la penitencia desmedida, pero si he de serles sincero prefiero cien veces verme obligado a recitar mi lastimero soniquete y flagelarme con un latiguillo imaginario que convertirme poquito a poco en un gilipollas de pro o, peor aún, en un cabrón con pintas. No insistan, así quiero seguir comportándome porque si lo hiciera de otra forma estaría contraviniendo el segundo principio de la termodinámica.
Desde que dejé aparcado al neanderthal decimonónico de la portadilla han pasado muchas cosas de las que apenas me considero culpable. Sin ir más lejos, en estos días ha entrado en erupción un volcán a tres pasos del escenario en el que se desarrollaba mi novelada -pero cierta- historia de los náufragos del Hierro. Y cuando digo tres pasos digo tres pasos; apenas quinientos metros de agua salada que, si los fundamentos de la homeopatía resultaran finalmente ciertos, aún deberían retener en su memoria el hedor a pólvora y cadáver generado en aquellos terroríficos instantes.
El volcán ha mandado pal carajo y de un plumazo a toda la reserva marina de la que vivían unas cuantas familias, ha atraído a no pocos curiosos y ha permitido que el nombre de Ramón Margalef se haya paseado por la cabecera de los periódicos, escrito en la proa de un barco. Y lo ha hecho con más bombo y platillo de lo que este insigne y discreto ecólogo hubiera sospechado y deseado en vida.
Mi nombre ha salido impreso mucho menos que el don Ramón pero, por extraño que pueda parecer a estas alturas de la película, también ha terminado apareciendo. Hace algunas semanas un periodista de un diario canarión me llamó para preguntarme si podía establecer alguna conexión sensata entre el asunto de la erupción y el de los lagartos gigantes. Por la forma misma del planteamiento, la pregunta se parecía más un intento aleatorio de cazar un sujeto sobre el que escribir, que de un interés preocupado y real. A pesar de todo, acabé hablándole del galimatías ese de la elevada probabilidad de que un fenómeno poco probable acabara con una especie amenazada (o con los planes de jubilación de una portera), invoqué de forma imprudente la ley de Murphy e incluso hice referencia al simpático símil de repartir los huevos en varios cestos. Un par de días después apareció publicado un artículo en el que el periodista ponía en mi boca sólo lo que le convino. Pero eso ya ni me extraña, ni me ofende: forma parte del guión.
El caso es que, para mi sorpresa -agradable sorpresa-, el presidente del cabildo de la isla del Meridiano hizo suyas mis anotaciones en el mismo artículo, en el que proponía que unos cuantos bichos salieran con destino a instituciones de prestigio para de esta manera hacer menos probable que la especie se extinguiera. Y digo sorpresa porque llevo algo así como quince años escribiéndolo por las paredes y gritándoselo a todo el que tiene orejas, sin que nadie de los de firma y cuño haya hecho ni puto caso … hasta ahora. Hay que celebrarlo, aunque sólo haya sido un farol.
Sin duda creo haber tenido poca culpa en lo de la erupción herreña, pero tengo que confesar que durante una décima de segundo mi ego deseó que mi cuento/reflexión acerca de los monstruos creados por el miedo hubiera sido la llave que abrió la caja de Pandora y la fragua de Vulcano, y que por una carambola del destino la profusión de lava fuera finalmente a beneficiar a los que más lo necesitaban. Durante ese exiguo lapso llegué a sentirme casi un héroe con capa.
Pero el subidón me duró muy poco. Ese mismo día, los que se suponen que más saben de todo este lío de los volcanes se encargaron de publicar una nota aclaratoria en la que, contraviniendo mi deseo, sugerían que la erupción de la Restinga debía explicarse sólo mediante modelos de nombres molones, tales como la teoría de punto caliente o la de una tal pluma térmica. Una pena, porque yo hubiera preferido que el culpable hubiese sido el Destino en persona, liderado por mi ego disfrazado de Capitán América.
Después de todo eso, recé una vez mi mantra y seguí con mi intensa labor minera. Prometo que lo próximo que escriba sea algo más entretenido.
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