We are the music makers, and we are the dreamers of dreams, wandering by lone sea- breakers, and sitting by desolate streams;—world-losers and world-forsakers, on whom the pale moon gleams: yet we are the movers and shakers of the world for ever, it seems.
I. El joven William Stanger venía de acabar sus estudios de cirugía en la universidad de Edimburgo y sentía que finalmente había logrado cruzar la árida estepa que separa al mugriento granjero de Lincolnshire del apuesto caballero de Chelsea. En el camino había perdido la voz de niño y ahora usaba un bigote moderno y un ademán principesco. Su madre era por eso la personificación del orgullo.
Su estancia en Escocia había estado cuajada de privaciones y sacrificios: seis años despertándose con el cansancio amasado durante horas de estudio en soledad, de interminables disecciones a la luz del gas de hulla y de un empleo con el que conseguía completar la triste suma que su padre y su abuelo materno le enviaban cada mes. Su otra ocupación en una imprenta de los arrabales de Leith le había permitido, además de no pasar demasiada hambre, conocer a algunos de los personajes más estrafalarios de la ciudad de las chimeneas humeantes. John Grills era, con diferencia, el más persuasivo de todos.
Aclamado en todas las tabernas y prostíbulos del puerto, Grills conseguía, con sus ideales masónicos y su poco discreto encanto revolucionario, encender el alma de Stanger. Cada tarde, sin falta y siempre con dos pintas en el estómago, aparecía por los talleres de Salamander Street, y su boca se transformaba en fuente de la que brotaban abrumadoras sentencias contra la explotación del hombre por el hombre y contra cualquier forma de esclavitud. El señor Ramsay, un hombre grueso eternamente tiznado, nunca impedía que el joven acabara sus alegatos, y sólo cuando los operarios empezaban a lanzar vítores y aplausos, la función se consideraba acabada. Entonces Grills lanzaba su sombrero al aire y bajaba de un salto de la mesa de tipos.
Al padre de John, un adinerado abogado de Chapel street, le preocupaba que su hijo mayor acabara convertido en el hazmerreir de Edimburgo o, peor aún, en un alcohólico sin oficio. Por eso, y según la costumbre de la época, decidió embarcar a su hijo en un viaje por las colonias que le hiciera reaccionar y recuperar el seso. La amenaza de perder su herencia zanjó muy pronto las dudas del hijo descarriado que, sin embargo, puso una condición: no llevar a cabo su penitencia en soledad.
Diez días antes de partir hacia Nueva Gales del Sur, Grills entró en la imprenta de Ramsay y encontró a William Stanger celebrando su recién estrenada licenciatura con sus -hasta entonces- compañeros de faena. Ese día no hubo proclamas ni se lanzaron panfletos pero, entre pinta y pinta, John convenció a William para que le acompañara en su periplo.
El 27 de julio de 1838 Stanger y Grills embarcaron con destino a Sidney, y durante un año y tres meses exploraron Queensland, Tasmania y Nueva Zelanda, recogiendo toda clase de rocas encontradas a su paso y satisfaciendo de esa manera las curiosas ocurrencias del que pagaba el viaje. Pero si durante el día recolectaban piedras, por las tardes los dos amigos dedicaban todos sus pensamientos a urdir planes para hacer del mundo un planeta mejor. Cuando a finales de 1839 atracaron en el puerto de Liverpool, John y Williams ya tenían muy claro cuáles iban a ser sus objetivos vitales: hacer que la esclavitud desapareciera de la faz de la Tierra.
Poco antes, la British and Foreign Anti-Slavery Society, la fundación con la que los dos amigos querían tocar las estrellas, había conseguido por fin que la Corona aboliera oficialmente esa indigna lacra, y, aunque en el fondo la razón para dar ese paso había sido más práctica que ideológica, los abolicionistas se habían convertido en los hombres del momento.
Convencido de sus creencias, Grills se enfrascaría en los aspectos legales de la sociedad abolicionista y acabaría convirtiéndose en el hombre de provecho que su padre siempre había deseado, pasando con naturalidad de la cerveza al brandy, y del lupanar al club de caballeros. Poco después tomó con fuerza las riendas del bufete y jubiló a su progenitor. Nunca abandonó la Anti-Slavery, pero sus posturas se hicieron pragmáticas y nunca más se alejaría de Chapel street. Por el contrario, Stanger -que en el sentido más amplio de la expresión siempre había sido un hombre de campo- quedó embrujado por aquel viaje a las antípodas. Por eso renunció definitivamente a los emplastos y a la cirugía, y decidió redirigir su carrera hacía la geología y la geografía.
II. Durante algún tiempo se dedicó a buscar nuevos proyectos que lo transportaran a lugares remotos, y pronto encontró benefactores que le propusieron evangelizar y civilizar nativos africanos, como un paso previo e indispensable para establecer relaciones comerciales legítimas con ellos y hacer que la trata de esclavos acabara por extinguirse. Y así fue cómo el impulsivo William llegó a convertirse en geólogo oficial de la African Colonization Expedition, que pretendía recorrer el río Níger desde su desembocadura hasta las marismas situadas al oeste de Timbuctú.
En 1840 el continente negro se había convertido en un hervidero en el que las potencias empezaban a plantearse la necesidad de pasar de un imperialismo informal al reparto en toda regla de grandes territorios. Por eso, el gobierno británico y la Corona se unirían con entusiasmo a la ingenua cruzada organizada por los abolicionistas, dotándola de tres barcos de vapor nuevos y armados con el más moderno equipamiento científico y militar. La misión de las embarcaciones y su tripulación consistía en garantizar el éxito de la expedición y... establecer de paso un protectorado británico en todos los territorios explorados medio siglo antes por el escocés Mungo Park.
El 13 de mayo de 1841 el Albert, el Wilberforce y el Soudan partieron de la bahía de Plymouth tripulados por ciento cincuenta británicos -entre los que se encontraba un emocionadísimo Stanger-, los príncipes Nkwantabisa y Owusu Ansa y dos docenas de cortesanos ghaneses. Las tormentas y el escaso calado de barcos preparados para navegar por aguas someras hicieron que el viaje hasta Madeira fuera tan movido y desagradable que el mal de mar tuvo postrados a todos los africanos y al propio Stanger, sin que apenas pudieran probar bocado. Afortunadamente, una avería en las calderas del Soudan, que les retuvo dos semanas en Mindelo, y el tranquilo cabotaje por los canales de Bijagos, Guinea y Sierra Leona, permitieron que los expedicionarios llegaran en relativa buena forma a Freetown, la orgullosa capital de los abolicionistas. Allí se unió a la expedición un centenar de africanos, entre los se encontraban algunos nobles mandingas, y varios guías e intérpretes yorubas, hausas y songhais. Los organizadores habían tratado de crear así una atmósfera de confianza igualando en número a negros y blancos, de tal manera que el ambiente de distensión propiciara la firma de tratados con reyezuelos de una y otra orilla del río Níger.
En cada una de las escalas que el barco llevaba a cabo, Stanger atendía sus obligaciones como geólogo y naturalista de la expedición, dedicando las travesías a herborizar, preparar ejemplares y etiquetar rocas. Pero a pesar de sus sólidos principios anti-esclavistas, la convivencia con los africanos se había ido enfriando progresivamente, y cuando los tres vapores cambiaron las azules y saladas aguas del Atlántico por el fango del río, el contacto entre el científico y los africanos se reducía ya a las clases de Yoruba que impartía uno de los que se habían incorporado en Freetown. Negros y blancos se ignoraban, y los primeros se habían ordenado por etnias y castas, de la misma manera que los británicos se reunían por rangos y cometidos.
Aclamado en todas las tabernas y prostíbulos del puerto, Grills conseguía, con sus ideales masónicos y su poco discreto encanto revolucionario, encender el alma de Stanger. Cada tarde, sin falta y siempre con dos pintas en el estómago, aparecía por los talleres de Salamander Street, y su boca se transformaba en fuente de la que brotaban abrumadoras sentencias contra la explotación del hombre por el hombre y contra cualquier forma de esclavitud. El señor Ramsay, un hombre grueso eternamente tiznado, nunca impedía que el joven acabara sus alegatos, y sólo cuando los operarios empezaban a lanzar vítores y aplausos, la función se consideraba acabada. Entonces Grills lanzaba su sombrero al aire y bajaba de un salto de la mesa de tipos.
Al padre de John, un adinerado abogado de Chapel street, le preocupaba que su hijo mayor acabara convertido en el hazmerreir de Edimburgo o, peor aún, en un alcohólico sin oficio. Por eso, y según la costumbre de la época, decidió embarcar a su hijo en un viaje por las colonias que le hiciera reaccionar y recuperar el seso. La amenaza de perder su herencia zanjó muy pronto las dudas del hijo descarriado que, sin embargo, puso una condición: no llevar a cabo su penitencia en soledad.
Diez días antes de partir hacia Nueva Gales del Sur, Grills entró en la imprenta de Ramsay y encontró a William Stanger celebrando su recién estrenada licenciatura con sus -hasta entonces- compañeros de faena. Ese día no hubo proclamas ni se lanzaron panfletos pero, entre pinta y pinta, John convenció a William para que le acompañara en su periplo.
El 27 de julio de 1838 Stanger y Grills embarcaron con destino a Sidney, y durante un año y tres meses exploraron Queensland, Tasmania y Nueva Zelanda, recogiendo toda clase de rocas encontradas a su paso y satisfaciendo de esa manera las curiosas ocurrencias del que pagaba el viaje. Pero si durante el día recolectaban piedras, por las tardes los dos amigos dedicaban todos sus pensamientos a urdir planes para hacer del mundo un planeta mejor. Cuando a finales de 1839 atracaron en el puerto de Liverpool, John y Williams ya tenían muy claro cuáles iban a ser sus objetivos vitales: hacer que la esclavitud desapareciera de la faz de la Tierra.
Poco antes, la British and Foreign Anti-Slavery Society, la fundación con la que los dos amigos querían tocar las estrellas, había conseguido por fin que la Corona aboliera oficialmente esa indigna lacra, y, aunque en el fondo la razón para dar ese paso había sido más práctica que ideológica, los abolicionistas se habían convertido en los hombres del momento.
Convencido de sus creencias, Grills se enfrascaría en los aspectos legales de la sociedad abolicionista y acabaría convirtiéndose en el hombre de provecho que su padre siempre había deseado, pasando con naturalidad de la cerveza al brandy, y del lupanar al club de caballeros. Poco después tomó con fuerza las riendas del bufete y jubiló a su progenitor. Nunca abandonó la Anti-Slavery, pero sus posturas se hicieron pragmáticas y nunca más se alejaría de Chapel street. Por el contrario, Stanger -que en el sentido más amplio de la expresión siempre había sido un hombre de campo- quedó embrujado por aquel viaje a las antípodas. Por eso renunció definitivamente a los emplastos y a la cirugía, y decidió redirigir su carrera hacía la geología y la geografía.
II. Durante algún tiempo se dedicó a buscar nuevos proyectos que lo transportaran a lugares remotos, y pronto encontró benefactores que le propusieron evangelizar y civilizar nativos africanos, como un paso previo e indispensable para establecer relaciones comerciales legítimas con ellos y hacer que la trata de esclavos acabara por extinguirse. Y así fue cómo el impulsivo William llegó a convertirse en geólogo oficial de la African Colonization Expedition, que pretendía recorrer el río Níger desde su desembocadura hasta las marismas situadas al oeste de Timbuctú.
En 1840 el continente negro se había convertido en un hervidero en el que las potencias empezaban a plantearse la necesidad de pasar de un imperialismo informal al reparto en toda regla de grandes territorios. Por eso, el gobierno británico y la Corona se unirían con entusiasmo a la ingenua cruzada organizada por los abolicionistas, dotándola de tres barcos de vapor nuevos y armados con el más moderno equipamiento científico y militar. La misión de las embarcaciones y su tripulación consistía en garantizar el éxito de la expedición y... establecer de paso un protectorado británico en todos los territorios explorados medio siglo antes por el escocés Mungo Park.
El 13 de mayo de 1841 el Albert, el Wilberforce y el Soudan partieron de la bahía de Plymouth tripulados por ciento cincuenta británicos -entre los que se encontraba un emocionadísimo Stanger-, los príncipes Nkwantabisa y Owusu Ansa y dos docenas de cortesanos ghaneses. Las tormentas y el escaso calado de barcos preparados para navegar por aguas someras hicieron que el viaje hasta Madeira fuera tan movido y desagradable que el mal de mar tuvo postrados a todos los africanos y al propio Stanger, sin que apenas pudieran probar bocado. Afortunadamente, una avería en las calderas del Soudan, que les retuvo dos semanas en Mindelo, y el tranquilo cabotaje por los canales de Bijagos, Guinea y Sierra Leona, permitieron que los expedicionarios llegaran en relativa buena forma a Freetown, la orgullosa capital de los abolicionistas. Allí se unió a la expedición un centenar de africanos, entre los se encontraban algunos nobles mandingas, y varios guías e intérpretes yorubas, hausas y songhais. Los organizadores habían tratado de crear así una atmósfera de confianza igualando en número a negros y blancos, de tal manera que el ambiente de distensión propiciara la firma de tratados con reyezuelos de una y otra orilla del río Níger.
En cada una de las escalas que el barco llevaba a cabo, Stanger atendía sus obligaciones como geólogo y naturalista de la expedición, dedicando las travesías a herborizar, preparar ejemplares y etiquetar rocas. Pero a pesar de sus sólidos principios anti-esclavistas, la convivencia con los africanos se había ido enfriando progresivamente, y cuando los tres vapores cambiaron las azules y saladas aguas del Atlántico por el fango del río, el contacto entre el científico y los africanos se reducía ya a las clases de Yoruba que impartía uno de los que se habían incorporado en Freetown. Negros y blancos se ignoraban, y los primeros se habían ordenado por etnias y castas, de la misma manera que los británicos se reunían por rangos y cometidos.
William tampoco se llevaba bien con el doctor Theodor Vögel, el estirado naturalista alemán que lo miraba por encima del hombro y lo consideraba un tipo caótico y haragán. Vögel había llegado a la expedición de la mano de Henry Dundas Trotter, el capitán del Albert y jefe de la cruzada, y estableció normas duras y una disciplina prusiana que los ingleses del barco consideraban desproporcionadas y contraproducentes. Nada le agradaba y siempre lo hacía ver con modales autoritarios, por lo que cuando empezó a presentar los primeros síntomas de la disentería, todos los expedicionarios -sin diferencias de raza, rango o empleo- se alegraron.
El de Lincolnshire había encontrado en James McWilliam, cirujano jefe del Albert y al que ya conocía desde su etapa de tipógrafo, la mano paternal y amiga que todavía necesitaba. McWilliams lo había protegido del ogro alemán y Stanger a cambio le asistía en la enfermería. El quid pro quo inicial se convirtió pronto en una amistad que duraría toda la vida y que creció en los duros momentos que pronto conocerían.
A principios de agosto, los tres barcos tomaron el brazo occidental del Níger y se dirigieron a la localidad de Onitsha, la ciudad de etnia Igbo a partir de la cual el río se rompía en el laberinto de canales del delta, y desde donde se controlaba cualquier salida al mar de los negreros. La diplomacia y una velada exhibición del poderío militar convencieron a Ossai, el orondo rey de Aboh. Ossai cerró su mercado de esclavos, pasó por la pila bautismal y se puso bajo la protección de la Corona Británica. A cambio recibiría los cañones que le permitirían convertirse en el guardián del río y en recaudador de un peaje sobre cualquier mercancía que pretendiera alcanzar el golfo de Guinea. Cerrado el trato, los expedicionarios siguieron subiendo río arriba firmando acuerdos, convirtiendo paganos y clausurando uno tras otro los barracones en los que se hacinaba la mercancía humana lista para ser enviada hacia América. Cuando llegaron a Lokoja, allí donde el Níger confluye con el imprevisible Benué, la disentería ya había matado a varios oficiales y marineros, y mantenía postrados a una docena más de blancos. Los negros, por el contrario, apenas sufrían los embates de la epidemia.
Las negociaciones con el rey de Koji se prolongaron varios días, al final de los cuales decidieron comprarle terrenos para erigir la granja modelo prevista por los abolicionistas y financiada por el gobierno liberal de Lamb. La hacienda de Lokoja pretendía ser el punto desde el que se transmitirían nuevas tecnologías agropecuarias a la población nativa y un aliciente que hiciera olvidar a los mandatarios locales el dinero fácil conseguido mediante las razzias y el contrabando de esclavos.
Estaba previsto que la construcción de la granja corriera a cargo de la tripulación, pero más de la mitad de los británicos sufría ya fiebres y fuertes diarreas y los muertos ascendían ya a quince. McWilliams, Stanger, Vögel, los demás sanitarios de la expedición y cinco marinos reconvertidos en enfermeros no daban abasto en el improvisado hospital de campaña. Sólo el capitán Trotter, dos ingenieros y algunos marineros supervisaban y trabajaban en las obras, y la mayor parte del trabajo recayó entonces sobre los hombros de los africanos.
En un intento enloquecido de completar el programa establecido, a principios de noviembre el capitán Trotter decidió avanzar río arriba con la intención de alcanzar Gao, la mítica capital del imperio Songhai. Sin embargo, su patético esfuerzo apenas le permitió avanzar ochenta millas, y cuando se encontraban frente a la aldea de Eggan, él mismo y todos sus oficiales eran ya presa de la fiebre y del delirio, dejando al Albert casi indefenso.
A pocos cientos de metros, los tambores resonaban en la oscuridad señalando la debilidad de la tripulación e invitando al asalto del barco, y ocho británicos y 35 africanos se vieron de pronto en el difícil trance de tomar decisiones para las que no habían sido preparados. Fue entonces cuando apareció de la nada el genio contenido de Stanger que, sin pensarlo demasiado, hizo traer en parihuelas al maltrecho artillero para que le indicara cómo se armaba una de las piezas de estribor. Conseguido su objetivo, apuntó a las hogueras más luminosas de la orilla y disparó una descarga que dio de lleno en el objetivo. El aire de la noche se llenó de pronto de olor a pólvora y los tambores callaron, dejando oír con claridad el rugido de las calderas y el batir de los cigüeñales. Pistola en mano, la silueta de Stanger reflejada en el Níger era la antítesis de aquel tipógrafo abolicionista que trabajó en la imprenta del señor Ramsay.
Para cuando el Albert llegó al embarcadero de la granja modelo, la disentería había dejado ya 35 muertos. Los nativos de la región de Koji también se habían percatado del agotamiento extremo en el que se encontraba la misión y empezaron a correr rumores de levantamientos. McWilliams y Stanger, los únicos blancos con capacidad de decisión, estuvieron por eso de acuerdo en salir lo antes posible de aquel infierno.
El 7 de diciembre de 1841, el mismo día en el que expiró el odioso Vögel, el Albert partió hacia el sur, dejando la granja de Lokoja, el Wilberforce y el Soudan al mando de dos príncipes ghaneses apoyados por cuatro marineros de Liverpool, 135 africanos de diferentes etnias y un tratado de dudoso valor con un reyezuelo poco fiable.
Cuando por fin fondeó en la bahía de Port Clarence, en la isla de Fernando Poo, el barco se había convertido ya en un infecto depósito de enfermos gobernado por un febril William Stanger. Atrás habían quedado sesenta cadáveres enterrados junto al Níger o hundidos en el Atlántico, convirtiendo en una pesadilla una expedición que Howard Temperley se encargaría de etiquetar como un sueño blanco en África Negra.
III. En Londres, Stanger y el resto de los supervivientes serían aclamados como auténticos líderes abolicionistas y como héroes del Imperio, e incluso el glorioso Dickens llegó a dedicarles unas glosas. Y en parte no les faltaba razón ya que, a pesar del estrepitoso fracaso de la African Colonization Expedition, su enorme valor mediático y ejemplarizante acabó por convertirla en el catalizador de las nuevas empresas que finalmente aceleraron la división y reparto colonial del continente africano.
Agotado y mermado por la fiebre, un envejecido William Stanger aceptó entonces la oferta de John Grills y pasó varios meses en su casa de campo de Longniddry. Allí supo por los periódicos que la expedición de rescate que el gobierno envió un año más tarde a Lokoja se había encontrado una situación caótica. Los titulares añadían que pocos días después de la partida del Albert, la granja modelo se había convertido en el objeto de una guerra entre clanes locales y colonos, en la que los prisioneros eran obligados a trabajar en las plantaciones contra su voluntad. La granja sería cerrada y los colonos repatriados, haciendo aún más grande la decepción de Stanger.
Los meses pasados en casa de los Grills permitieron a William recuperar el gusto por la conversación y la polémica junto a su amigo John, recobrar parte de su salud perdida, poner orden a todo el material científico acumulado, buscar nuevas empresas que le llevaran lejos de Gran Bretaña y encontrar una mujer intrépida que estuviera dispuesta a acompañarle.
En septiembre de 1842 William desposó a Sarah Hurtshouse, y sólo seis meses más tarde aceptó un empleo de topógrafo en la empresa encargada del trazado y construcción de la carretera que debía unir Grahamstown con Ciudad del Cabo. A su llegada a la colonia todo el mundo conocía ya sus hazañas en el río Níger, y a nadie le extrañó por eso que sólo dos semanas después de la mudanza los Stanger fueran recibidos por sir John Montagu, representante de la Corona y Secretario Colonial en el Cabo. Pronto la relación entre el ahora topógrafo y el gobernador llegó a hacerse tan estrecha que Montagu hizo de Stanger un valioso consultor en los temas relacionados con el territorio.
La anexión británica en 1843 de la efímera república boer de Natal, y la renuncia de Douglas Bell -el primer inspector general de la nueva colonia- precipitó el rápido ascenso de Stanger en el sur de África. A su elección para un cargo importante en una región mal cartografiada que venía de sufrir fortísimos movimientos migratorios contribuyeron firmemente sus conocimientos topográficos y su demostrada diligencia. Stanger se convertiría así en el agrimensor necesario que debía solucionar los graves desajustes territoriales existentes en la región. Montagu exigió de Stanger toda la premura posible, y este respondió rodeándose de una red de inspectores que debía de trabajar a dos escalas. Una, muy rápida y basada en encuestas llevadas a cabo alrededor de las poblaciones más importantes y otra, más lenta y elaborada, que debía dar lugar a un catastro basado en la triangulación de todo el territorio.
El de Lincolnshire había encontrado en James McWilliam, cirujano jefe del Albert y al que ya conocía desde su etapa de tipógrafo, la mano paternal y amiga que todavía necesitaba. McWilliams lo había protegido del ogro alemán y Stanger a cambio le asistía en la enfermería. El quid pro quo inicial se convirtió pronto en una amistad que duraría toda la vida y que creció en los duros momentos que pronto conocerían.
A principios de agosto, los tres barcos tomaron el brazo occidental del Níger y se dirigieron a la localidad de Onitsha, la ciudad de etnia Igbo a partir de la cual el río se rompía en el laberinto de canales del delta, y desde donde se controlaba cualquier salida al mar de los negreros. La diplomacia y una velada exhibición del poderío militar convencieron a Ossai, el orondo rey de Aboh. Ossai cerró su mercado de esclavos, pasó por la pila bautismal y se puso bajo la protección de la Corona Británica. A cambio recibiría los cañones que le permitirían convertirse en el guardián del río y en recaudador de un peaje sobre cualquier mercancía que pretendiera alcanzar el golfo de Guinea. Cerrado el trato, los expedicionarios siguieron subiendo río arriba firmando acuerdos, convirtiendo paganos y clausurando uno tras otro los barracones en los que se hacinaba la mercancía humana lista para ser enviada hacia América. Cuando llegaron a Lokoja, allí donde el Níger confluye con el imprevisible Benué, la disentería ya había matado a varios oficiales y marineros, y mantenía postrados a una docena más de blancos. Los negros, por el contrario, apenas sufrían los embates de la epidemia.
Las negociaciones con el rey de Koji se prolongaron varios días, al final de los cuales decidieron comprarle terrenos para erigir la granja modelo prevista por los abolicionistas y financiada por el gobierno liberal de Lamb. La hacienda de Lokoja pretendía ser el punto desde el que se transmitirían nuevas tecnologías agropecuarias a la población nativa y un aliciente que hiciera olvidar a los mandatarios locales el dinero fácil conseguido mediante las razzias y el contrabando de esclavos.
Estaba previsto que la construcción de la granja corriera a cargo de la tripulación, pero más de la mitad de los británicos sufría ya fiebres y fuertes diarreas y los muertos ascendían ya a quince. McWilliams, Stanger, Vögel, los demás sanitarios de la expedición y cinco marinos reconvertidos en enfermeros no daban abasto en el improvisado hospital de campaña. Sólo el capitán Trotter, dos ingenieros y algunos marineros supervisaban y trabajaban en las obras, y la mayor parte del trabajo recayó entonces sobre los hombros de los africanos.
En un intento enloquecido de completar el programa establecido, a principios de noviembre el capitán Trotter decidió avanzar río arriba con la intención de alcanzar Gao, la mítica capital del imperio Songhai. Sin embargo, su patético esfuerzo apenas le permitió avanzar ochenta millas, y cuando se encontraban frente a la aldea de Eggan, él mismo y todos sus oficiales eran ya presa de la fiebre y del delirio, dejando al Albert casi indefenso.
A pocos cientos de metros, los tambores resonaban en la oscuridad señalando la debilidad de la tripulación e invitando al asalto del barco, y ocho británicos y 35 africanos se vieron de pronto en el difícil trance de tomar decisiones para las que no habían sido preparados. Fue entonces cuando apareció de la nada el genio contenido de Stanger que, sin pensarlo demasiado, hizo traer en parihuelas al maltrecho artillero para que le indicara cómo se armaba una de las piezas de estribor. Conseguido su objetivo, apuntó a las hogueras más luminosas de la orilla y disparó una descarga que dio de lleno en el objetivo. El aire de la noche se llenó de pronto de olor a pólvora y los tambores callaron, dejando oír con claridad el rugido de las calderas y el batir de los cigüeñales. Pistola en mano, la silueta de Stanger reflejada en el Níger era la antítesis de aquel tipógrafo abolicionista que trabajó en la imprenta del señor Ramsay.
Para cuando el Albert llegó al embarcadero de la granja modelo, la disentería había dejado ya 35 muertos. Los nativos de la región de Koji también se habían percatado del agotamiento extremo en el que se encontraba la misión y empezaron a correr rumores de levantamientos. McWilliams y Stanger, los únicos blancos con capacidad de decisión, estuvieron por eso de acuerdo en salir lo antes posible de aquel infierno.
El 7 de diciembre de 1841, el mismo día en el que expiró el odioso Vögel, el Albert partió hacia el sur, dejando la granja de Lokoja, el Wilberforce y el Soudan al mando de dos príncipes ghaneses apoyados por cuatro marineros de Liverpool, 135 africanos de diferentes etnias y un tratado de dudoso valor con un reyezuelo poco fiable.
Cuando por fin fondeó en la bahía de Port Clarence, en la isla de Fernando Poo, el barco se había convertido ya en un infecto depósito de enfermos gobernado por un febril William Stanger. Atrás habían quedado sesenta cadáveres enterrados junto al Níger o hundidos en el Atlántico, convirtiendo en una pesadilla una expedición que Howard Temperley se encargaría de etiquetar como un sueño blanco en África Negra.
III. En Londres, Stanger y el resto de los supervivientes serían aclamados como auténticos líderes abolicionistas y como héroes del Imperio, e incluso el glorioso Dickens llegó a dedicarles unas glosas. Y en parte no les faltaba razón ya que, a pesar del estrepitoso fracaso de la African Colonization Expedition, su enorme valor mediático y ejemplarizante acabó por convertirla en el catalizador de las nuevas empresas que finalmente aceleraron la división y reparto colonial del continente africano.
Agotado y mermado por la fiebre, un envejecido William Stanger aceptó entonces la oferta de John Grills y pasó varios meses en su casa de campo de Longniddry. Allí supo por los periódicos que la expedición de rescate que el gobierno envió un año más tarde a Lokoja se había encontrado una situación caótica. Los titulares añadían que pocos días después de la partida del Albert, la granja modelo se había convertido en el objeto de una guerra entre clanes locales y colonos, en la que los prisioneros eran obligados a trabajar en las plantaciones contra su voluntad. La granja sería cerrada y los colonos repatriados, haciendo aún más grande la decepción de Stanger.
Los meses pasados en casa de los Grills permitieron a William recuperar el gusto por la conversación y la polémica junto a su amigo John, recobrar parte de su salud perdida, poner orden a todo el material científico acumulado, buscar nuevas empresas que le llevaran lejos de Gran Bretaña y encontrar una mujer intrépida que estuviera dispuesta a acompañarle.
En septiembre de 1842 William desposó a Sarah Hurtshouse, y sólo seis meses más tarde aceptó un empleo de topógrafo en la empresa encargada del trazado y construcción de la carretera que debía unir Grahamstown con Ciudad del Cabo. A su llegada a la colonia todo el mundo conocía ya sus hazañas en el río Níger, y a nadie le extrañó por eso que sólo dos semanas después de la mudanza los Stanger fueran recibidos por sir John Montagu, representante de la Corona y Secretario Colonial en el Cabo. Pronto la relación entre el ahora topógrafo y el gobernador llegó a hacerse tan estrecha que Montagu hizo de Stanger un valioso consultor en los temas relacionados con el territorio.
La anexión británica en 1843 de la efímera república boer de Natal, y la renuncia de Douglas Bell -el primer inspector general de la nueva colonia- precipitó el rápido ascenso de Stanger en el sur de África. A su elección para un cargo importante en una región mal cartografiada que venía de sufrir fortísimos movimientos migratorios contribuyeron firmemente sus conocimientos topográficos y su demostrada diligencia. Stanger se convertiría así en el agrimensor necesario que debía solucionar los graves desajustes territoriales existentes en la región. Montagu exigió de Stanger toda la premura posible, y este respondió rodeándose de una red de inspectores que debía de trabajar a dos escalas. Una, muy rápida y basada en encuestas llevadas a cabo alrededor de las poblaciones más importantes y otra, más lenta y elaborada, que debía dar lugar a un catastro basado en la triangulación de todo el territorio.
Serían años de trabajo intenso durante los que Stanger recorrió toda la región de Natal y que dieron lugar a dos mapas publicados en 1848 y 1850. El producto de su labor resultó ser mucho más preciso de lo esperado, a pesar de lo cual nunca dejó de recibir quejas de unos y de otros. Los zulús reivindicaban los territorios conquistados cincuenta años atrás a otras tribus durante el Mfecane, los afrikaners -considerados súbditos díscolos por la nueva autoridad- no tenían ninguna intención de ceder ni un palmo del terreno ganado a los zulús después de la batalla del Río Sangriento, los nuevos colonos británicos exigían a su gobierno mano dura con los boers y, para acabar de complicar aún más las cosas, algunas tribus previamente desplazadas por los zulús, pretendían establecerse de nuevo en sus antiguos territorios.
Durante los años que siguieron, Stanger capeó un temporal tras otro, olvidando en ocasiones los principios cristianos y anti-esclavistas que le habían llevado a ser el que era. En 1852, y mientras intentaba resolver el problema que le planteaba el desplazamiento de un grupo de basutos del norte a la región central de Natal, se le ocurrió la idea de crear reservas nativas para darles cobijo e impedir que el problema se agravara. Dos de las reservas establecidas entonces acabaron convertidas en protectorados británicos y mucho más tarde en países independientes aceptados por las Naciones Unidas; otras desaparecerían con el tiempo. Todas ellas, sin embargo, inspirarían un siglo más tarde los bantustanes con los que el régimen racista sudafricano pretendía sentar las bases de un estado segregacionista e injusto.
El doctor Stanger, que nunca se había recuperado por completo de los males contraídos en el Níger, cayó enfermo en marzo de 1857 en uno de sus viajes a través de la colonia. Una semana más tarde moría en Puerto Natal. Cuando sus restos fueron finalmente enterrados en el cementerio de la capilla baptista de Fleet Hartage (Inglaterra), los periódicos recordaron que William Stanger había sido un campeón del abolicionismo y un buen cristiano. Algunos años después Hendrik F. Verwoerd recordaría también a William Stanger como el padre de los Homelands, el eufemismo utilizado por Pretoria para referirse a los infames guetos racistas.
Durante los años que siguieron, Stanger capeó un temporal tras otro, olvidando en ocasiones los principios cristianos y anti-esclavistas que le habían llevado a ser el que era. En 1852, y mientras intentaba resolver el problema que le planteaba el desplazamiento de un grupo de basutos del norte a la región central de Natal, se le ocurrió la idea de crear reservas nativas para darles cobijo e impedir que el problema se agravara. Dos de las reservas establecidas entonces acabaron convertidas en protectorados británicos y mucho más tarde en países independientes aceptados por las Naciones Unidas; otras desaparecerían con el tiempo. Todas ellas, sin embargo, inspirarían un siglo más tarde los bantustanes con los que el régimen racista sudafricano pretendía sentar las bases de un estado segregacionista e injusto.
El doctor Stanger, que nunca se había recuperado por completo de los males contraídos en el Níger, cayó enfermo en marzo de 1857 en uno de sus viajes a través de la colonia. Una semana más tarde moría en Puerto Natal. Cuando sus restos fueron finalmente enterrados en el cementerio de la capilla baptista de Fleet Hartage (Inglaterra), los periódicos recordaron que William Stanger había sido un campeón del abolicionismo y un buen cristiano. Algunos años después Hendrik F. Verwoerd recordaría también a William Stanger como el padre de los Homelands, el eufemismo utilizado por Pretoria para referirse a los infames guetos racistas.
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