sábado, 22 de junio de 2013

Las Porras Antequeranas


Algunos confunden las porras con el gazpacho, y muchos lo hacen con el salmorejo. Las tres pertenecen a esa familia de las sopas frías que llevan tomate y que acostumbran a tomar en verano los que viven en esa tierra santa a la que los vándalos dieron nombre.

Hay variantes, pero los que se dicen ortodoxos hacen sus porras con tomates de pera bien maduros, pan duro de hogaza, un dientecito de ajo morado, sal marina y aceite de oliva virgen del bueno (si puede ser de los olivares del Romeral, mejor que mejor).  Para los tropezones búscate un par de huevos de gallinas camperas (de esas que andan con chulería en libertad) y un buen jamón en virutas. No lo ahogues nunca con agua porque te saldrá un gazpacho, ni le pongas pimiento porque entonces tendrás salmorejo y acabarás abriendo las vocales como la gente de Córdoba… Tampoco le pongas pepino.

Pues vamos allá. Empieza poniendo agua a hervir y cuando aquello empiece con los borbotones metes cinco o seis tomates (un kilo, pa redondear). Lo dejas hasta que vuelva a hervir y esperas un minutillo para que sea más fácil pelarlos; luego los sacas, los enfría en el chorro y los desnudas. Tiras la piel y el resto de los tomates (con semilla y todo) lo pones en un cacharro (si es de barro esmaltado, mejor), donde los salas con alegría pero sin pasarte y le añades el ajo y un buen chorreón de ese aceite del que hablábamos antes (un buen chorreón vienen a ser unos 50 centímetros cúbicos). Luego le pones medio kilo de pan duro de telera -con la corteza o sin ella, eso depende de tu gusto- hecho cachos y lo dejas que se ablande un poco. Algunos te dirán que le añadas vinagre, pero yo prefiero no hacerlo.

Te diría ahora que majases la mezcla con la porra del almirez, que por eso se llama así el plato, pero como estamos ya en pleno siglo XXI, te sugiero mejor que te busques una buena minipímer con la que ahorrarás tiempo y sudor.  Entonces, cuando está todo bien molido, lo pasas todo por el chino o el pasapuré, pero siempre con la chapa de los agujeritos chicos para que te salga un fluido viscoso, homogéneo y anaranjado. Lo pones en la nevera tapado con un trapo –nunca le pongas hielo, que se terminará aguando- y cuando esté bien frio lo sirves en cuencos hondos. Luego le pones por encima el huevo duro cortadito y las virutas de jamón, te echas una foto con el potaje y los amigos para inmortalizar el momento, … y a comer.   

Algunos le ponen papas a las porras, pero esta costumbre se considera bárbara y de mal gusto...

sábado, 13 de abril de 2013

Arroz a la manera de los Montes de Málaga





Pongo aceite de oliva hasta que cubra el culo de la cazuela y lo caliento. Le añado el ajo (bastante ajo) bien cortadito y después pongo el conejo troceado (no lo pongas a fuego fuerte que quemarás los ajos). Cuando esté todo bien doradito, lo aparto y, en el mismo aceite caliente, pongo un cuarto kilo de tomates bien troceado (si lo pasas por el chino mejor; también vale una lata de tomate triturado, pero que sea mejor que el del Hacendado). Lo sofrío como dios manda, añadiéndole sal, y lo remuevo con alegría. Cuando aquello tenga el aspecto que tiene que tener y huela a buen tomate frito con ajos, le añado un vasito de vino blanco. Ten cuidado que sea seco porque si no te saldrá mal. Remuevo para que ligue y lo dejo cinco minutitos reduciéndose. Cuando ya han pasado los cinco minutos, le añado el caldo de pollo (el que venden en Mercadona vale). Dejo calentar hasta que reviente a borbotones, luego bajo el fuego y le añado los pimientos morrones cortados a tiras, dos hojitas de laurel y un majado de pimienta (cinco o seis granos), clavos (seis), cominos (una cucharadita), unas hebras de azafrán y canela molida (media cucharada). Corrijo la sal y le añado el conejo que teníamos frito y apartao y cuatro puñaos de arroz (a mí me gusta el bomba de Calasparra). Remuevo un poco y lo pongo a fuego medio hasta que el arroz quede en su punto.

Entonces y con la rapidez de un rayo –pa que no se pase- se emplata y se come acompañado de un vasito de vino y un par de amigos. Mañana os explico la chanfaina.
 

miércoles, 10 de abril de 2013

Sarampedro vs Darth Margaret


Mi amigo Ambrosio Panadero se preguntaba ayer mismo si José Luis Sampedro y Sara Montiel no serían los extremos de una misma entidad, una entidad diversa y representativa del lado claro de la fuerza, testigo de una época que parece morir definitivamente con ella/ellos. Curiosamente, Ambrosio apostillaba su pensamiento -él que, más que ateo, es antiteísta- con una reflexión sobre la coincidencia de la muerte de "Sarampedro" con la de Margaret Thacher, como una prueba más de que dios es un fontanero chapucero que hace lo que puede y que sólo ha intentado -con más tontuna que fortuna- restablecer por la tremenda el equilibrio de un universo que hace ya décadas que está condenado. Bakunin, Luc Skywalker y Buda habrían estado, sin duda, de acuerdo con él. Y yo también.

viernes, 29 de marzo de 2013

Los Caprichos de Andrés

 
Cada vez que el niño tenía un capricho nuevo, su abuela -que había nacido justo antes de la guerra en Almodóvar- le contestaba “Andrés ¿Cuántas veces podrás quitarle sais a treinta y sais?”. Y el niño, que se creía muy listo, le decía “Seis veces, abuela”. Entonces, la vieja le acariciaba la cara y apostillaba “Una sola, Andrés, una sola”.

martes, 8 de enero de 2013

Me Cago en el Diezmo

Se nos pasa la vida haciéndonos pajas con la ingeniería civil y soñando con volar en Ryanair a Cancún. Se nos olvida casi siempre, sin embargo, que las grandes obras de Kefrén, Gaudí o Santi Calatrava sólo fueron posible porque unos pomposos gilipollas con aires de grandeza decidieron dotarse de una mansión, de una tumba o de un puente aún más aberrante que el de sus también pomposos vecinos, demostrando así que habían exprimido con más eficacia a sus obreros en la fábrica textil, a sus payeses en las crecidas del Nilo o a sus estúpidos votantes. Y se nos olvida, finalmente, que para que un tontolaba pueda volar barato a la Riviera Maya, otros tendrán que subvencionarlo con sus impuestos o sus salarios de miseria.

Nacimos pa vivir en grupos pequeños en los que todos se conocieran por el nombre de pila, dónde las leyes fueran pocas y justificadas. Y sobre todo nacimos pa cazar y recolectar, pa no tener caries, ni tiranos constructores de pirámides. Por eso no quiero rey, pero tampoco república. Sólo cerveza con tapa.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Almendras Dulces

   Cuando cumplí ocho años alguien con ganas de hacer soñar a un niño me contó que cuando las niñas de mi edad -esos seres con trenzas que hasta ese día sólo habían demostrado servir para reírse de uno- comían almendras, sus pechos iniciaban una extraordinaria metamorfosis, mucho más cercana a la de las diosas del Olimpo que a la que sufrió el pobre Gregorio Samsa junto a las gélidas orillas del río Moldava. Por supuesto, yo por entonces no sabía casi nada de los vaivenes de la mitología latina o de la justa y absurda desesperación kafkiana, pero recuerdo haber sentido en mi cabeza que un millón de nuevas sinapsis se encendía cada vez que imaginaba cómo unos pezones femeninos podían llegar a levantarse, cual espina del Monte Pelée, ante el simple olor de un fruto seco.
   La toma de conciencia de aquellos movimientos telúricos, presagio de pubertad, hubiera quedado ahí si no fuera porque, poco después de ese día, mi abuela decidió -por pura casualidad- embarcarme en una gira campestre cuyo objetivo principal consistía en ver de cerca lo que más se parecía a un campo cubierto de nieve en una comarca en la que jamás nevaba.
   Aquella mañana de enero la comitiva quedó formada por mi abuela Pepa –pastelera y diligente cabecilla de grupo-, mi abuelo Miguel -panadero y pelotari jubilado-, mi tía Pepita -mujer desafortunada, buena y de escasa estatura-, mi hermana Esperanza -el alumno con trenzas más aplicado de la clase- y yo -atónito aprendiz de humano-. Salimos temprano de casa cargados con bolsas repletas de víveres que mi abuela y mi tía habían empezado a cocinar a las cinco y media de la mañana a base de fuego de butano y mucha risa. Entre mantas de cuadros, que luego harían las veces de manteles rastreros, se escondían como tesoros miles de fiambreras de tamaños y formas variados repletas de pescadillas rabiosas enharinadas y pasadas por la sartén, crujientes berenjenas rebozadas, una gallina preparada en pepitoria, pimientos verdes asados con mimo en la carmela, una simple aunque sublime ensalada de tomate, cebolla y perejil aliñada únicamente con aceite de oliva y sal gorda, la ineludible y lustrosa tortilla de patatas, una coliflor cocida, una ración bien despachada de caracoles que la víspera yo mismo había comprado en el bar Chiqui, un par de salchichones de Cártama, cuarto y mitad de mortadela de casa María cortada en rodajas, la mitad de un queso de cabra, una botella de tinto, otra de gaseosa, veintitantas naranjas guachintonas, dos panes blancos y todos los roscos que habían sobrado por Pascua.
   Uno tras otro, y con la disciplina del ejército de Alejandro, llegamos a las antiguas atarazanas, donde embarcamos a bordo de un no muy viejo aunque destartalado autobús de marca Karpetan tripulado por un chófer bigotudo y un cobrador excesivamente hablador y desdentado que decía residir en una casita con huerto de la barriada del Conde de Ureña (como si eso le importara a alguien…). Con el runrún del cobrador charlatán y el cabreo consiguiente de mi abuelo, que no soportaba a los papanatas, el viaje se hizo corto y las paradas fueron pasando deprisa hasta llegar al canódromo, un viejo establecimiento casi en desuso que ya lindaba con el campo.
   Con el mismo orden que habíamos subido al autobús, pusimos entonces rumbo a la venta de Juana Martos siguiendo la carretera antigua de Casabermeja y, entre bromas y canciones, nos internamos por un valle pelado por las cabras y el invierno. Había que darse prisa, porque teníamos que llegar antes del mediodía ya que,  según mi abuela, esa era la hora en la que los almendros florecidos irradiaban salud y curaban algunos males que los médicos no sabían atajar. Y no es que mi abuela Pepa creyera en hechicerías y curanderos. No. Es que a su manera era una romántica empedernida, empeñada en buscarle siempre el lado mágico y hermoso a las cuestiones más triviales.
   Cada curva de la estrecha carretera parecía esconder ese paraíso prometido que deseábamos descubrir con ansia, pero a cada recodo siempre le seguía otro tan enigmático como el anterior o, en el mejor de los casos, aparecía un camión de cerveza Victoria que volvía de vacío. Cuando por fin pudimos divisar la venta, la imagen que se clavó en mis retinas resultó superar cualquier expectativa.
   La de Juana Martos era una fonda cortijera de muros encalados, con dos plantas de techos altos, seis grandes ventanales enrejados pintados de color verde vejiga, una puerta rematada por un reclamo de pepsicola y un tejado a dos aguas coronado por tejas de solape. Delante de la fachada principal había dos grandes eucaliptos cuya sombra se antojaba deliciosa en los meses de julio y agosto pero que ahora, en pleno invierno, resultaba mucho menos grata. Por el contrario, el hilo de humo bailarín que salía de una chimenea medio caída permitía imaginar el ambiente cálido del interior, perfumado por las botas de aguardiente de Ojén, los vinos generosos y las aceitunas recién partidas. El corral era amplio y ocupaba una terraza teñida de verde por las vinagretas que las lluvias caídas en Navidad habían hecho brotar con fuerza, y que ese día sólo daba cobijo a un tractor medio desarmado y a un par de gatos negros que dormitaban entre serones viejos. La estampa tenía su encanto, pero lo que resultaba realmente extraordinario del lugar era el intenso fogonazo de luz que transmitía el millar de almendros en flor que rodeaba la venta. Era como un sueño de colores en medio del ocre infinito.
   Mi hermana y yo abandonamos nuestras bolsas y salimos en estampida dispuestos a revolcarnos como animales en la yerba y a lanzarnos grandes terrones entre los gritos desaprobadores de la tía Pepita y las carcajadas de mi abuela. Apenas faltaban diez minutos para las doce y mi abuelo atravesó la puerta de la venta con la idea de pedir permiso para plantar las mantas y almorzar en el campo de los almendros. Cinco minutos después salió con una sonrisa provocada por el visto bueno del amo y por el vasito de pajarete que acababa de meterse en el cuerpo, y mi abuela empezó a desplegar las mantas.
   No me extenderé demasiado en describir cómo deglutíamos con apetito cualquier vianda que se nos pusiera a tiro, pero sí que añadiré que parecíamos gusanos de seda hambrientos y felices devorando, uno tras otro, el contenido de las fiambreras y que, cuando finalmente dimos por acabado el festín, pasamos al interior del local donde mis abuelos y mi tía tomarían café.
   Por dentro la venta era oscura y cálida, y su penetrante olor a caldos antiguos, a uvas moscatel de Alejandría y a madera quemada no se apartaba un ápice de lo esperado. A un lado se encontraba el mostrador de material contrachapado que se alineaba a lo largo de todo el ancho de la sala y que se prolongaba en una cocina iluminada con fluorescentes de la que salían vapores de callos, de escabeche y de sopas perotas. En el otro extremo habían colocado un viejo chubesqui de hierro colado que, alimentado con cáscaras de almendras, mantenía una temperatura caribeña que evocaba ajo blanco y bienmesabe por la naturaleza del combustible. A la izquierda del chubesqui se apilaban varias toneladas de cáscaras, mientras que a la derecha estaba sentada Estrella, la hija mayor de Juana Martos, con una teta descomunal fuera de la camisa y un niño enchufado y feliz que aprovechaba la ocasión para buscar con su manito la otra teta. Aquella imagen casi religiosa, en la que se entremezclaban la Virgen María y la Santísima Trinidad, golpeó con furia los lóbulos occipitales de mi cerebro y empecé a sentir que el corazón me bombeaba sangre a borbotones en dirección a la entrepierna.
   No era preciso ser un genio para concluir que aquellos senos benditos e inmensos habían sido tocados por la semilla del almendro, que el universo entero giraba alrededor de  la máxima “de lo que se come se cría”, y que aquel paraje -ahora oculto bajo las aguas del embalse del Limonero- era en realidad el mismísimo jardín del Edén. Decidí no contárselo a nadie porque temía que me tomaran por un niño maleducado y sacrílego, y salí corriendo de la venta con la cara roja como un tomate y las manos escondiendo la bragueta. Los mayores me miraron pasar sin soltar el vaso de café, se encogieron de hombros y nunca llegaron a ser conscientes del momento tan místico y espiritual que estaba ocurriendo.
   Ya en la calle, el frío viento de enero llevaba en volandas un millón de pétalos blancos que subían y bajaban con los remolinos que acariciaban mi rostro de niño que deseaba dejar de serlo. En ese momento cerré los ojos, alcé los brazos hacia el cielo y dejé que me embargara la sensación de que cien doncellas apretaban sus pechos contra el mío, siguiendo el mismo ritmo de los latidos de mis pequeños y lampiños genitales.
   Aquella experiencia ascética acabó en el preciso momento en que mi abuela se acercó para recordarme en voz baja la inmensa suerte que habíamos tenido por haber recibido tal cañonazo de salud. Y debía de ser verdad, porque nunca he vuelto a sentirme mejor que aquel día. 

sábado, 24 de noviembre de 2012

Una Ayudita para seguir la historieta del Volcán de Bellver sin perderse demasiado

La historia del Volcán de Bellver incluye, como ya os habréis imaginado, varias metáforas concéntricas. La primera es una obvia alegoría a esa crisis de la que hablan los períodicos, un feo asunto cuyo origen todavía no veo claro pero que está poniendo al descubierto todas nuestras miserias. Hablo de una sociedad enferma de codicia, que abandona a los más débiles cuando más ayuda necesitan, hablo del sálvese quien pueda, de los oportunistas que negocian en el río revuelto, de los aprovechados que señalan con el dedo a culpables que no lo son, o de los listillos que usan como cebo  las vísceras de incautos imbéciles para construir su propio paraíso.
También me refiero a la amistad, buscada o no, como único motor viable de las relaciones humanas, ese vínculo que se olvida de circunstancias tales como tu origen, el color de tu piel, o tu lengua materna, para centrarse en contemplar el paso de la vida con una cerveza en la mano, y sin otro objetivo preciso que el de observar, escuchar, contar historias ... y organizar torradas. Y sin salir de la esfera de la amistad, una reflexión sobre uno de los inconvenientes del paso de la vida: el envejecimiento y la muerte.  
He elegido para ello un barrio de Palma, el mío, que dicen que una vez fue el centro del mundo y que ahora no es, como diría Brel, ni la sombra de su sombra. Un barrio del que se fueron hace ya mucho tiempo Rusiñol, Rubén Darío, Cela, Errol Flinn, Jimmy Hendrix o Ava Gadner, y que ahora da cobijo a los afterhours más cutres del orbe. La mítica Polilla, la Yedra, el Tamtam, el Santuario ... locales únicamente frecuentados por escoria autóctona o venida de fuera, por putas gordas que no saben que lo son y por camellos de medio pelo. Calles con nombres de poetas y pintores que un día vivieron por aquí (Graves, Joan Miró, Camilo José Cela, Bernanos...), ahora preñadas de analfabetos virtuales y de aprendices de malotes que buscan refugio en tapaderas evidentes (Fight Club, Billar Dominicano). Y en medio de todo este caos, la Quarantena (Cuarentena), una isla de verdura diseñada en los años en los que crecían salchichas de los árboles por un jardinero bien motivado, un agujero de gusano que comunica mundos paralelos y un oasis en el que se reúne gente del barrio para hablar y contar historias al amparo de una cerveza. 
Por si quereis leer algo más acerca del Terreno, el barrio el que se desarrolla la historia, os recomiendo el artículo incluido en el link