Cuando cumplí ocho años alguien
con ganas de hacer soñar a un niño me contó que cuando las niñas de mi edad -esos
seres con trenzas que hasta ese día sólo habían demostrado servir para reírse de
uno- comían almendras, sus pechos iniciaban una extraordinaria metamorfosis, mucho
más cercana a la de las diosas del Olimpo que a la que sufrió el pobre Gregorio
Samsa junto a las gélidas orillas del río Moldava. Por supuesto, yo por
entonces no sabía casi nada de los vaivenes de la mitología latina o de la justa
y absurda desesperación kafkiana, pero recuerdo haber sentido en mi cabeza que
un millón de nuevas sinapsis se encendía cada vez que imaginaba cómo unos
pezones femeninos podían llegar a levantarse, cual espina del Monte Pelée, ante
el simple olor de un fruto seco.
La toma de conciencia de aquellos
movimientos telúricos, presagio de pubertad, hubiera quedado ahí si no fuera
porque, poco después de ese día, mi abuela decidió -por pura casualidad-
embarcarme en una gira campestre cuyo objetivo principal consistía en ver de
cerca lo que más se parecía a un campo cubierto de nieve en una comarca en la
que jamás nevaba.
Aquella mañana de enero la
comitiva quedó formada por mi abuela Pepa –pastelera y diligente cabecilla de
grupo-, mi abuelo Miguel -panadero y pelotari jubilado-, mi tía Pepita -mujer desafortunada,
buena y de escasa estatura-, mi hermana Esperanza -el alumno con trenzas más aplicado
de la clase- y yo -atónito aprendiz de humano-. Salimos temprano de casa cargados
con bolsas repletas de víveres que mi abuela y mi tía habían empezado a cocinar
a las cinco y media de la mañana a base de fuego de butano y mucha risa. Entre
mantas de cuadros, que luego harían las veces de manteles rastreros, se
escondían como tesoros miles de fiambreras de tamaños y formas variados repletas
de pescadillas rabiosas enharinadas y pasadas por la sartén, crujientes
berenjenas rebozadas, una gallina preparada en pepitoria, pimientos verdes
asados con mimo en la carmela, una simple aunque sublime ensalada de tomate,
cebolla y perejil aliñada únicamente con aceite de oliva y sal gorda, la
ineludible y lustrosa tortilla de patatas, una coliflor cocida, una ración bien
despachada de caracoles que la víspera yo mismo había comprado en el bar
Chiqui, un par de salchichones de Cártama, cuarto y mitad de mortadela de casa
María cortada en rodajas, la mitad de un queso de cabra, una botella de tinto,
otra de gaseosa, veintitantas naranjas guachintonas, dos panes blancos y todos los
roscos que habían sobrado por Pascua.
Uno tras otro, y con la
disciplina del ejército de Alejandro, llegamos a las antiguas atarazanas, donde
embarcamos a bordo de un no muy viejo aunque destartalado autobús de marca Karpetan tripulado por un chófer
bigotudo y un cobrador excesivamente hablador y desdentado que decía residir en
una casita con huerto de la barriada del Conde de Ureña (como si eso le
importara a alguien…). Con el runrún del cobrador charlatán y el cabreo consiguiente
de mi abuelo, que no soportaba a los papanatas, el viaje se hizo corto y las
paradas fueron pasando deprisa hasta llegar al canódromo, un viejo
establecimiento casi en desuso que ya lindaba con el campo.
Con el mismo orden que habíamos
subido al autobús, pusimos entonces rumbo a la venta de Juana Martos siguiendo
la carretera antigua de Casabermeja y, entre bromas y canciones, nos internamos
por un valle pelado por las cabras y el invierno. Había que darse prisa, porque
teníamos que llegar antes del mediodía ya que, según mi abuela, esa era la hora en la que los
almendros florecidos irradiaban salud y curaban algunos males que los médicos
no sabían atajar. Y no es que mi abuela Pepa creyera en hechicerías y
curanderos. No. Es que a su manera era una romántica empedernida, empeñada en
buscarle siempre el lado mágico y hermoso a las cuestiones más triviales.
Cada curva de la estrecha
carretera parecía esconder ese paraíso prometido que deseábamos descubrir con
ansia, pero a cada recodo siempre le seguía otro tan enigmático como el
anterior o, en el mejor de los casos, aparecía un camión de cerveza Victoria
que volvía de vacío. Cuando por fin pudimos divisar la venta, la imagen que se
clavó en mis retinas resultó superar cualquier expectativa.
La de Juana Martos era una fonda
cortijera de muros encalados, con dos plantas de techos altos, seis grandes
ventanales enrejados pintados de color verde vejiga, una puerta rematada por un
reclamo de pepsicola y un tejado a dos aguas coronado por tejas de solape. Delante
de la fachada principal había dos grandes eucaliptos cuya sombra se antojaba deliciosa
en los meses de julio y agosto pero que ahora, en pleno invierno, resultaba mucho
menos grata. Por el contrario, el hilo de humo bailarín que salía de una
chimenea medio caída permitía imaginar el ambiente cálido del interior,
perfumado por las botas de aguardiente de Ojén, los vinos generosos y las
aceitunas recién partidas. El corral era amplio y ocupaba una terraza teñida de
verde por las vinagretas que las lluvias caídas en Navidad habían hecho brotar
con fuerza, y que ese día sólo daba cobijo a un tractor medio desarmado y a un
par de gatos negros que dormitaban entre serones viejos. La estampa tenía su
encanto, pero lo que resultaba realmente extraordinario del lugar era el
intenso fogonazo de luz que transmitía el millar de almendros en flor que
rodeaba la venta. Era como un sueño de colores en medio del ocre infinito.
Mi hermana y yo abandonamos
nuestras bolsas y salimos en estampida dispuestos a revolcarnos como animales
en la yerba y a lanzarnos grandes terrones entre los gritos desaprobadores de la
tía Pepita y las carcajadas de mi abuela. Apenas faltaban diez minutos para las
doce y mi abuelo atravesó la puerta de la venta con la idea de pedir permiso
para plantar las mantas y almorzar en el campo de los almendros. Cinco minutos después
salió con una sonrisa provocada por el visto bueno del amo y por el vasito de
pajarete que acababa de meterse en el cuerpo, y mi abuela empezó a desplegar las
mantas.
No me
extenderé demasiado en describir cómo deglutíamos con apetito cualquier vianda
que se nos pusiera a tiro, pero sí que añadiré que parecíamos gusanos de seda hambrientos y felices devorando, uno tras otro, el contenido de las fiambreras y que, cuando finalmente dimos por
acabado el festín, pasamos al interior del local donde mis abuelos y mi tía tomarían
café.
Por dentro la venta era oscura y
cálida, y su penetrante olor a caldos antiguos, a uvas moscatel de Alejandría y
a madera quemada no se apartaba un ápice de lo esperado. A un lado se
encontraba el mostrador de material contrachapado que se alineaba a lo largo de
todo el ancho de la sala y que se prolongaba en una cocina iluminada con
fluorescentes de la que salían vapores de callos, de escabeche y de sopas
perotas. En el otro extremo habían colocado un viejo chubesqui de hierro colado
que, alimentado con cáscaras de almendras, mantenía una temperatura caribeña que evocaba ajo blanco
y bienmesabe por la naturaleza del combustible. A la izquierda del chubesqui se apilaban varias toneladas de cáscaras,
mientras que a la derecha estaba sentada Estrella, la hija mayor de Juana
Martos, con una teta descomunal fuera de la camisa y un niño enchufado y feliz
que aprovechaba la ocasión para buscar con su manito la otra teta. Aquella
imagen casi religiosa, en la que se entremezclaban la Virgen María y la
Santísima Trinidad, golpeó con furia los lóbulos occipitales de mi cerebro y
empecé a sentir que el corazón me bombeaba sangre a borbotones en dirección a la
entrepierna.
No era preciso ser un genio para concluir
que aquellos senos benditos e inmensos habían sido tocados por la semilla del
almendro, que el universo entero giraba alrededor de la máxima “de lo que se come se cría”, y que aquel paraje -ahora oculto bajo
las aguas del embalse del Limonero- era en realidad el mismísimo jardín del Edén.
Decidí no contárselo a nadie porque temía que me tomaran por un niño maleducado
y sacrílego, y salí corriendo de la venta con la cara roja como un tomate y las
manos escondiendo la bragueta. Los mayores me miraron pasar sin soltar el vaso
de café, se encogieron de hombros y nunca llegaron a ser conscientes del
momento tan místico y espiritual que estaba ocurriendo.
Ya en la calle, el frío viento de
enero llevaba en volandas un millón de pétalos blancos que subían y bajaban con
los remolinos que acariciaban mi rostro de niño que deseaba dejar de serlo. En
ese momento cerré los ojos, alcé los brazos hacia el cielo y dejé que me
embargara la sensación de que cien doncellas apretaban sus pechos contra el mío,
siguiendo el mismo ritmo de los latidos de mis pequeños y lampiños genitales.
Aquella experiencia ascética acabó en el preciso momento en que mi abuela se
acercó para recordarme en voz baja la inmensa suerte que habíamos tenido por
haber recibido tal cañonazo de salud. Y debía de ser verdad, porque nunca he
vuelto a sentirme mejor que aquel día.