viernes, 30 de septiembre de 2011

Mi amigo Luis Felipe

Hace ya casi un año me pidieron que escribiera una editorial dedicada a un gran amigo mío. Lo primero que se me ocurrió fue muy serio y formal y, después de una relectura pausada, lo tiré a la papelera. Ese no era mi amigo. Mi amigo es un brazo de mar que odia los homenajes, y yo no podía hacerle esa faena. Éscribí entonces lo que sigue pero... fue considerado demasiado personal, demasiado informal y nunca salió a la luz.
Hoy lo he rescatado. Allá va.

Nuestra portada está dedicada en esta ocasión a un pequeño (muy pequeño) geco caboverdiano que acaba de ser descrito para la Ciencia: Hemidactylus lopezjuradoi. Curiosamente su nombre latino hace referencia a un hombre grande (muy grande).
Luís Felipe López Jurado, el presidente electo de la Asociación Herpetológica Española, desde diciembre de 1989 hasta el mes de octubre de 1997, es un tipo no diré que atractivo, pero sí entrañable… aunque su gran volumen, su voz de tenor capaz de dar el do de pecho, y sus maneras políticamente toscas le hayan hecho acreedor -entre los que lo conocen poco- de cierta fama de ogro feroz.
A los que, sin embargo, conocemos su inmensa capacidad de trabajo, su habilidad para adelantarse a los acontecimientos más inesperados y, sobre todo, su afinidad por las causas justas y su fidelidad sin condiciones, ese temor por el hombre grande (en todos los sentidos, …suponemos) nos produce una leve sonrisa de complicidad y un razonable "peor-pa-ellos".
Empezó en esto de la herpetología con las tortugas de tierra, los eslizones de la isla de Nueva Tabarca y otros bichos del sureste. Más tarde emigraría al desierto de Sonora, donde se dedicó a rastrear serpientes de cascabel muy cabreadas, a las que previamente había embutido con enormes emisores preconstitucionales, … y con la única ayuda de sus rollizos dedos. Todo un alarde de sangre fría y habilidad que, a pesar de los malos augurios proclamados por Tono Valverde -otro monstruo de la investigación y presidente en su día de la AHE-, nunca acabó en tragedia.
De México se trajo una tesis doctoral bajo el brazo y una sabiduría chamánica que le ha acompañado allá por donde ha ido y de la que sigue haciendo uso a diario. En su ya largo currículo se incluye el haber sido motor de la herpetología en España, impulsor de la conservación cuando la lista de anfibios y reptiles protegidos en nuestro país se resumía en tres especies, creador de centros de investigación y de alguna que otra ONG, y un explorador incansable. También se le conocen hazañas menos serias, como su participación (de estrangis, todo hay que decirlo) como piloto de rallies en un conocidísimo raid trans-sahariano, al volante de un Ford Fiesta de tercera mano cargado hasta los topes ¡Y todo para poder llegar a un lugar alejado de la mano de Dios donde se decía que había extraordinarios lagartos! Por cierto, que no quedó el último y llegó a adelantar -con gran jolgorio y toque de bocina- a algunos de los monstruosos 4 X 4 inscritos, ellos sí, en la competición oficial.
Luis Felipe es un tipo grande que, después de mil peripecias, ha vuelto a las tortugas de tierra, las mismas que en los setenta le hicieron abandonar sus estudios de medicina. Quiero proclamar por eso mi admiración por esos animalitos de andares pausados y caparazón abombado, que lo rescataron de entre los granos y las vendas para regalarnos a un tipo genial y a una fuerza positiva del universo.

martes, 27 de septiembre de 2011

La Traición

Mi enciclopedia escolar Faro, pensada y escrita por don Quiliano Blanco, reproducía en una de sus páginas los retratos esquemáticos de tres grandes inventores y científicos españoles, que demostraba de una vez por todas que si en este país hubieramos querido, no habría premio Nóbel que se nos hubiese escapado. Pero somos demasiado chulos para eso y siempre nos decantamos por el mucho más cómodo y relajado “que inventen ellos”.
Los tres sabios no eran otros que Isaac Peral, Juan de la Cierva y Miguel Servet, dos murcianos y un aragonés que, además de tener talento, coincidían en haberla palmado lejos de las fronteras patrias, mientras se buscaban la vida. Don Quiliano apostillaba además que Servet había sido asesinado a fuego por protestantes envidiosos de su ciencia, dejando entrever que el de Villanueva de Sigena poseía valores personales muy cercanos a los del glorioso Movimiento Nacional.
Para un niño medianamente obediente como fui yo, las palabras de don Quiliano no tenían por qué ser puestas en duda, y a los ocho años tenía la certeza absoluta de que no quedaba lugar en el cielo para protestantes, melenudos y comunistas. Pero a los quince empezaron a entrarme las dudas, y con diecisiete todo se volvió del revés, como un guante. A esa edad, con el Tío Paco bajo tierra y tocado ya con una melena leonina, casi llegué a estar seguro de que los únicos que podían llegar a tocar el cielo -el cielo proletario, claro- debían seguir a pies juntillas el Libro Rojo de Mao, y que todo lo que era católico o español era malo, olía a rancio o estaba apulgarado.
Por simple regla de tres, luteranos, anglicanos o presbiterianos -aunque confundidos- debían hallarse bastante cerca de la verdad, ya que no podía ser casual que los paises protestantes gozaran de más libertad, ganaran más medallas en las olimpiadas y fueran más rubios... Pero pasaron los años y un buen día cayó en mis manos la traducción de un texto sacado de Christianismi Restitutio, la misma obra en la que Servet contaba lo de la circulación pulmonar. Lo que allí se decía venía a ser diametralmente opuesto a lo que sugería mi enclopedía Faro, y hacía que don Miguel Servet pareciera un protestante de tomo y lomo.
Pero si eso era verdad ¿También lo era que hubiese sido quemado por los suyos? Y me puse a leer... Lo que finalmente deduje resultó ser mucho más espantoso de lo que hubiera podido imaginar, y ahora confío aún menos, si cabe, en el Homo sapiens en general y en la Confederación Helvética en particular.
Haciendo un rápido resumen de su vida diré que Miguel Servet fue, antes que nada, un imprudente que nació en 1511 de padre de ascendencia noble y de madre judeoconversa, que recibió una esmerada educación y que a la edad de 19 años ya formaba parte del séquito de Carlos V, de cuya coronación fue testigo. Más tarde seguiría viajando por Europa y entró en contacto con pensadores de todos los colores y tendencias. Poco a poco llegó a la conclusión de que católicos, luteranos, anabaptistas o jansenistas tenían razón en algunas cosas, pero se equivocaban en otras... y, por supuesto, recibió hostias de todos ellos.
Escribió entonces su De Trinitatis Erroribus, una obra en la que se decantaba abiertamente por un panteismo de cuño propio, tan alejado de Roma como de la Reforma, y en la que buena parte de sus páginas estaban dedicadas a ridiculizar la figura de la Santísima Trinidad. Como buen chico que era, le mandó un ejemplar al obispo de Zaragoza para que se lo corrigiera, pero el prelado no sólo no le mandó las correcciones, sino que vino a decirle que como lo pillara le iba a meter un paquete que se iba a enterar.
Acojonado por las amenazas, decidió cambiarse el nombre pero, como no era muy espabilao, eligió el apodo más tonto que encontró: Michel de Villeneuve (Michel por Miguel y Villeneuve por su pueblo, Villanueva de Sigena). Confiado bajo la “protección” de su nueva identidad, se fue a Lyon y encontró trabajo como ayudante del médico Sinforiano Champier. El doctor Champier debía ser un gran tipo, ya que le enseñó todo lo que sabía sobre medicina e incluso llegó a recomendarle para que siguiera estudiando anatomía y cirugía en la Sorbona, donde conoció a médicos, matemáticos, filósofos y a un tal Jean Cauvin, más conocido en España por el nombre de Calvino.
La vida parecía irle bien, pero Miguel era culo de mal asiento y empezó a soltar inconveniencias que le hicieron bastante impopular entre profesores y alumnos del claustro parisino. Viéndolas venir, regresó a Lyon donde volvió a jugar con fuego, al aceptar convertirse en médico personal de Pierre Palmier, arzobispo de la iglesia católica que, recordémoslo, lo seguía teniendo en busca y captura. Desde la misma guarida del lobo y en secreto, escribió Christianismi Restitutio, su obra cumbre, en la que insistía en la inconsistencia de la Trinidad, y en su visión panteista a través de la divinidad del hombre, a la vez que criticaba abiertamente el bautismo de niños por tratarse, según él, de un acto que sólo tenía validez si era aceptado voluntariamente.
Con la obra ya acabada, Servet le envíó el manuscrito a Calvino -convertido ya en ayatollah de la república teocrática de Ginebra- para que se lo corrijiera, y este se lo devolvió repleto de anotaciones y acompañado de su propio libro Institutio religionis Christianae, para que aprendiera.
Tampoco esta vez pudo mantenerse quieto el imprudente aragonés, y devolvió a su dueño la obra cumbre del Calvinismo garabateada y llena de correcciones. Juan Calvino, que no llevaba muy bien eso de que le enmendaran la plana, montó en cólera e inmediatamente envió una carta al arzobispo Palmier (su enemigo jurado en la vecina Vienne), comunicándole que Michel de Villeneuve era en realidad un seudónimo del hereje Servet.
Enterado de la putada gracias a su antiguo amigo Champier, Miguel Servet salió con lo puesto de Vienne d''Isère en dirección a Italia, pero... era demasiado curioso, demasiado impulsivo, demasiado imprudente, y hacer un alto en Ginebra para ver de cerca y en primera persona lo que allí pasaba no le pareció una idea tan peregrina.
Miguel fue reconocido y capturado en el Sancta Sanctorum de los reformistas, donde fue horriblemente torturado y mutilado durante semanas, a veces por la mano misma de Calvino. Mientras tanto, un tribunal católico lo condenaba en rebeldía en la ciudad de Lyon y su efigie era quemada en la hoguera. Pocos días más tarde, el 27 de octubre de 1553, el tribunal calvinista hizo lo propio y Servet fue quemado vivo, esta vez en cuerpo y alma.
En definitiva, Miguel Servet fue un médico y reformista cristiano que murió por ser un pardillo confiado e imprudente, que decía ingenuidades tales como que Cristo es una prolongación del Padre que no tiene sentido sin el Padre -frente a católicos y calvinistas que siguen afirmando aquello tan musical de que Dios es uno y trino-, que Dios está presente en todo el universo, incluido el cuerpo de los hombres, o que su santidad alcanza cada rincón de la anatomía humana gracias a la circulación sanguínea pulmonar. Lo mató un tal Jean Cauvin, un iluminado ascendido a papa de la iglesia Reformada de Ginebra y un enfermo de soberbia, que no pudo aguantar que un pobre médico que jugaba a ser teólogo le hiciera algunas observaciones ingenuas que podían poner en duda su autoridad. Don Quiliano Blanco tenía al menos razón en lo de que Miguel Servet fue quemado por los protestantes, aunque se le olvidó decir que no fue precisamente por su ciencia y que los católicos no lo hicieron antes porque se les escapó.
Reivindicando aquello de que mal de muchos consuelo de tontos, tal vez lo único positivo de toda esta historia sea el hecho de que los españoles en particular y los católicos en general, no fueron los únicos cabrones del orbe, lo que nos deja a nosotros -sus descendientes- tan limpios (o tan sucios) como el resto. Ya sé que todo esto pasó hace ya casi cinco siglos y que no merece la pena seguir metiendo el dedo en la llaga, pero..., piénsenlo bien, y díganme con la mano en el corazón si no eran (somos) todos unos gilipollas.

lunes, 26 de septiembre de 2011

La Escuela de Don Francisco

Recién llegado de Francia y habiendo probado ya los métodos de la escuela republicana, mi primer contacto con el sórdido sistema de enseñanza español fue, sin exagerar demasiado, un choque bastante duro. Yo, que había sido el ojito derecho de Madame Caillequirie en el colegio de la rue de la Victoire, aterricé bastante avanzado el curso 67/68 en la escuela de don Francisco, un tipo rechoncho de bigotillo facha y dotado de un don especial: el de repartir hostias como panes, sin despeinarse.
La escuela de don Francisco era, por decirlo en pocas palabras, una mierda. Ocupaba los bajos malolientes de la barriada de Santa Julia, a dos pasos de la Cruz de Humilladero, y estaba organizada en dos clases. La de los mayores tenía varias ventanas enrejadas que miraban al Camino de San Rafael, y en días lectivos daba cabida a un centenar de niños y niñatos de entre once y doscientos años. Mi clase -la de los pequeños- daba a una plazoleta interior que servía a la vez de patio de recreo de la escuela y de almacén trasero del bar Mari Pepa.
Como una trinidad de poderes fácticos, la estancia estaba presidída por una foto del general Franco de color sepia desvaído, un crucifijo sin gimnasta y una batería de palos dedicados a escarmentar a niños rebeldes o simplemente zoquetes, que los mismos alumnos debían reponer regularmente a medida que se partían. Desde el estrado a la puerta se disponían unas doce bancas corridas, cada una de las cuales era a la vez escritorio y reposadero de unos nueve o diez niños de edades y cursos variados. La pizarra ocupaba todo el pasillo lateral, de modo que cuando don Juan -el maestro de primaria- escribía con la tiza, todos debíamos mirar hacia la izquierda, retorciendo más o menos el pescuezo de acuerdo a tu posición.
Don Juan era joven, grande, fondón, medio calvo, y sus gafas eran como dos lupas que le hacían los ojos enormes y la mirada poco inteligente. Pretendía ser mejor persona y maestro que don Francisco, pero era un hombre impaciente y colérico cuyo método pedagógico era, en el mejor de sus días, estúpido.
Los niños eran, en general, poco aplicados y aún menos aseados. Recuerdo en concreto el terrible olor que invadía el aula el siete de junio de mil novescientos sesenta y ocho; ese día el maestro intentó iniciar la clase con un responso por el alma de Robert Kennedy, que la víspera había sido asesinado en la ciudad de Los Ángeles. Mediado el Padrenuestro, y cuando iba ya a arrancarse con aquello de “... y perdona nuestras deudas...”, don Juan levantó la cabeza y con un grito de indignación que cogió desprevenido a todo el mundo, dijo “¡hijosdeputa, sois todos unos cerdos!” Luego salió indignado por la puerta, y no volvió hasta después del recreo cuando, armado con un palo más grande de lo habitual, destrozó la mano de Camino, el hijo mayor de un funcionario de colonias y de una guineana, que ese mismo año había venido de Fernando Poo. Sin ningún pudor, don Juan hacía responsable principal del hedor reinante en la clase al color tostado del niño. Puedo jurar, sin embargo, que el mulato no era, ni de lejos, el alumno más apestoso de la clase.
Nuestro único libro de texto era la enciclopedia escolar “Faro, para alumnos en periodo de perfeccionamiento”, cuya primera página decía que había sido pensada y escrita por don Quiliano Blanco Hernando, y editada especialmente para el Concurso del Patronato del Fomento de Igualdad de Oportunidades. En letra muy pequeña decía también “para niños de 10 a 12 años”. Yo tenía por entonces sólo ocho...
En las 730 páginas del libro, don Quiliano tocaba todos los palos y le metía mano por igual a los quebrados, las divisiones y las raíces cuadradas, a la religión católica, la geografía de España, las Ciencias Naturales, la Historia o la Lengua Española, reservando un buen puñado de páginas a la formación político-social y a la exaltación del Caudillo, la FE de las JONS, Ramiro Ledesma, Onésimo Redondo y a otros padres del Glorioso Movimiento.
En sólo tres meses llegué a hacer barbaridades inimaginables para madame Caillequirie y su esquema de aprendizaje en libertad, igualdad y fraternidad. Sin ir más lejos, aprendí de mi amigo Paquito Espina todas las trampas posibles en los principales juegos de azar practicados en el colegio, mi mano derecha soportó algún que otro palo como castigo a mi insolencia, e incluso llegué a pegarle mis primeras caladas a un cigarrillo sin filtro.
Debo confesar que ahora me resulta difícil encontrarle un lado positivo a mi estancia en la escuela de don Francisco, pero durante ese corto periodo perdí mi acento francés, crecí cuatro centímetros y fui promocionado a cuarto curso. Un par de días más tarde, sin embargo, alguien se percató que, con mis ocho añitos recién cumplidos, el curso que en realidad me correspondía empezar era el que acababa de aprobar...
Al año siguiente tuve que repetir tercero en un colegio de un pueblo de Granada. Pero ese fue sin duda de más grato recuerdo, con sesiones infinitas de fútbol en la era, un buen maestro a la antigua usanza que, sin embargo, había desterrado por completo los palos y que nos hacía cantar cada mañana, dios sabrá por qué, una copla titulada “A raíz do toxo verde”. Nosotros a cambio le tratábamos con respeto pero sin miedo, y premiabamos su dedicación cantando a pleno pulmón la cancioncilla en gallego.
Pasado ya mucho tiempo desde entonces, y mirándolo ya todo desde la atalaya comprensiva y más objetiva de los años, creo que lo que realmente hacía aborrecible la escuela de don Francisco era -dejando a un lado la violencia- la mala elección de los tempos con los que abrir al mundo los sentidos de los alumnos sin acelerar la pérdida de su inocencia. Porque tal vez lo más importante que debemos retener del periodo escolar no son las ecuaciones o los pronombres, sino el hecho de que no hay ninguna prisa para dejar de ser un niño.

domingo, 11 de septiembre de 2011

El Gobierno de los Psicópatas

El rabioso sistema neoliberal que domina nuestro bonito planeta desde hace ya bastante tiempo requiere para su funcionamiento de líderes a los que no le tiemble la mano cuando toman decisiones. En un mundo tan competitivo, la selección de esos líderes debe hacerse entre individuos intrépidos con encanto superficial que, dejando a un lado los remordimientos, sean capaces de resolver problemas “difíciles” sin despeinarse.
Por eso, para ser un buen “escalador” resulta muy ventajoso saber dejar aparcados los sentimientos y disponer de zippi-visión, ese mecanismo que te ayuda a ver a los demás como objetos que te rodean y están a tu servicio.
El buen funcionamiento de la empresa, a cuya cabeza se encuentran los líderes, es el objetivo. A cambio, el sistema permitirá que sus líderes muestren ciertos comportamientos extravagantes, y aplaudirá ciertas dosis de frívolidad e incluso de promiscuidad. Imagino que a su mente ya se han asomado varios ejemplos recientes.
Ustedes me dirán ahora que en los tres párrafos que anteceden a este, todo resulta obvio y que no he escrito nada nuevo. Pero si yo les recuerdo ahora que entre los principales síntomas de la psicopatía se encuentran la ausencia de remordimientos, la carencia de empatía hacia tus semejantes, el egocentrismo radical, la “cosificación” de los demás, las carencias emocionales, los trastornos de la personalidad, la extravagancia, la promiscuidad y la ausencia de culpa, convendrán ustedes conmigo en que tenemos un problema.
En un mundo como el nuestro, un tipo normal y honrado nunca podrá competir con alguien que es así por naturaleza. En todo caso, sólo podrá llegar a imitarlo. Por eso nuestros parlamentos, nuestras empresas y, en general, todos los centros de poder se están convirtiendo en sobredimensionados depósitos de psicópatas. Es lo que el psiquiatra Andrew M. Lobaczewski ha denominado “patocracia”, un sistema paradójicamente injusto que busca el malestar generalizado y la infelicidad de la mayoría de los ciudadanos.
En este “gobierno de los psicópatas” todo queda justificado con el bienestar de los iluminados que siempre creerán ser merecedores de lo que les ocurre. Se admiten propuestas dirigidas a evitar toda esa mierda.

sábado, 10 de septiembre de 2011

La Codicia

Otro Mateo -que según dicen, era más bueno que yo- escribió un día que el Cristo había dicho que, en cuestiones de caridad, tu mano izquierda no debe saber nunca lo que hace la derecha. El escrito del evangelista era una de las lecturas preferidas de don Aurelio, que la repetía una y otra vez en sus extrañas catequesis, durante las que literalmente se retorcía intentando explicarnos que la expresión venía a ser una invitación metafórica a evitar el fariseismo.
Pero a esas edades cuanto más énfasis dedicas a explicar una cuestión inocente, más fácil es que la mente inexperta acabe viajando hacia la región fronteriza en la que empieza la locura... Y un cóctel en el que esquizofrenia y miembros que razonan solos forman parte de la mezcla no parece, desde luego, la parada más oportuna en la que detenerse.
Yo, además, era un alumno muy aventajado en esa asignatura de darle vueltas al coco, y ante una simple caja de quesitos en la que una vaca risueña lucía otras dos cajas por zarcillos, podía pasarme horas flotando alrededor del concepto de infinito. Por eso, cuando don Aurelio empezó aquel día su juego de contorsiones sobre lo que debía saber la mano izquierda de lo que hacía la derecha, yo empecé a elucubrar acerca de lo que debía saber la derecha de lo que hacía la izquierda, iniciando así uno de los primeros viajes exploratorios hacia mi lado oscuro.
El viaje fue de ida y vuelta y, para bien o para mal, mi personalidad no acabó muy señalada por los pensamientos de aquel día. Sin embargo, cada vez que me tropiezo con historias de otros cuya moralidad resulta cuanto menos discutible, vuelvo por momentos a embarcarme en ese velero que navega por el filo de la navaja y que atraviesa algunos de los lugares menos iluminados del espíritu.
Precisamente ayer tuve una de esas epifanías después de leer un antiguo informe acerca de un tal Mandel Szkolnikoff, un judío de Vilnius que había dedicado sus primeros balbuceos mercantiles al comercio de telas en la Rusia de los Zares. Ágil y buen negociante, la toma del Palacio de Invierno no le cogió con el paso cambiado, y también logró trapichear con el Ejército Rojo. Pero hacer negocios con muertos de hambre resultó ser poco rentable a la vez que peligroso... Así que optó por salir corriendo de la incipiente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y hacerse apátrida.
Durante años fue dando tumbos por media Europa, hasta que en 1930 recaló en Francia. Durante un tiempo sobrevivió con los escasos beneficios obtenidos con asuntos más o menos oscuros del mercado negro de entreguerras. En ese ambiente deprimido conoció a Elfrieda Sanson, una alemana de armas tomar conocida en los bajos fondos parisinos con el alias de Hellene, de la que enseguida se enamoró perdidamente.
En 1939 el ejercito alemán invadió Francia, y la sociedad formada por Hellene y Mandel aprovechó el desbarajuste en el que se encontraba entonces el país para comprar algunas fábricas textiles a precio de ganga.
A pesar de su origen semita y plenamente consciente de las intenciones nazis, Szkolnikoff no dudó en aprovechar la ocasión, y con la imprescindible ayuda de Hellene, se convirtió en el principal proveedor en Francia de la Gestapo y las SS. Su estrecha colaboración con los invasores le permitió pasar a ser uno de los hombre más ricos de Francia y hacerse con facilidad con los negocios de otros empresarios caídos en desgracia.
En 1941, y con métodos poco éticos, logró hacerse con la mayoría de las acciones del grupo inmobiliario Donadéi-Martinez, que poseía algunos de los hoteles más elegantes de Cannes, Niza o Montecarlo. Ese mismo año se estableció en Mónaco, desde donde dirigió su imperio y recibió con frecuencia a su buen amigo Klaus Barbie, también conocido como el Carnicero de Lyon por ser el máximo responsable de la tortura y muerte de más de 14.000 personas y del envío de miles de judíos a los campos de concentración.
Pero su suerte acabó en 1944. A principios de ese año, y oliéndose ya la caída de sus benefactores, Szkolnikoff empezó a hacer envíos de oro y piedras preciosas a España, y en diciembre de ese mismo año decidió exiliarse en Madrid.
En junio de 1945, con la guerra dando sus últimos coletazos, los Servicios de Espionaje y Contraespionaje de De Gaulle dieron casualmente con su pista. Cuatro agentes lo capturaron y torturaron hasta la muerte cerca de Guadalajara, pero no obtuvieron ni una idea aproximada del escondite en el que guardaba su tesoro.
Como hombre de bien que -supongo- soy, me he despertado varias veces esta noche pensando en el poder de la codicia, que hace que un humano pueda llegar a pactar con el mismo Satanás o devorar a sus propios hijos en pos de obtener algunos privilegios.
Realmente, no podía entenderlo,… hasta que, de pronto, inicié uno de esos viajes a mi lado oscuro que casi me da vergüenza admitir. Un viaje que coincidió con el recuerdo de una pregunta que me lanzó, hace ya muchos años, un defensor de la tauromaquia. El planteamiento del aficionado fue el siguiente: Tú, Mateo, que tanto por culo das... ¿qué preferirías, vivir 50 años en un establo sucio y oscuro, deseando cada día de tu vida ser un toro de lidia, o vivir sólo cinco pastando libre por las dehesas, y únicamente desear convertirte en una vaca lechera en tus últimos veinte minutos sobre la tierra?  
Me aterrorizó la respuesta que pudiera haber elegido y entonces decidí, recubierto de sudor, levantarme y hacerme un café.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El Miedo


Quiso la luna un día que a una isla lejana llegara una goleta desprovista de bandera. Bañada por las corrientes frías y por la pálida luz del satélite, la nave echó el ancla en un apartado fondeadero casi desprovisto de miradas.
Su cargamento no consistía en tesoros de las Indias, ni en ambrosías y especias de Oriente. No. Tampoco eran maderas nobles o marfil. Su carga estaba compuesta de lamentos de gente escuálida. Gente rubia de lengua extraña que había sido encarcelada y torturada -dios sabrá por qué-, y más tarde rescatada por el capitán del velero. Pero la piedad del capitán tenía un límite. Sin víveres a bordo y con América todavía lejos, tuvo que arriar su bandera y desembarcar furtivamente a los desgraciados pasajeros. Sólo el cabrero Machín fue testigo de la secreta maniobra y, abandonando su ganado, corrió ladera arriba para dar la señal de alarma.
Hacía ya rato que el sol había salido cuando el pastor llegó al caserón que en Valverde hacía las veces de ayuntamiento y, entre jadeos, pudo explicar con detalle todo lo que sus ojos habían visto de madrugada. En menos de media hora la milicia defensiva estuvo lista y dispuesta a partir. El capitán Briz, el único profesional, y quince magos armados con alpargatas, mosquetes viejos y grandes cuchillos formaban casi marciales en la era de Barreda, muy cerca del camino que lleva al Puerto de Naos, pasando por San Andrés y el Pinar.
A marchas forzadas y con la ayuda de caballería, pudieron alcanzar ese mismo día el alto de Taibique, y desde allí comprobaron con alivio que el barco se alejaba ya hacia el suroeste con todo el trapo desplegado. A Juan Briz no le parecíó sensato ni prudente salir en su busca y todos, salvo Machín, asintieron. El cabrero, muy excitado, seguía perseverando en que la maniobra había sido extraña y juraba con vehemencia que había visto desembarcar a no pocas personas y a algunas mercancías. Tanto insistió el hombre que, por no desairarlo, decidieron mandar una avanzadilla que inspeccionara la zona.
Machín y dos milicianos tomaron la retorcida senda que lleva hasta el mar, y cuando todavía no habían doblado la punta de los Frailes ya percibieron un resplandor que presagiaba hogueras. Con sigilo se acercaron hasta los lajiares que rodean la bahía y fueron testigos entonces de que la isla había sido tomada. No parecía, sin embargo, que fueran piratas, ni que se dispusieran a saquear algún caserío cercano.
Con el mismo cuidado con el que habían llegado, los tres hombres se deslizaron entre las cortantes lavas del malpaís hasta encontrar de nuevo el camino que los llevó con el resto de la partida. Entonces, Justo Morales -el de más edad de los tres exploradores- fue tajante: “Ahí abajo hay gente”.
Era el día cinco de abril de 1779 y unos cien voluntarios se encontraban ya apostados alrededor de la bahía de Naos, el mismo lugar en el que casi cuatro siglos antes habían desembarcado Bethencourt y La Salle. Dos falúas venidas de la Estaca vigilaban desde el mar a los intrusos, y un continuo ir y venir de mujeres, en lo que se convino era la zona de cocinas, hacía presagiar un asedio largo.
El informe de Briz puntualizaba que 14 hombre jóvenes y viejos, otras tantas mujeres y ocho niños habían desembarcado tres días antes en el Puerto de Naos. Todos presentaban mal aspecto, vestían harapos y se sabían observados. Algunos se mantenían todo el tiempo acostados, como si estuvieran cansados o enfermos. No se habían visto armas y los pocos víveres detectados habían sido almacenados en una ruina.
No muy lejos, el alcalde Francisco Hernández mostraba el gesto preocupado, tal vez más de lo que la situación requería. Con rabia llamó al capitán Briz y ordenó enviar un emisario con vituallas para, a cambio, recabar detalles del desembarco y de su mal aspecto. Le preocupaba, sobre todo, que fueran portadores de la peste.
Melquiades, un hombre pequeño, enjuto y listo como el hambre, fue el elegido por haber estado enrolado varios años en un ballenero inglés. Lo desnudaron y don Baudilio, el cirujano gaditano desterrado por sus ideas jacobinas, le aplicó friegas de vinagre por todo el cuerpo. Luego lo untó con una pomada hedionda y permitió que tapara sus genitales con un calzón.
Con una saca de víveres en la mano izquierda y una pistola de pedernal en la derecha, el arponero bajó por el camino. Arriba, asomaban cabezas curiosas por todas partes; abajo, todos quedaron quietos y con los ojos clavados en el casi desnudo enviado.
Un hombre de unos cuarenta años avanzó hacia Melquiades y le habló con parsimonia. Usaba la jerga franca de los marineros, mezclando palabras de lenguas reconocibles con otras de origen incierto. La extraña conversación se prolongó durante media hora y acabó de repente, cuando el extranjero recogió las vituallas del suelo y el emisario dio media vuelta.
Todos se arremolinaron alrededor del inexpresivo arponero, y el alcalde lo agarró con fuerza de un brazo, suplicándole que hablara. Casi con desgana contó que, por lo que había llegado a entender, era gente de Irlanda que había permanecido cautiva más de dos años en cárceles inglesas y que, tras el pago de un rescate, habián sido embarcados con destino a las colonias portuguesas de América. Luego contó lo de la escasez de víveres y el desembarco, y recordó que habían insistido en explicar que su aspecto desaliñado se debía únicamente al prolongado encarcelamiento y que, con la excepción de algún anciano reumático, todos gozaban de buena salud.
El alcalde farfulló entre dientes “apestados, están todos apestados”. Los instantes que siguieron fueron de enorme tensión, con todos los prohombres de la Villa y el Pinar hablando sin moderación a grito pelado. “Esos desdichados nos matarán a todos”, decía Ramón el de Sabinosa; “debemos anteponer la salud de nuestros hijos”, le replicaba Andrés Padrón; “que se vayan, que se vayan”, apostillaba Pedro el portugués.
Briz dejó que hablaran y cuando se calmaron, pidió la palabra. “No debemos precipitarnos. En mi opinión deberíamos enviar un emisario a Tenerife para poner en conocimiento del Gobernador Militar la crítica situación. Él, y no otro, adoptaría la solución más adecuada. Mientras tanto, la Milicia mantendría a raya a los naúfragos del Puerto de Naos”.
Tras un breve silencio, hubo protesta generalizada. En Nisdafe y en otras zonas de la isla los hombres estaban ya trabajando en el campo y las familias no podrían sobrevivir con los ocho cuartos de sobresueldo de la Milicia. Además, … el Ayuntamiento, entonces inmerso en la construcción de un nuevo consistorio, carecía de los fondos necesarios para mantener el sitio más de una semana. Francisco Hernández decidió convocar un pleno extraordinario allí mismo, que tendría como únicos puntos del Orden del Día la enumeración de propuestas y la votación correspondiente. El Secretario tomó nota, y envió correo urgente a los tres ediles ausentes.
A las seis de la tarde dio comienzo el Pleno, al que asistieron el alcalde, los quince ediles y más de doscientos isleños. Hernández hizo una exposición viciada de la situación, explicó el procedimiento, e invitó a los presentes a hacer las propuestas. Briz recordó la suya, y de nuevo hubo condenas generalizadas. El secretario intentó poner orden pero la turba sólo calló cuando Ramón, el de Sabinosa, se levantó y planteó ejecutar a punta de pistola a los irlandeses, tirándo sus cadáveres y enseres al mar.
Entonces el cirujano se levantó y dijo: “Una barbaridad, eso es una barbaridad”. Y de nuevo se impuso un guirigay que el alcalde acertó a ahogar con un grito: “Tú, Baudilio, no tienes vela en este entierro, tú dedícate a curar pupas y a mantener tu sucia boca cerrada. Aquí no nos vengas con tus miserias...”. La vena revolucionaria del galeno le hizo saltar de su asiento como un resorte, y sólo los reflejos de dos milicianos jóvenes impidieron que pudiera dar buena cuenta del alcalde, que con una sonrisa añadió:¿Alguna propuesta más?”. Nadie abrió la boca y el secretario dio por cerrada la lista.
La votación se hizo a mano alzada y la propuesta del de Sabinosa obtuvo los dieciseis votos posibles.
Apesadumbrado pero tranquilo, el cirujano sólo acertó a suplicar: “Por Dios, dejadme bajar a examinar a esos desgraciados...”. A lo que respondió Hernández: “¿Por Dios?¿Cómo te atreves a tomar el nombre Dios en vano, tu que eres un apóstata?”. El cura de San Antonio Abad asintió con la cabeza, y la decisión del Pleno quedó sellada.
Todavía no había amanecido, cuando el campamento ya hervía. Las mujeres servían leche de cabra caliente, pellas de gofio, higos pasados y almendras, y los hombres limpiaban sus armas para no pensar en la tarea que les tocaba.
A las siete en punto Briz reunió a 32 hombres que portaban armas de fuego, y pasó revista. Luego explicó la estrategia, dio algunos consejos prácticos y les recomendó que no mirasen a los ojos a los que iban a ser sus víctimas. El cura bendijo a todos y, sin dilación, comenzaron la bajada.
Cuatro hogueras señalaban la posición de otros tantos centinelas que, al oír llegar a la partida pidieron el santo y seña. Se oyeron los primeros gritos de los sitiados.
Briz dudó un segundo en parapetar a sus hombres, pero finalmente optó por bajar a campo abierto. Encontraron a los irlandeses apiñados junto al acantilado, sin ofrecer defensa. Sólo se oían lamentos y gente llorando, y el que hacía de jefe empezó a gritar: “Uimh, le do thoil. Cén fáth?”. El primer tiro salió de un mosquete, y el plomo entró por el ojo derecho del lider, que cayó al suelo como un saco.
Los lamentos pasaron a ser gritos. Algunos corrieron a refugiarse entre las piedras, otros caían de rodillas, pero la mayoría quedó en pie y agrupada. Entonces Briz dio la orden de disparar a discreción.
Durante tres largos minutos se oyó a la fusilería. Luego se escucharon disparos aislados, mientras algunos milicianos cubrían sus cuerpos desnudos con el engüento pestilente de don Baudilio. Poco después, los cadáveres de los desdichados fueron cayendo uno tras otro al mar embravecido.
Sólo el gruñido bronco de un bufadero cercano impidió entonces que el silencio fuese absoluto.

La triste historia ocurrida en 1779 en la isla del Hierro corrío de boca en boca en las semanas que siguieron, llegando incluso a la corte madrileña. Enterado de la inhumana tragedia, el Marqués de la Cañada -por entonces Capitán General de Canarias- mandó apresar a Francisco Hernández, a los quince ediles de Valverde y al capitán Briz. La investigación de lo ocurrido quedó a cargo de D. Juan Antonio de Urtusáustegui, nombrado a tal efecto Gobernador Temporal de Armas.
Urtusáustegui, un ilustrado de origen vasco nacido en la Orotava, pasó varios meses en la isla investigando el caso, y durante todo ese tiempo aprovechó también para hacer una excelente recopilación sobre la naturaleza, las costumbres y la sociedad herreña, que años más tarde dejó plasmada en un diario escrito con elegancia y sabiduría.
Menos elegantes, y más fáciles e injustas serían, sin embargo, las recomendaciones dirigidas a resolver el caso de los irlandeses asesinados. A su vuelta a Tenerife, Urtusáustegui propuso la libre absolución del Cabildo herreño al completo, cuya actitud fue calificada casi de heroica. Por el contrario, concentró toda la culpa de las atrocidades cometidas en la figura del Capitán Briz, que finalmente fue condenado y encerrado de por vida en el Castillo de San Joaquín.