martes, 27 de septiembre de 2011

La Traición

Mi enciclopedia escolar Faro, pensada y escrita por don Quiliano Blanco, reproducía en una de sus páginas los retratos esquemáticos de tres grandes inventores y científicos españoles, que demostraba de una vez por todas que si en este país hubieramos querido, no habría premio Nóbel que se nos hubiese escapado. Pero somos demasiado chulos para eso y siempre nos decantamos por el mucho más cómodo y relajado “que inventen ellos”.
Los tres sabios no eran otros que Isaac Peral, Juan de la Cierva y Miguel Servet, dos murcianos y un aragonés que, además de tener talento, coincidían en haberla palmado lejos de las fronteras patrias, mientras se buscaban la vida. Don Quiliano apostillaba además que Servet había sido asesinado a fuego por protestantes envidiosos de su ciencia, dejando entrever que el de Villanueva de Sigena poseía valores personales muy cercanos a los del glorioso Movimiento Nacional.
Para un niño medianamente obediente como fui yo, las palabras de don Quiliano no tenían por qué ser puestas en duda, y a los ocho años tenía la certeza absoluta de que no quedaba lugar en el cielo para protestantes, melenudos y comunistas. Pero a los quince empezaron a entrarme las dudas, y con diecisiete todo se volvió del revés, como un guante. A esa edad, con el Tío Paco bajo tierra y tocado ya con una melena leonina, casi llegué a estar seguro de que los únicos que podían llegar a tocar el cielo -el cielo proletario, claro- debían seguir a pies juntillas el Libro Rojo de Mao, y que todo lo que era católico o español era malo, olía a rancio o estaba apulgarado.
Por simple regla de tres, luteranos, anglicanos o presbiterianos -aunque confundidos- debían hallarse bastante cerca de la verdad, ya que no podía ser casual que los paises protestantes gozaran de más libertad, ganaran más medallas en las olimpiadas y fueran más rubios... Pero pasaron los años y un buen día cayó en mis manos la traducción de un texto sacado de Christianismi Restitutio, la misma obra en la que Servet contaba lo de la circulación pulmonar. Lo que allí se decía venía a ser diametralmente opuesto a lo que sugería mi enclopedía Faro, y hacía que don Miguel Servet pareciera un protestante de tomo y lomo.
Pero si eso era verdad ¿También lo era que hubiese sido quemado por los suyos? Y me puse a leer... Lo que finalmente deduje resultó ser mucho más espantoso de lo que hubiera podido imaginar, y ahora confío aún menos, si cabe, en el Homo sapiens en general y en la Confederación Helvética en particular.
Haciendo un rápido resumen de su vida diré que Miguel Servet fue, antes que nada, un imprudente que nació en 1511 de padre de ascendencia noble y de madre judeoconversa, que recibió una esmerada educación y que a la edad de 19 años ya formaba parte del séquito de Carlos V, de cuya coronación fue testigo. Más tarde seguiría viajando por Europa y entró en contacto con pensadores de todos los colores y tendencias. Poco a poco llegó a la conclusión de que católicos, luteranos, anabaptistas o jansenistas tenían razón en algunas cosas, pero se equivocaban en otras... y, por supuesto, recibió hostias de todos ellos.
Escribió entonces su De Trinitatis Erroribus, una obra en la que se decantaba abiertamente por un panteismo de cuño propio, tan alejado de Roma como de la Reforma, y en la que buena parte de sus páginas estaban dedicadas a ridiculizar la figura de la Santísima Trinidad. Como buen chico que era, le mandó un ejemplar al obispo de Zaragoza para que se lo corrigiera, pero el prelado no sólo no le mandó las correcciones, sino que vino a decirle que como lo pillara le iba a meter un paquete que se iba a enterar.
Acojonado por las amenazas, decidió cambiarse el nombre pero, como no era muy espabilao, eligió el apodo más tonto que encontró: Michel de Villeneuve (Michel por Miguel y Villeneuve por su pueblo, Villanueva de Sigena). Confiado bajo la “protección” de su nueva identidad, se fue a Lyon y encontró trabajo como ayudante del médico Sinforiano Champier. El doctor Champier debía ser un gran tipo, ya que le enseñó todo lo que sabía sobre medicina e incluso llegó a recomendarle para que siguiera estudiando anatomía y cirugía en la Sorbona, donde conoció a médicos, matemáticos, filósofos y a un tal Jean Cauvin, más conocido en España por el nombre de Calvino.
La vida parecía irle bien, pero Miguel era culo de mal asiento y empezó a soltar inconveniencias que le hicieron bastante impopular entre profesores y alumnos del claustro parisino. Viéndolas venir, regresó a Lyon donde volvió a jugar con fuego, al aceptar convertirse en médico personal de Pierre Palmier, arzobispo de la iglesia católica que, recordémoslo, lo seguía teniendo en busca y captura. Desde la misma guarida del lobo y en secreto, escribió Christianismi Restitutio, su obra cumbre, en la que insistía en la inconsistencia de la Trinidad, y en su visión panteista a través de la divinidad del hombre, a la vez que criticaba abiertamente el bautismo de niños por tratarse, según él, de un acto que sólo tenía validez si era aceptado voluntariamente.
Con la obra ya acabada, Servet le envíó el manuscrito a Calvino -convertido ya en ayatollah de la república teocrática de Ginebra- para que se lo corrijiera, y este se lo devolvió repleto de anotaciones y acompañado de su propio libro Institutio religionis Christianae, para que aprendiera.
Tampoco esta vez pudo mantenerse quieto el imprudente aragonés, y devolvió a su dueño la obra cumbre del Calvinismo garabateada y llena de correcciones. Juan Calvino, que no llevaba muy bien eso de que le enmendaran la plana, montó en cólera e inmediatamente envió una carta al arzobispo Palmier (su enemigo jurado en la vecina Vienne), comunicándole que Michel de Villeneuve era en realidad un seudónimo del hereje Servet.
Enterado de la putada gracias a su antiguo amigo Champier, Miguel Servet salió con lo puesto de Vienne d''Isère en dirección a Italia, pero... era demasiado curioso, demasiado impulsivo, demasiado imprudente, y hacer un alto en Ginebra para ver de cerca y en primera persona lo que allí pasaba no le pareció una idea tan peregrina.
Miguel fue reconocido y capturado en el Sancta Sanctorum de los reformistas, donde fue horriblemente torturado y mutilado durante semanas, a veces por la mano misma de Calvino. Mientras tanto, un tribunal católico lo condenaba en rebeldía en la ciudad de Lyon y su efigie era quemada en la hoguera. Pocos días más tarde, el 27 de octubre de 1553, el tribunal calvinista hizo lo propio y Servet fue quemado vivo, esta vez en cuerpo y alma.
En definitiva, Miguel Servet fue un médico y reformista cristiano que murió por ser un pardillo confiado e imprudente, que decía ingenuidades tales como que Cristo es una prolongación del Padre que no tiene sentido sin el Padre -frente a católicos y calvinistas que siguen afirmando aquello tan musical de que Dios es uno y trino-, que Dios está presente en todo el universo, incluido el cuerpo de los hombres, o que su santidad alcanza cada rincón de la anatomía humana gracias a la circulación sanguínea pulmonar. Lo mató un tal Jean Cauvin, un iluminado ascendido a papa de la iglesia Reformada de Ginebra y un enfermo de soberbia, que no pudo aguantar que un pobre médico que jugaba a ser teólogo le hiciera algunas observaciones ingenuas que podían poner en duda su autoridad. Don Quiliano Blanco tenía al menos razón en lo de que Miguel Servet fue quemado por los protestantes, aunque se le olvidó decir que no fue precisamente por su ciencia y que los católicos no lo hicieron antes porque se les escapó.
Reivindicando aquello de que mal de muchos consuelo de tontos, tal vez lo único positivo de toda esta historia sea el hecho de que los españoles en particular y los católicos en general, no fueron los únicos cabrones del orbe, lo que nos deja a nosotros -sus descendientes- tan limpios (o tan sucios) como el resto. Ya sé que todo esto pasó hace ya casi cinco siglos y que no merece la pena seguir metiendo el dedo en la llaga, pero..., piénsenlo bien, y díganme con la mano en el corazón si no eran (somos) todos unos gilipollas.

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