sábado, 10 de septiembre de 2011

La Codicia

Otro Mateo -que según dicen, era más bueno que yo- escribió un día que el Cristo había dicho que, en cuestiones de caridad, tu mano izquierda no debe saber nunca lo que hace la derecha. El escrito del evangelista era una de las lecturas preferidas de don Aurelio, que la repetía una y otra vez en sus extrañas catequesis, durante las que literalmente se retorcía intentando explicarnos que la expresión venía a ser una invitación metafórica a evitar el fariseismo.
Pero a esas edades cuanto más énfasis dedicas a explicar una cuestión inocente, más fácil es que la mente inexperta acabe viajando hacia la región fronteriza en la que empieza la locura... Y un cóctel en el que esquizofrenia y miembros que razonan solos forman parte de la mezcla no parece, desde luego, la parada más oportuna en la que detenerse.
Yo, además, era un alumno muy aventajado en esa asignatura de darle vueltas al coco, y ante una simple caja de quesitos en la que una vaca risueña lucía otras dos cajas por zarcillos, podía pasarme horas flotando alrededor del concepto de infinito. Por eso, cuando don Aurelio empezó aquel día su juego de contorsiones sobre lo que debía saber la mano izquierda de lo que hacía la derecha, yo empecé a elucubrar acerca de lo que debía saber la derecha de lo que hacía la izquierda, iniciando así uno de los primeros viajes exploratorios hacia mi lado oscuro.
El viaje fue de ida y vuelta y, para bien o para mal, mi personalidad no acabó muy señalada por los pensamientos de aquel día. Sin embargo, cada vez que me tropiezo con historias de otros cuya moralidad resulta cuanto menos discutible, vuelvo por momentos a embarcarme en ese velero que navega por el filo de la navaja y que atraviesa algunos de los lugares menos iluminados del espíritu.
Precisamente ayer tuve una de esas epifanías después de leer un antiguo informe acerca de un tal Mandel Szkolnikoff, un judío de Vilnius que había dedicado sus primeros balbuceos mercantiles al comercio de telas en la Rusia de los Zares. Ágil y buen negociante, la toma del Palacio de Invierno no le cogió con el paso cambiado, y también logró trapichear con el Ejército Rojo. Pero hacer negocios con muertos de hambre resultó ser poco rentable a la vez que peligroso... Así que optó por salir corriendo de la incipiente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y hacerse apátrida.
Durante años fue dando tumbos por media Europa, hasta que en 1930 recaló en Francia. Durante un tiempo sobrevivió con los escasos beneficios obtenidos con asuntos más o menos oscuros del mercado negro de entreguerras. En ese ambiente deprimido conoció a Elfrieda Sanson, una alemana de armas tomar conocida en los bajos fondos parisinos con el alias de Hellene, de la que enseguida se enamoró perdidamente.
En 1939 el ejercito alemán invadió Francia, y la sociedad formada por Hellene y Mandel aprovechó el desbarajuste en el que se encontraba entonces el país para comprar algunas fábricas textiles a precio de ganga.
A pesar de su origen semita y plenamente consciente de las intenciones nazis, Szkolnikoff no dudó en aprovechar la ocasión, y con la imprescindible ayuda de Hellene, se convirtió en el principal proveedor en Francia de la Gestapo y las SS. Su estrecha colaboración con los invasores le permitió pasar a ser uno de los hombre más ricos de Francia y hacerse con facilidad con los negocios de otros empresarios caídos en desgracia.
En 1941, y con métodos poco éticos, logró hacerse con la mayoría de las acciones del grupo inmobiliario Donadéi-Martinez, que poseía algunos de los hoteles más elegantes de Cannes, Niza o Montecarlo. Ese mismo año se estableció en Mónaco, desde donde dirigió su imperio y recibió con frecuencia a su buen amigo Klaus Barbie, también conocido como el Carnicero de Lyon por ser el máximo responsable de la tortura y muerte de más de 14.000 personas y del envío de miles de judíos a los campos de concentración.
Pero su suerte acabó en 1944. A principios de ese año, y oliéndose ya la caída de sus benefactores, Szkolnikoff empezó a hacer envíos de oro y piedras preciosas a España, y en diciembre de ese mismo año decidió exiliarse en Madrid.
En junio de 1945, con la guerra dando sus últimos coletazos, los Servicios de Espionaje y Contraespionaje de De Gaulle dieron casualmente con su pista. Cuatro agentes lo capturaron y torturaron hasta la muerte cerca de Guadalajara, pero no obtuvieron ni una idea aproximada del escondite en el que guardaba su tesoro.
Como hombre de bien que -supongo- soy, me he despertado varias veces esta noche pensando en el poder de la codicia, que hace que un humano pueda llegar a pactar con el mismo Satanás o devorar a sus propios hijos en pos de obtener algunos privilegios.
Realmente, no podía entenderlo,… hasta que, de pronto, inicié uno de esos viajes a mi lado oscuro que casi me da vergüenza admitir. Un viaje que coincidió con el recuerdo de una pregunta que me lanzó, hace ya muchos años, un defensor de la tauromaquia. El planteamiento del aficionado fue el siguiente: Tú, Mateo, que tanto por culo das... ¿qué preferirías, vivir 50 años en un establo sucio y oscuro, deseando cada día de tu vida ser un toro de lidia, o vivir sólo cinco pastando libre por las dehesas, y únicamente desear convertirte en una vaca lechera en tus últimos veinte minutos sobre la tierra?  
Me aterrorizó la respuesta que pudiera haber elegido y entonces decidí, recubierto de sudor, levantarme y hacerme un café.

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