Quiso la luna un día que a una isla lejana llegara una goleta desprovista de bandera. Bañada por las corrientes frías y por la pálida luz del satélite, la nave echó el ancla en un apartado fondeadero casi desprovisto de miradas.
Su cargamento no consistía en tesoros de las Indias, ni en ambrosías y especias de Oriente. No. Tampoco eran maderas nobles o marfil. Su carga estaba compuesta de lamentos de gente escuálida. Gente rubia de lengua extraña que había sido encarcelada y torturada -dios sabrá por qué-, y más tarde rescatada por el capitán del velero. Pero la piedad del capitán tenía un límite. Sin víveres a bordo y con América todavía lejos, tuvo que arriar su bandera y desembarcar furtivamente a los desgraciados pasajeros. Sólo el cabrero Machín fue testigo de la secreta maniobra y, abandonando su ganado, corrió ladera arriba para dar la señal de alarma.
Hacía ya rato que el sol había salido cuando el pastor llegó al caserón que en Valverde hacía las veces de ayuntamiento y, entre jadeos, pudo explicar con detalle todo lo que sus ojos habían visto de madrugada. En menos de media hora la milicia defensiva estuvo lista y dispuesta a partir. El capitán Briz, el único profesional, y quince magos armados con alpargatas, mosquetes viejos y grandes cuchillos formaban casi marciales en la era de Barreda, muy cerca del camino que lleva al Puerto de Naos, pasando por San Andrés y el Pinar.
A marchas forzadas y con la ayuda de caballería, pudieron alcanzar ese mismo día el alto de Taibique, y desde allí comprobaron con alivio que el barco se alejaba ya hacia el suroeste con todo el trapo desplegado. A Juan Briz no le parecíó sensato ni prudente salir en su busca y todos, salvo Machín, asintieron. El cabrero, muy excitado, seguía perseverando en que la maniobra había sido extraña y juraba con vehemencia que había visto desembarcar a no pocas personas y a algunas mercancías. Tanto insistió el hombre que, por no desairarlo, decidieron mandar una avanzadilla que inspeccionara la zona.
Machín y dos milicianos tomaron la retorcida senda que lleva hasta el mar, y cuando todavía no habían doblado la punta de los Frailes ya percibieron un resplandor que presagiaba hogueras. Con sigilo se acercaron hasta los lajiares que rodean la bahía y fueron testigos entonces de que la isla había sido tomada. No parecía, sin embargo, que fueran piratas, ni que se dispusieran a saquear algún caserío cercano.
Con el mismo cuidado con el que habían llegado, los tres hombres se deslizaron entre las cortantes lavas del malpaís hasta encontrar de nuevo el camino que los llevó con el resto de la partida. Entonces, Justo Morales -el de más edad de los tres exploradores- fue tajante: “Ahí abajo hay gente”.
Era el día cinco de abril de 1779 y unos cien voluntarios se encontraban ya apostados alrededor de la bahía de Naos, el mismo lugar en el que casi cuatro siglos antes habían desembarcado Bethencourt y La Salle. Dos falúas venidas de la Estaca vigilaban desde el mar a los intrusos, y un continuo ir y venir de mujeres, en lo que se convino era la zona de cocinas, hacía presagiar un asedio largo.
El informe de Briz puntualizaba que 14 hombre jóvenes y viejos, otras tantas mujeres y ocho niños habían desembarcado tres días antes en el Puerto de Naos. Todos presentaban mal aspecto, vestían harapos y se sabían observados. Algunos se mantenían todo el tiempo acostados, como si estuvieran cansados o enfermos. No se habían visto armas y los pocos víveres detectados habían sido almacenados en una ruina.
No muy lejos, el alcalde Francisco Hernández mostraba el gesto preocupado, tal vez más de lo que la situación requería. Con rabia llamó al capitán Briz y ordenó enviar un emisario con vituallas para, a cambio, recabar detalles del desembarco y de su mal aspecto. Le preocupaba, sobre todo, que fueran portadores de la peste.
Melquiades, un hombre pequeño, enjuto y listo como el hambre, fue el elegido por haber estado enrolado varios años en un ballenero inglés. Lo desnudaron y don Baudilio, el cirujano gaditano desterrado por sus ideas jacobinas, le aplicó friegas de vinagre por todo el cuerpo. Luego lo untó con una pomada hedionda y permitió que tapara sus genitales con un calzón.
Con una saca de víveres en la mano izquierda y una pistola de pedernal en la derecha, el arponero bajó por el camino. Arriba, asomaban cabezas curiosas por todas partes; abajo, todos quedaron quietos y con los ojos clavados en el casi desnudo enviado.
Un hombre de unos cuarenta años avanzó hacia Melquiades y le habló con parsimonia. Usaba la jerga franca de los marineros, mezclando palabras de lenguas reconocibles con otras de origen incierto. La extraña conversación se prolongó durante media hora y acabó de repente, cuando el extranjero recogió las vituallas del suelo y el emisario dio media vuelta.
Todos se arremolinaron alrededor del inexpresivo arponero, y el alcalde lo agarró con fuerza de un brazo, suplicándole que hablara. Casi con desgana contó que, por lo que había llegado a entender, era gente de Irlanda que había permanecido cautiva más de dos años en cárceles inglesas y que, tras el pago de un rescate, habián sido embarcados con destino a las colonias portuguesas de América. Luego contó lo de la escasez de víveres y el desembarco, y recordó que habían insistido en explicar que su aspecto desaliñado se debía únicamente al prolongado encarcelamiento y que, con la excepción de algún anciano reumático, todos gozaban de buena salud.
El alcalde farfulló entre dientes “apestados, están todos apestados”. Los instantes que siguieron fueron de enorme tensión, con todos los prohombres de la Villa y el Pinar hablando sin moderación a grito pelado. “Esos desdichados nos matarán a todos”, decía Ramón el de Sabinosa; “debemos anteponer la salud de nuestros hijos”, le replicaba Andrés Padrón; “que se vayan, que se vayan”, apostillaba Pedro el portugués.
Briz dejó que hablaran y cuando se calmaron, pidió la palabra. “No debemos precipitarnos. En mi opinión deberíamos enviar un emisario a Tenerife para poner en conocimiento del Gobernador Militar la crítica situación. Él, y no otro, adoptaría la solución más adecuada. Mientras tanto, la Milicia mantendría a raya a los naúfragos del Puerto de Naos”.
Tras un breve silencio, hubo protesta generalizada. En Nisdafe y en otras zonas de la isla los hombres estaban ya trabajando en el campo y las familias no podrían sobrevivir con los ocho cuartos de sobresueldo de la Milicia. Además, … el Ayuntamiento, entonces inmerso en la construcción de un nuevo consistorio, carecía de los fondos necesarios para mantener el sitio más de una semana. Francisco Hernández decidió convocar un pleno extraordinario allí mismo, que tendría como únicos puntos del Orden del Día la enumeración de propuestas y la votación correspondiente. El Secretario tomó nota, y envió correo urgente a los tres ediles ausentes.
A las seis de la tarde dio comienzo el Pleno, al que asistieron el alcalde, los quince ediles y más de doscientos isleños. Hernández hizo una exposición viciada de la situación, explicó el procedimiento, e invitó a los presentes a hacer las propuestas. Briz recordó la suya, y de nuevo hubo condenas generalizadas. El secretario intentó poner orden pero la turba sólo calló cuando Ramón, el de Sabinosa, se levantó y planteó ejecutar a punta de pistola a los irlandeses, tirándo sus cadáveres y enseres al mar.
Entonces el cirujano se levantó y dijo: “Una barbaridad, eso es una barbaridad”. Y de nuevo se impuso un guirigay que el alcalde acertó a ahogar con un grito: “Tú, Baudilio, no tienes vela en este entierro, tú dedícate a curar pupas y a mantener tu sucia boca cerrada. Aquí no nos vengas con tus miserias...”. La vena revolucionaria del galeno le hizo saltar de su asiento como un resorte, y sólo los reflejos de dos milicianos jóvenes impidieron que pudiera dar buena cuenta del alcalde, que con una sonrisa añadió:¿Alguna propuesta más?”. Nadie abrió la boca y el secretario dio por cerrada la lista.
La votación se hizo a mano alzada y la propuesta del de Sabinosa obtuvo los dieciseis votos posibles.
Apesadumbrado pero tranquilo, el cirujano sólo acertó a suplicar: “Por Dios, dejadme bajar a examinar a esos desgraciados...”. A lo que respondió Hernández: “¿Por Dios?¿Cómo te atreves a tomar el nombre Dios en vano, tu que eres un apóstata?”. El cura de San Antonio Abad asintió con la cabeza, y la decisión del Pleno quedó sellada.
Todavía no había amanecido, cuando el campamento ya hervía. Las mujeres servían leche de cabra caliente, pellas de gofio, higos pasados y almendras, y los hombres limpiaban sus armas para no pensar en la tarea que les tocaba.
A las siete en punto Briz reunió a 32 hombres que portaban armas de fuego, y pasó revista. Luego explicó la estrategia, dio algunos consejos prácticos y les recomendó que no mirasen a los ojos a los que iban a ser sus víctimas. El cura bendijo a todos y, sin dilación, comenzaron la bajada.
Cuatro hogueras señalaban la posición de otros tantos centinelas que, al oír llegar a la partida pidieron el santo y seña. Se oyeron los primeros gritos de los sitiados.
Briz dudó un segundo en parapetar a sus hombres, pero finalmente optó por bajar a campo abierto. Encontraron a los irlandeses apiñados junto al acantilado, sin ofrecer defensa. Sólo se oían lamentos y gente llorando, y el que hacía de jefe empezó a gritar: “Uimh, le do thoil. Cén fáth?”. El primer tiro salió de un mosquete, y el plomo entró por el ojo derecho del lider, que cayó al suelo como un saco.
Los lamentos pasaron a ser gritos. Algunos corrieron a refugiarse entre las piedras, otros caían de rodillas, pero la mayoría quedó en pie y agrupada. Entonces Briz dio la orden de disparar a discreción.
Durante tres largos minutos se oyó a la fusilería. Luego se escucharon disparos aislados, mientras algunos milicianos cubrían sus cuerpos desnudos con el engüento pestilente de don Baudilio. Poco después, los cadáveres de los desdichados fueron cayendo uno tras otro al mar embravecido.
Sólo el gruñido bronco de un bufadero cercano impidió entonces que el silencio fuese absoluto.
La triste historia ocurrida en 1779 en la isla del Hierro corrío de boca en boca en las semanas que siguieron, llegando incluso a la corte madrileña. Enterado de la inhumana tragedia, el Marqués de la Cañada -por entonces Capitán General de Canarias- mandó apresar a Francisco Hernández, a los quince ediles de Valverde y al capitán Briz. La investigación de lo ocurrido quedó a cargo de D. Juan Antonio de Urtusáustegui, nombrado a tal efecto Gobernador Temporal de Armas.
Urtusáustegui, un ilustrado de origen vasco nacido en la Orotava, pasó varios meses en la isla investigando el caso, y durante todo ese tiempo aprovechó también para hacer una excelente recopilación sobre la naturaleza, las costumbres y la sociedad herreña, que años más tarde dejó plasmada en un diario escrito con elegancia y sabiduría.
Menos elegantes, y más fáciles e injustas serían, sin embargo, las recomendaciones dirigidas a resolver el caso de los irlandeses asesinados. A su vuelta a Tenerife, Urtusáustegui propuso la libre absolución del Cabildo herreño al completo, cuya actitud fue calificada casi de heroica. Por el contrario, concentró toda la culpa de las atrocidades cometidas en la figura del Capitán Briz, que finalmente fue condenado y encerrado de por vida en el Castillo de San Joaquín.
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