domingo, 14 de agosto de 2011

Tobías


Tobías aprendió a leer en una escuela en la que también enseñaban que el respeto por el pensamiento ajeno era el axioma indispensable de una sociedad sana e inteligente. Como es natural, todos sus compañeros recibieron la misma enseñanza, pero Tobías fue el único que decidió convertirse en adalid de la tolerancia. Tobías era -por lo visto- el alumno más tonto del colegio.
Tobías solía caer bien, y sus defensas encendidas de los desvalidos eran generalmente premiadas con palmaditas piadosas en la espalda.
Tobías murió solo y nunca llegó a tener una calle con su nombre, ... ni puta falta que le hacía.

lunes, 8 de agosto de 2011

El ajoblanco

Ponemos un par de rebanadas de pan de pueblo en agua fría para que la miga se ablande. Cuando esté maleable, la apartamos de la costra y la reservamos.
Mientras, ponemos a hervir una olla con agua; ponemos las almendras en un colador y le echamos por encima dos o tres cucharones de agua hirviendo. Dejamos enfríar unos minutos y las pelamos.
Majar en un mortero los ajos y las almendras con un poco de sal. Luego añadir el pan remojado y hacer una pasta a la que le vamos añadiendo el aceite para que ligue. Se le añade entonces el vinagre y finalmente el agua bien fresca.

Vidas ejemplares II: San Cucufato.

En contra de lo que pueda parecer, a Cucufato no le cortaron los huevos. Era desde luego un tipo bastante friki, juzguen ustedes mismos. Nacido cristiano en el norte de África (como yo) de padre montado en el denario, se le fue la olla siendo teenager y decidió -junto a su hermano- emigrar a Hispania en busca de la salvación. Por lo visto se había corrido la voz de que en la Tarraconense hacían unos martirios dabuten, y allí acabaron con las entrepiernas húmedas.
Ya en Cataluña su hermano se hizo mosso d'esquadra (se dio cuenta que le iba más dar que recibir), pero Cucufato siguió erre que erre y empezó a tocarle las narices a todo prefecto del Imperio que se le ponía por delante. Primero fue Galerio, que lo entregó a doce robustos soldados para que le hicieran de todo. Pasaron las semanas y a Cucufato cada vez se le veía más y más radiante y feliz; por el contrario los soldados se habían consumido en su propia lujuria.
Le siguió Maximiano que lo metió en aceite hirviendo mientras él canturreaba salmos. Al final quedó como un pollo al ast . Entonces fue dios, lo tocó con su varita mágica y lo dejó como nuevo, mientras Maximiano -charnego de pro- se consumió de coraje.
A Maximiano le siguió Rufo, que no se anduvo por las ramas y mandó cortarle la cabeza. Se ve que dios no estaba ese día y allí acabó la historia del friki de Cucufato. Todo esto ocurrió en lo que hoy es Sant Cugat del Vallés y aunque no se lo crean, San Cucufato es el patrón de los jorobados (alucino con la Santa Iglesia y sus ocurrencias...). Festividad: 25 de julio.

Vidas ejemplares III: Santa Catalina de Siena, o cómo no dejar nunca de sorprenderse.

Santa Catalina de Siena, patrona de Italia, se casó místicamente con Jesús... Pero lo hizo con todos los honores. Según la tradición católica, Catalinetta tenía la hermosa costumbre de gritar y revolcarse mientras veía a la Virgen. En una de las visiones místicas, María le anunció que en breve se convertiría en su suegra, y le presentó al mismísimo Jesús; la boda se celebró con todo el boato y al final de la imaginada ceremonia el Mesías le hizo entrega de un anillo de carne, a la vez que le decía: “Recibe este anillo como testimonio que eres mía y serás mía para siempre” (sic). En realidad la sortija "orgánica" no era otra cosa que el santo prepucio... y la santa de Siena lo llevaría puesto el resto de sus días, aunque sólo fuera visible para ella.
Y Catalina murió y su dedo se transformó en reliquia (ver foto adjunta). Muchas beatas que lo adoraban llegaron a afirmar que veían con claridad el famoso anillo de carne. No somos nadie.

Landru vs Nivelle

Dicen que Henry Desiré Landru fue el mayor asesino en serie de la historia de Francia. Total, unas 300 aflijidas mujeres que la guerra del 14 había transformado en viudas. Una a una, fueron pasando de su amoroso regazo a la ya famosa "cuisiniere de Gambais", dando sentido a la macabra máxima "del polvo a las cenizas", atribuida a François Villon. Henry se deshacía de los despojos en los bosques cercanos y sólo guardaba los dientes de oro de las incautas y sus monederos. Luego volvía a París con su familia, a la que agasajaba y colmaba de bonitos regalos.
¿Era acaso un mal tipo ese Landru? Pues supongo que sí, pero desde luego no era peor que el general Nivelle, que en Verdún se había encargado de fabricar un cuarto de millón de viudas, algunas de las cuales acabaron por caer entre los brazos del asesino.
No vayan a creer que siento debilidad por el llamado Barbazul de Gambais, pero creo sinceramente que Landru fue hombre de su tiempo, como lo son ahora los encargados de ejecutar hipotecas o los que malvenden nuestros aeropuertos para pagar una pequeña parte de la deuda que generó su construcción.

Os traigo una historia de gigantes y paquidermos.

Supongo que os hará gracia que os cuente que cuando yo tenía doce o trece años, en el colegio cantábamos una canción cuya letra venía a decir:
En el África Oriental había un gigante que quería dar por culo a un elefante; el elefante, que no era del oficio, con la trompa se tapaba el orificio...”.
Y seguía, pero no recuerdo muy bien cómo.
Algo más tarde, cuando me hice mayor, tuve la oportunidad y la suerte de poder moverme casi a mi antojo por una región del mundo de la que mucha gente ha oído hablar, que no muchos han llegado a visitar y que aún menos conocen. Se trata del Sáhara (así, con acento en la primera a, y aspirando ostensiblemente la h).
Allí aprendí cosas tales como que un humano puede, si así lo recomiendan las circunstancias, entrar en stand by como un lagarto, que en ocasiones la palabra libertad coincide en significado y extensión con el vocablo inmensidad, o que la diversidad (otra palabra acabada en d) a menudo se esconde detrás de la monotonía.
Los hombres del desierto suelen recordarte con actitud altanera que los europeos sólo poseemos los relojes que lucen nuestras muñecas, y que son ellos en realidad los verdaderos dueños del tiempo. Desgraciadamente esa chulería está perdiendo poco a poco todo su significado, y moros de marea, tuaregs, o chaambas han acabado por unírsenos en ese triste viaje hacia la esclavitud de los relojes.
Lo que antes era gente, ahora es multitud; los camiones vuelan sobre las onduladas y transitadas pistas, y gente armada venida desde bastante lejos se apura en defender las fantasmagóricas rayas fronterizas. Tal vez el mejor ejemplo de los cambios sufridos por el desierto en las últimas décadas se encuentre en la historia que nos recuerda el triste final del famosísimo árbol del Teneré, el único en quinientos kilómetros a la redonda, que fue involuntariamente abatido por un camionero somnoliento... Casi da risa.
Pero entre pozo y pozo sobrexplotado, o junto a los oasis abarrotados, todavía hoy encontramos señales de lo que un día fue un territorio fecundo. Hermosas señales que pueden hacer soñar al más impasible de los mortales, y que van a permitirme volver a enganchar con el asunto de los elefantes jodidos y violados del principio.
Imagino que todos recordáis la novela titulada “El Paciente Inglés”, una dramática historia de amor en tiempos de guerra que hace unos años fue llevada al cine con bastante éxito. En uno de los vericuetos del relato, se nos describían las extraordinarias pinturas rupestres descubierta por el protagonista de la historia, entre las que destacaba la imagen de un antiguo nadador disfrutando de un refrescante baño allí donde ahora sólo queda roca y arena.
Desde la butaca de un cine, la historia del conde Lazlo Almasy y su descubrimiento puede antojársenos extremadamente casual, pero en realidad resulta bastante menos rara de lo que podéis imaginar, ya que las piedras del desierto esconden a menudo figuraciones grabadas por las manos de misteriosos garamantes, en las que aparecen representados paisajes pretéritos del Sáhara y excelentes retratos de su fauna.
Las bellísimas representaciones de jirafas ramoneando entre acacias, de hipopótamos y cocodrilos compartiendo charcas, de retorcidas batallas entre pitones y sus presas o de todo un elenco de actividades desarrolladas por los antiguos habitantes del Sáhara, nos recuerdan el vibrante pulso que llegó a latir durante el neolítico en el vientre de este ahora reseco rincón del mundo.
Pero de entre todos los grabados que he podido ver con mis ojos o que fueron cuidadosamente recogidos por otros que pasaron antes y después que yo, existe una impactante imagen que se repite a menudo en sitios tan dispares como las colinas de los Eglabs, el macizo de Sefar o las montañas de Mouydir. Se trata de la que representa a grandes elefantes africanos -generalmente en actitud amigable- en el momento de ser violados y sodomizados por humanoides de gran tamaño.
Podéis intentar imaginarme ahora delante de uno de esos grabados, señalando incrédulo la piedra con mi dedo, y con la cancioncilla de mis trece años golpeándome las sienes... Y podéis imaginar también la sonrisa condescendiente del guía, acompañada de unas palabras rácanas y paternalistas: Amérolquis, mon ami. Le grand Amérolquis!
Después de aquello, os aseguro que pasé dos días KO, y otros dos que le siguieron interrogando a viejos y no tan viejos acerca de la lúbrica imagen. Debo reconocer que el personal empezó a mirarme raro.
De aquellas pesquisas pude concluir que, aunque no eran muchos los que conocían el grabado que yo había contemplado, casi todos sabían algún cuento sobre el gigante violador de paquidermos. Pero los relatos eran tan numerosos y confusos que apenas pude hilvanar una historia coherente.
Después, he pasado años (de forma intermitente, claro) recopilando cualquier información que se me ponía a tiro sobre Amerolquís, y creo que en estos momentos ya estoy en condiciones de haceros un resumen más o menos razonable de su vida, de sus inquietudes, y de sus gustos. Espero -por vuestro bien- que vuestra amplitud de miras sea mayor que la de los imbéciles que acostumbran a destruir estas y otras imágenes en virtud de sus ortodoxas e ineludibles convicciones morales. A toda esa escoria sólo le deseo que ese dios al que dicen obedecer les haga arder eternamente en el infierno de la intolerancia y de la estupidez, y que tal suplicio sólo se vea interrumpido por las visitas del gigante Amerolquís, en esos días en los que va fuerte.
….
Amerolquís fue un héroe nacido en el corazón Sáhara (unos dicen que aquí, otros dicen que allá...). Según algunos, su llegada ocurrió en la época en la que las rocas eran blandas (no es broma, de hecho hay quien le hace responsable de que éstas adoptaran la dureza que tienen en la actualidad). Entonces los valles eran verdes, y los carros tirados por caballerías aún no se atrevían a recorrer los tres caminos que unían el Mediterráneo y la curva del Níger. Era un ser extremadamente libertino en su comportamiento, y su potencia sexual estaba fuera de lo común. Como corresponde a un gigante, su pene era enorme,... pero es preciso añadir que Amerolquís estaba bien dotado incluso para ser un gigante... Imagínense.
Cuando Amerolquís cantaba ninguna mujer, burra, vaca, o búfala podía resistirse a sus encantos. Algunos viejos con los que pude intercambiar algunas palabras y muchos gestos llegaron incluso a
confesarme por lo bajini y entre risitas que, ante la grave melodía que emanaba de la boca de nuestro insaciable amigo, ni los machos de esas y otras especies podían dejar de sentirse atraídos, y que finalmente también acababan empalados.
Ser poseída por el gigante dejaba a las mujeres (y a la burras) tan satisfechas que nunca volvían a fornicar con varón de su especie. Tampoco parece que pudiera quedar oportunidad para ello, ya que la extrema fecundidad de Amerolquís hacía que cualquier cana al aire acabara en preñez... Y este contratiempo traía consigo un problemilla asociado: el exagerado y violento crecimiento del feto en el seno materno determinaba que a las pocos días del coito el cuerpo de la mujer (o de la burra) reventara inexorablemente por un obvio impedimento estérico.
Una de las historias más festejadas por recitadores y oyentes de cualquiera de las seis tribus principales en las que tradicionalmente se divide la nación Imughah es la que empieza describiendo a una bella joven a la que el gigante había echado el ojo; esa misma mañana Amerolquís fue a ver a la madre de la doncella para pedir su mano. Pero la vieja, asustada ante el tamaño del galán y sus genitales, le negó toda posibilidad de esponsales. El gigante, entristecido, se ocultó entre los arbustos que rodeaban la charca a la que su amada acudía a diario, y en cuanto divisó el brillo de la luna reflejado en sus ojos no pudo evitar eyacular, haciendo que toda la laguna adoptara un tono lechoso. Como cada noche, la joven se sumergió para lavarse, en este caso acompañada de sus dos mejores amigas. Cuando las tres salieron del agua ya estaban preñadas, y sólo tres días después reventaron.
Apesadumbrado por saberse responsable de la muerte de sus amantes, tremendamente insatisfecho debido a su hiperactividad sexual y siempre dispuesto a perpetuar su estirpe, a Amerolquís no le quedó otra que aparearse con los animales de mayor tamaño de la región: las elefantas. Para atraerlas no dudaba en recurrir a sus artes musicales, cambiando sin excesivos problemas el transcurso migratorio de las manadas. Una a una iba montándolas, y ellas quedaban felices y preñadas de inmediato... pero ésto tampoco garantizaba que los partos llegaran a completarse ya que no eran pocas las elefantas que acababan también por reventar. Desde nuestro amanerado punto de vista moral, el gigante Amerolquís no es más que un monstruo baboso, incapaz de contenerse, y peligrosamente cercano a la figura del violador o del maltratador sanguinario. Pero no deberíamos precipitarnos en nuestro juicio... porque en realidad su sensibilidad y su inventiva llegaron a ser legendarias.
A veces representado con cuerpo humano y cabeza de licaón, a veces dibujado con rasgos negroides o incluso con el extraño aspecto de un alienígena (para enorme gozo de Von Daniken y otros cantamañanas), Amerolquís fue el inventor de la música y la poesía, creó instrumentos con los que acompañar sus canciones y, sorpréndanse, desarrolló el alfabeto tifinagh, el mismo que hoy en día siguen usando los pueblos bereberes en sus cartas de amor, sus testamentos o sus útiles grigrís. Sus hazañas y ocurrencias se conocen y se cantan desde las acantiladas costas del Río de Oro, hasta las mísmisimas orillas del Nilo, y sus hijos, engendrados cuando las manadas de elefantes aún se congregaban junto a las charcas del Sáhara, esperan ocultos a que las lluvias vuelvan.
Amerolquís fue sin duda el gran héroe civilizador de esa parte del mundo, una mente superior en un cuerpo enorme y sandunguero, así como un macho bien dotado correspondido por mujeres, burras y elefantas. Yo le recordaré de tarde en tarde con la famosa cancioncilla de mi niñez. Les ruego que no se ofendan.

Nota del Diario de a Bordo

Esta mañana por fin nos hemos atrevido. Después de que el pasado 31 de enero nuestra hadyook Pilar descubriera, por casualidad, el agujero de gusano que los nativo conocen como Jardí de sa Quarantena, hoy nos hemos internado en sus fauces. Ha sido, desde luego, el resultado de tres meses de arduos preparativos espirituales, … y de la copita de Machaquito que nos hemos mandado en ayunas.
En apenas ochenta zancadas hemos pasado del borrascoso planeta Gomila, poblado por híbridos malayo-basutos devoradores de kebabs, a Guiriland, el soleado universo paralelo.
La primera impresión -que, dicen, es la que vale- nos indica que los guiris -que así se llaman sus habitantes, tienen pieles lechosas, cabelleras rubias, pantalones cortos sobre piernas peludas, y sandalias con calcetines en los pies. Todos hablan lenguas extrañas -casi obcenas- y ríen a grandes carcajadas. En ocasiones, algunos mudan la color, hasta volverse rojizos. Otros, probablemente los de mayor rango, son de piel muy oscura, se protegen con cinco sombreros y hacen alarde de sus tesoros (generalmente gafas y relojes), restregándotelos por la cara sin ningún pudor. Por todos lados predomina el olor a coco, mezclado con mierda de caballo. Creemos que los guiris necesitan ingerir metros y metros de un tubo carnoso al que se conoce con el nombre de würste.
Espalda con espalda, hemos intentado encontrar, sin éxito, nuestro agujero de gusano. Pilar ha empezado a repetir insistentemente la palabra hambre, y hemos tenido que internarnos en un canal rotulado con las palabras S'Aigo Dolça.
Después de una subida endiablada, con curvas a derecha e izquierda, hemos aparecido maltrechos y casi exhaustos cerca del apeadero conocido como Camino del Mercadona, … ¡al fin, tierra conocida! De vuelta en nuestra nave nodriza nos hemos juramentado para no repetir esta desagradable experiencia. Fin de la grabación.

Roomba y yo

Tengo una aspiradora Roomba que llama a mi puerta cada mañana. Yo remoloneo, ella insiste. Yo hago como si no fuera conmigo, ella insiste. Me tapo con la almohada, ella insiste... Me levanto, por fin. Desayuno y, mientras mojo la tostada (sí, yo soy de los de mojar), ella pasa de derecha a izquierda haciéndose la interesante.
La sigo con la mirada hasta que tropieza con el sofá. Rebota y vuelve hacia atrás. Ahora pasa de izquierda a derecha. Ronronea, da la vuelta ... y finalmente se retira dócilmente a su cubil.
A veces pienso que esa máquina quiere algo conmigo.

Reflexiones por bulerías

Cuando mis amigos del colegio, que -como es evidente- son ya tan viejos como yo, me mandan archivos y fotos de mujeres de grandes tetas, escenas de caídas tontas, choques de trenes en vivo, pepetés de exaltación de la amistad o aleluyas de tiempos pasados, siempre pienso que de un tiempo a esta parte hemos iniciado ese camino sin retorno que acabará convirtiéndonos en carcamales chochos y verdes y, más tarde, en calaveras de sonrisa eterna y desencajada.
Primero acepto que, aunque las mujeres me siguen gustando (…no voy a negarlo), toda esa carne al aire está fuera de lugar en una vida tan ordenada como la mía. Luego se me ocurre aquello de que ya no disfruto tanto como antes de las desgracias ajenas, y que la amistad me resulta (por desgracia) un sentimiento cada vez más raro. Finalmente, acabo siempre pensando que ningún tiempo pasado fue mejor...
Yo no puedo equivocarme: soy un tipo despierto, poseedor de una culturilla concienzudamente elaborada a base de solapas y enciclopedias baratas, y mantengo entre mis allegados cierta fama de tipo razonable. Vamos, que soy una bicoca...
Afortunadamente, pasados unos segundos se me aparece mi amiga Nieves, como si de la Virgen de Fátima se tratara (perdona Nieves, pero así es como mi imaginación te retrata), con cara de pocos amigos, con el dedo señalón desplegado y afirmando con la voz acusadora de Darth Vader: “Mateo, tu eres peor persona de lo que crees”. Y entonces se me desinfla el pecho y empiezo a replantearme todo el razonamiento.
Tengo que explicar lo de mi amiga Nieves, porque si no lo hago va a parecer lo que no es. Pues resulta que como la Quecu (otra forma que tenemos de llamarla) es medio de Cádiz, medio maltesa, siempre ve a la gente con la transparencia de toda la mar océana, y luego dice las cosas tal y como las siente. Por eso cuando dijo aquello (porque la muy jodida me lo dijo...), me desarmó. Al principio el latigazo me escoció un montón, pero con el tiempo se ha llegado a convertir en una de las piedras-llave que sostienen el arco sobre el que flota mi alma (y en ocasiones también mi cuerpo). Gracias a Nieves ahora sé que puedo llegar a ser malo y, a la vez, plenamente consciente de ello... Así, sin pomadas, ni racionalizaciones de tres al cuarto (gracias Nieves).
Bueno, pues como iba diciendo, se me deshincha el pecho y empiezo a preguntarme ¿De verdad te dan lo mismo todas esas pechugas turgentes?¿Y entonces... por qué parece que llevas una linterna en el bolsillo del pantalón?¿Y esa sonrisa maliciosa que se te pone con el careto descompuesto de un niñato patinador que acaba de dejarse la entrepierna en una farola? Me hago una docena de preguntas graciosillas más, y entonces llego irremediablemente a la parte de la amistad y de los tiempos pasados. Y ya no me río tanto.
¿Fueron buenos los tiempos pasados? La respuesta es como el yin y el yang, como el blanco y el negro.
Fueron buenos porque eramos jóvenes y alocados, teníamos toda la vida por delante y todavía podíamos elegir entre ser rebeldes o muy rebeldes. Y fueron malos porque muchos elegimos el camino equivocado, … ese que, por ser muy tortuoso, nos pareció el adecuado.
Confieso que soy culpable de haberle puesto puertas al campo y de haber legislado sobre lo que hace tres décadas me hubiera llevado a las barricadas. También me declaro cómplice necesario de un mundo peor y más desequilibrado, y el socio tonto de una empresa a la deriva.
No me queda, por tanto, otra cosa que ese sentimiento raro al que llaman amistad. Por eso convoco a todos los elegidos (y elegidos sois todos los que hayáis arqueado la ceja izquierda) para que sigáis mandando cuantos videos guarros, pepetés de exaltación de la amistad o chistes negros caigan en vuestras manos, si así pensáis que seguirá ardiendo la llama de nuestra amistad. Salud camaradas.
Viva la Comuna.

Hoy, Alboronía a mi manera (alboronías simples).

Cortar las cebollas en trozos pequeños y sofreir junto a los piñones y las pasas (slowly) con aceite de oliva (claro, coño!).
Mientras tanto, cortar las berejenas en dados no muy grandes (1 cc está bien). Añadir a las cebollas y los piñones cuando estén a medio hacer. Remover bien y poner la albahaca cortadita y la sal al gusto. Poner todo a fuego lento y remover de vez en cuando. Yastá.
Te lo puedes comer con tortilla de patatas (recién hecha, of course), acompañando un secretito ibérico bien jugoso. El tinto le va (el de pitarra, de cojones).

Las Aventuras de Pili la Bailona: el viaje a Memphis

- ¡Pili, cepíllate los dientes, que te vas a dormir! - ¡Que no me duermo, mamá! ¡Que cuando acabe la peli …!
- ¡Que te duermes y luego no hay quién te despierte! … y además tenemos que acostarnos pronto, que mañana tenemos que levantarnos de madrugada, … ¿o es que acaso quieres que las pirámides te conozcan con un dolor de muelas? A Pilar le encantaba el Egipto Antiguo, y a sus siete años era la única de su clase que no se asustaba con las películas de momias.
Esto le pasaba desde que a su abuela se le ocurrió regalarle un libro de segunda mano dedicado al país del Nilo y titulado Neferankhanubis, la Misteriosa Dama de las Arenas Movedizas.
Era un libro grande, con un montón de ilustraciones a plumilla de templos semiderruidos, de tumbas horadadas en la arenisca y de colosos lisiados entre palmeras. De su autor, un señor antiguo llamado Fréderic Geniez, decían que era la viva imagen del divino Ramsés, que conocía el nombre arcano de todos los animales y plantas que podían encontrarse entre el puerto de Alejandría y la Primera Catarata, y que había desarrollado un extraordinario pavor por el agua. Dicen que, poco después de dar por acabado el libro y con los dedos todavía manchados de tinta, se despojó de toda su ropa y se internó en el desierto, volteando todas las piedras que encontraba a su paso. Nadie volvió a verlo, ni vivo, ni muerto.
Sobre el cartoné de la portada el ilustrador había dibujado a un tipo delgado y con cara de perro que se paseaba sin camiseta y con una faldita cruzada muy mona que apenas le cubría medio muslo. Anubis, que así se llamaba el hombre-perro, parecía bailar una danza extraña: su cabeza y sus pies apuntaban hacia la derecha, pero sus tetillas miraban al lector. A Pili esto le llamó tanto la atención que quedó como hipnotizada, y bailaba y bailaba sin parar el baile de Anubis: un paso, dos pasos, tres pasos y a la derecha…, un paso, dos pasos, tres pasos y a la izquierda… y así durante horas.
Al principio la actitud de la niña parecía muy divertida, pero con el paso del tiempo todos empezaron a preocuparse. Su tía Anita decía que era mal de San Vito, y la directora del colegio llegó a sugerir que la llevaran al psicólogo. Afortunadamente, los padres de Pili decidieron tomar otro camino: los tres juntos viajarían hasta Egipto para ver en su salsa y de cerca al tal Anubis.
Mientras los árboles de la avenida que llevaba al aeropuerto pasaban a gran velocidad, Pili preguntó:
- ¿Has cogido mi libro, mamá?
- Ya te dije que sí hace exactamente tres minutos. Relájate y disfruta del viaje.
La respuesta de su madre no dejó satisfecha a la niña, que siguió rebuscando en su mochila el resto del trayecto. Cuando el taxi se detuvo por fin ante la puerta de la terminal de salidas, su padre se dispuso a pagar la carrera. Un billete, dos monedas, tres monedas… Mientras que su madre intentaba no olvidar nada y repasaba en voz alta: una maleta, dos maletas, tres maletas… Cuando quisieron darse cuenta, la niña ya bailaba como una peonza al ritmo que, sin querer, le marcaban sus progenitores.
Aunque estaban ligeramente contrariados, los padres cogieron a Pili de la mano como si nada hubiera pasado y se internaron en la maraña de gente que se movía en todas direcciones empujando carritos cargados de equipaje.
La cola de facturación de Sphinx Air era larguísima y extraña. Casi todos los que esperaban su turno eran delgados, nadie sonreía y su actitud, excesivamente paciente, contrastaba con el bullicio general que reinaba en el aeropuerto. Los hombres gastaban bigotes y sombrerillos cilíndricos de fieltro rojo. Las mujeres iban cubiertas de tules transparentes que dejaban entrever sus enjutos y pálidos cuerpos. Todos calzaban babuchas.
Pasados los trámites de facturación y aduana, la familia al completo se dirigió al avión. El pasillo estaba poco iluminado y acababa de ser tapizado con una moqueta roja de pelo muy largo y recio que hacía sumamente tortuoso cualquier avance. Sobre esa superficie, los pies vacilaban a derecha e izquierda, siempre al borde del esguince, y deslizar el troley con ruedecillas se convertía en una empresa de titanes.
La niña y sus padres veían cómo los demás viajeros les adelantaban sin aparente esfuerzo, como si flotaran a un centímetro del suelo. Al pasar, los hombres miraban de reojo y torcían el mostacho, mientras que las mujeres se aferraban a sus velos y apretaban el paso.
Los tres llegaron cansados y sudorosos a la puerta del avión, donde fueron recibidos por tres azafatas, cuyos nombres aparecían escritos en sus uniformes, justo a la altura del corazón. Nesa, Merseankh y Tiy lucían sonrisas exageradas, exhibiendo la mayor colección de caries de toda la historia de la humanidad. En ese momento un rayo de luz cruzó por la mente de la madre que, aparentemente sin venir a cuento, preguntó:
- Pilar ¿Te cepillaste los dientes anoche?
Sin dejar de mirar las bocas de las tripulantes, padre e hija hicieron caso omiso a la pregunta, y se encaminaron a los asientos a, b y c de la fila 14. Durante unos segundos interrumpieron el paso para acomodar el equipaje de mano, y finalmente se sentaron. Pili, rompiendo moldes, eligió el asiento más cercano al pasillo y sacó su libro; a su lado se sentó su padre, que seguía dándole vueltas al pésimo estado de conservación de las dentaduras del personal; y junto a la ventanilla, la madre miraba sus incipientes varices y se preocupaba por el síndrome de la clase turista.
Por fin quedó cerrada la puerta del avión, y comenzaron las demostraciones de seguridad. Pero a diferencia de lo que habían visto en otras compañías, las azafatas de Sphinx apenas hacían aspavientos e incluso señalaban las puertas de emergencia únicamente con la vista. Tras uno de sus lánguidos movimientos la que se hacía llamar Merseankh dedicó una intensa mirada al libro que tenía Pili entre sus manos, a lo que siguió una enigmática mueca que nuevamente puso manifiesto las deficiencias dentarias de la mujer.
Durante un buen rato, cada ir y venir de Merseankh estuvo acompañado de un cruce de miradas con la niña, seguido de algún susurro rápido con alguna de sus compañeras. Un vaso de agua para la señora del velo anaranjado,… y una mirada a la fila 14. Un té para el de la fila 3,… y una mirada a la 14. Un apósito caliente para el hombre manco…, y una mirada a la fila 14. (¿Una venda? ¿Para qué demonios podría necesitar ese señor una venda?).
Las ojeadas furtivas fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Al principio sólo miraban las azafatas, pero poco a poco se fueron uniendo otros viajeros. Por fin, Nesa se acercó a Pilar y le dijo en voz baja:
- Te he visto bailar en la terminal, y me gusta cómo lo haces. Me recuerdas a mí misma en mis mejores tiempos, cuando el Nilo crecía libremente y los hipopótamos chapoteaban en sus orillas. Si te apetece ver la cabina del piloto, acompáñame… Y no olvides traer tu libro.
Pilar miró solícita a su padre y este le respondió con una sonrisa. La niña se liberó entonces del cinturón, tomó con cuidado el libro y se dispuso a seguir a la azafata, que de repente quedó firme y hierática frente a la puerta de entrada a la cabina.
Sin mediar llamada ni palabra alguna, la puerta se abrió dejando ver una sala en penumbras, con muchos relojes iluminados. Tras el asiento de la izquierda Pilar pudo distinguir una cabeza casi calva, a la que se dirigió de forma educada.
- Buenas noches, señor comandante.
El piloto se dio la vuelta y dejó al descubierto una gran nariz aguileña, un rostro enjuto y moreno, y unos ojos hundidos que rápidamente quedaron clavados en el libro. Con un movimiento reflejo, su mano derecha se lanzó en la misma dirección, pero después de recorrer algunos centímetros se paró. Entonces miró a la niña, cerró el puño y dijo:
-¿Como te llamas, niña? ¿Es acaso tu nombre Neferankhanubis?
Pilar negó con la cabeza, sonrió y respondió.
- Me llamo Pili. Neferankhanubis es la heroína de la historia que estoy leyendo.
El piloto replicó entonces:
- Me gusta… Como me gusta el brillo de tus dientes. Cuídalos.
La mano del comandante se abrió de nuevo muy lentamente, hasta liberar unos dedos largos y huesudos manchados de tinta, mientras que por su rostro resbalaban ya dos lágrimas secas.
Una de las gotas de polvo siguió su camino hasta desprenderse, y acabar estrellándose contra el cartucho en el que aparecía escrito su nombre. Cuando Pilar leyó “F. Geniez” comprendió que el viaje que ahora se estaba iniciando iba a ser la gran aventura de su vida.
Entonces, y ante los atónitos ojos de la tripulación, comenzó a bailar a derecha e izquierda con la fuerza y la gracia de una gran dama de la corte egipcia.

El mojado curso 72-73 (dedicado a mi amigo Jose Antonio González Castilla)

El curso 72-73 fue de ingrato recuerdo y estuvo pasado por agua. Siempre pasaba lo mismo: toda la semana en secano y llegaba el viernes y se ponía a llover. Menuda maldición.
Las clases se habían acabado y, por supuesto, llovía… no mucho, pero llovía. El reloj decía que faltaba un minuto para que el partido acabara y ganábamos por tres a dos. Todo parecía a nuestro favor, pero hacía ya rato que el árbitro del partido –un mocetón de grandes dientes poco alineados- albergaba una idea diferente. Se había pasado casi dos horas jodiéndonos, y ahora estaba a punto de darnos la puntilla.
El balón andaba paseándose a sólo unos metros de mi portería sin que nadie acertara a golpearlo. Hubo ruido de huesos y saltaron algunas astillas, y de pronto sonó un larguísimo e inesperado pitido. Veintitantas cabezas peladas por un barbero poco motivado se volvieron entonces hacia Sergio García, el dentudo niño de negro, que ya corría hacia el centro del área con el índice tieso y una maquiavélica sonrisa en la cara. Penalti.
Con las camisetas y los pantalones cortos pegados al cuerpo por toda el agua caída durante el partido, todos quedamos perplejos ¿Penalti? ¿Cómo que penalti? Dicho lo cual la mitad de los que allí estábamos entramos en un trance violento. Como un enjambre de polillas alrededor de una lámpara, los once jugadores rodeamos al dentudo, pasando a convertirnos en auténticos energúmenos desairados. El joven juez retrocedía agobiado por nuestros embates pectorales, … eso sí, con nuestras manos convenientemente recogidas en la espalda, como mandan los rancios cánones balompédicos.
Sergio, mamón, te vas a tragar el pito (… y las manos en la espalda)... Sergio, soplapollas, que soy tu hermano (…y las manos en la espalda)… Sergio, hijoputa, cuando termine el partido te voy a romper los huevos a patadas (… y las manos en la espalda)… Y así, cada uno con su cantinela particular… y las manos en la espalda.
Las tarjetas, diabólicos objetos que acababan de inventarse, volaron a diestro siniestro, cabreando aún más si cabe a los mojados pre-adolescentes. Sergio García las tenía para todos: roja directa para Benito Salgado, Arganzuela y Pérez Pinto, y amarilla para Zúñiga, Gonzalito -el Miserias- y para mí. Un desastre.
Poco a poco la cosa fue a menos, aunque los expulsados seguían enseñando el puño amenazador con furia, mientras se dejaban sujetar por los que iban a quedarse en el campo… cosas del fútbol de colegio.
Con un gesto despectivo, Sergio se hizo dueño de la pelota mientras se quitaba de encima a los últimos “protestantes”. Se dirigió con decisión al punto de penalti, pero en el centro del área sólo encontró el enorme charco que se había ido acumulando a lo largo del viernes. Sin perder la compostura se me acercó hasta colocarse debajo de los tres palos, me empujó y se dispuso a contar los pasos reglamentarios.
Los pasos de Sergio más que pasos eran pasitos, y así se lo hicimos ver. -Sergio: pareces una maricona…-, gritó Camino. Y otro expulsado más. Ya sólo quedábamos siete sobre el campo. El árbitro siguió contando al unísono de los burlescos y afeminados movimientos de cadera que Cristóbal Camino le dedicó en su viaje de vuelta a los vestuarios. Cuando por fin llegó a once puso el balón en el suelo. Bueno, en el suelo precisamente, no …, lo puso en medio del charco.
El balón de reglamento medio despellejado flotaba y giraba sobre sí mismo, y la brisa se lo llevaba lentamente hacia el córner izquierdo. Los del otro equipo miraban pasmados al árbitro exigiendo una solución al problema.
Sergio García, contrariado por la situación, dudó un segundo pero acabó dando la orden para que se cumpliera la pena máxima. Entonces el lanzador del otro equipo tomó carrerilla e inició un patoso chapoteo que salpicó a todos y que acabó cortando una racha de viento que desplazó la pelota a más de metro y medio del punto de origen. El árbitro recogió el balón y lo devolvió al punto de penalti virtual, pero aquel, en vez de permanecer inmóvil, continuó su previsible periplo.
Intentó plantar la pelota allí donde no había agua, pero entonces se quedó a menos de cinco metros de la línea de gol. Nuevo follón, en el que llevé la voz cantante: no era justo que me fusilaran impunemente, y así lo entendió todo el mundo, incluido el árbitro.
El dentón dobló de nuevo el espinazo para recoger el cuero, se lo llevó hasta los once metros y … primeras risitas. Con el balón bien agarrado con ambas manos, echó una mirada asesina que sólo pudo acallar un instante a los risueños ya que, en cuanto levantó las manos, la esfera flotante eligió largarse otra vez al córner. Más risitas.
Con renovada paciencia y ante el cachondeo in crescendo, buscó un trozo de adoquín y calzó el balón, pero éste acabó rodeando el pedrusco siguiendo la senda que le marcaba su querencia. Risas generalizadas.
Dispuso una segunda piedra, pero nada. Una tercera; nada. Una cuarta; nada… hasta que el balón quedó rodeado de cascotes, dejando únicamente a la vista su hemisferio superior. Estupefacto pero con mucha decisión, el ejecutor de la falta se preparó otra vez para golpear. Pero, tras el pitido del árbitro, su empeine derecho sólo encontró el primer adoquín, con el consiguiente grito de dolor y las carcajadas del resto de los presentes. Esta vez, la pelota ni se movió.
Las risotadas se oían a distancia y yo, con lágrimas en los ojos y sin capacidad para poder parar mi ataque de risa, caí redondo al suelo agarrándome las tripas con las manos. Descojono general.
El árbitro –muy cabreado- ordenó repetir inmediatamente la pena máxima, pero ambos –ejecutor y ejecutado– andábamos por los suelos (él con el calcetín quitado y una uña al rojo vivo, y yo presa de la risa). Exigió la presencia de un segundo tirador y mandó repetir por tercera vez el penalti.
Esta vez el del otro equipo tuvo cuidado de no golpear las piedras, y la pelota voló flojito hasta la zona seca, colándose dócilmente en la portería junto al poste derecho. Gol y gran juerga de los contrarios. Yo, mientras tanto, seguía retorciéndome de risa en el suelo y no pude hacer nada por parar la pelota.
Nos empataron injustamente el partido un cuarto de hora después del tiempo reglamentario, y nunca más me dejaron jugar de portero en un partido oficial ¡Como si yo fuera culpable de tener la risa floja y de que por esa época todos los fines de semana tuviera que llover…!

Rodero y su gato

La gata de mi vecina se llamaba Minerva pero, a mis ocho años, yo pensaba que en realidad el minino atendía al nombre de Nerva, y que el “mi” que lo precedía era sólo un posesivo cariñoso. Luego me enteré que Minerva (o “su” Nerva) era en realidad un gato castrado, al que su dueña gustaba disfrazar de doncella…
A tan corta edad y en 1968, aquello se me antojaba una afrenta a los de mi propio sexo, y no podía soportar la idea de que una gorda loca jugase con la hombría de aquel animal y, mucho menos, que le hubiese mandado desatornillar sus atributos y que los tirara a… ¿A dónde puñetas se tiran unos cojoncillos de gato? ¿existe alguna suerte de cementerio para dar sepultura a esas cosas, o simplemente se tiran al retrete?
Pasé unos días toqueteándome la entrepierna, supongo que para asegurarme de que seguían allí colgando. El resultado, sin embargo, fue una erección casi perpetua y el descubrimiento, azorado, de que mis testículos no eran esféricos.
Ante el desasosiego que aquella novedad produjo en mi ser, Rodero -el niño lombriz- empezó a partirse de la risa y a preguntarme con sarcasmo si alguna vez se me había ocurrido pensar en la razón por la que los llamaban “huevos”.
Con su extrema delgadez Rodero no tenía media hostia, o eso me parecía a mí. El caso es que me jodía en sobremanera que un alfeñique me sacara los colores, y sin mediar palabra le hundí el puño en la boca del estómago. El niño lombriz se retorció en el suelo, y yo decidí no hacer más leña del árbol caído.
La decisión no fue del todo acertada ya que, aunque caritativa, permitió que el niño se reincorporase de pronto y lanzara un uppercut que me rozó el mentón. Afortunadamente estuve rápido… aparté la cabeza hacia un lado, separé las piernas y golpeé de abajo a arriba, uno-dos, tal y como me había enseñado Mariano, el compadre de mi abuelo. Como resultado el niño, que ya hacía rato que no reía, volvió a caer fulminado y yo sentí que se lo merecía.
Apreté los puños, flexioné las rodillas y esperé un embate que no llegó. Al cabo de unos segundos retrocedí unos pasos y decidí largarme a buscar la merienda.
Mientras mi abuela abría el pan de viena y depositaba una más que generosa capa de fuagrás barato, el niño lombriz le había ido con el cuento a su madre. La señora Rodero que, a diferencia del retoño, era gorda como un cerdo, se puso a gritar histérica ante la puerta de mi casa y mi tía salió a intentar calmarla.
¿Sabes lo que le ha hecho el gañán de tu sobrino a MIPEDRO? ¡Eh¡ ¿lo sabes? … ¡A MIPEDRO! Pensé yo entonces: ¿Mipedro? ¿ Minerva? … mis cojones! Y huí.
Hace poco volví a ver a Rodero paseando con su mujer y su tercer hijo. Incrédulo, pensé que ese y los otros dos sólo podían ser fruto de las aventuras extraconyugales de la parienta ya que, como todo el mundo sabía, hacía ya mucho tiempo que los testículos de Pedro Rodero yacían junto a los de su ya difunto gato.

De lagartos y fabadas

Compañeros y compañeras: hoy hablaré de lagartos y lagartas y de la fabada de lata.
Empezaré por los reptiles. Los lagartos y las lagartas nacen de huevos, viven una vida más o menos larga, llena de mordiscos, follan lo que pueden, y mueren sin ninguna dignidad pero, en gran medida, sin miedo ni rencor.No practican religiones. No se circuncidan el nabo, ni se rebanan el clítoris y, si pueden, comen bichos de cualquier clase y forma en viernes y fiestas de guardar … ¡¡¡incluso cuando es Cuaresma!!!
Tampoco miran a la Meca (salvo cuando lo hacen por casualidad), y adoptan la posición del loto con mucha dificultad y poca elegancia. Sin embargo, su mente puede estar tan vacía e iluminada como la del yogui más experto y piadoso… o el espectador adicto a telecinco.
No celebran comuniones (con el ahorro consiguiente), ni se devanan los sesos con pajas mentales (la de “Dios es uno y trino” es mi favorita …¡es tan musical!). Tampoco esperan otra vida eterna, ni cuarenta vírgenes. Por cierto, siempre me he preguntado si el quit de entrada al paraíso incluye un abrelatas, si las vírgenes siguen siéndolo después del primer día –en cuyo caso no te habrás comido un colín y mantendrás un enorme y eterno dolor de huevos-, o si están continuamente sometidas a reconstrucciones de himen, como las chicas pijas de Caracas…
En definitiva, nacen, viven y mueren sin resquemor ni clero. Sus reptantes vidas transcurren sin necesidad de abogados, psicoanalistas porteños o cirujanos plásticos, y nunca dan la sensación de estar arrepentidos de nada. Y para colmo, están mucho más cerca del suelo que nosotros.
¡Ah! Se me olvidaba… la fabada de lata es el único potaje en conserva que mantiene cierta dignidad (¿habéis probado el cocido? Dé-gou-tant!).

De los tesoros del Vaticano y otras yerbas

Hoy me he encontrado con una de esas iniciativas de facebook en la que se nos invita a unirnos a una masa que propone “Cambiar tesoros del Vaticano por comida para África”, y debo confesar que lo primero que me ha venido a la cabeza ha sido una idea bastante pedante originada en mi deformado y “malthusiano” punto de vista.
Resulta obvio que regalar comida y antibióticos a punto de caducar son hechos que van a salvarle la vida de algún que otro nativo[1]. Con eso logramos un “tres en uno”: negrito vivo y contento, misionero satisfecho por el deber cumplido, y blanquito de conciencia inmaculada listo para seguir viendo “Gran Hermano” por la tele.
El problema comienza cuando empezamos a entrever que un indígena sanito y más o menos alimentao es también una fuente de nuevos nativos que más tarde o más temprano caerán enfermitos y pasarán hambre. Y vuelta a empezar. A primera vista, un problema de muy difícil solución.
Pero…, no, no se crean: alguien en internet cree haber dado con la respuesta (¡coño, si estaba a huevo!): hay que convencer a unos cuanto millones de internautas con mala conciencia para que firmen un manifiesto que obligue a la hipócrita Curia Vaticana a resolver, de una vez por toda, el problema de la pobreza con la ayuda de los tesoros de la Iglesia Católica.
Imaginemos por un momento que nuestro insigne Patriarca Benedicto (Venenito, para los que sois de Cádiz) finalmente accede a la caritativa propuesta, y encarga entonces la creación de un grupo de trabajo que la lleve a buen puerto. La primera tarea de la comisión debería ser la elaboración de un catálogo de posibles compradores, porque…, por si no habían pensado en ello, las obras de arte no se comen y habría que venderlas antes para conseguir pasta con la que conseguir víveres.
Aparte del hecho evidente de que, por la ley de la oferta y la demanda, el mercado del arte quedaría completamente saturado en pocos días, y las obras de “valor incalculable” podrían entonces conseguirse a precio baladí ¿Quién estaría finalmente en esa lista? Supongo que algún magnate ruso del petróleo, un par de jeques y dictadores, cuatro o cinco multinacionales (de las que contaminan mucho), un señor de la guerra del Cuerno de África y varios nuevos ricos de Shanghai.
Pongamos por caso que finalmente la venta se lleva a cabo, y que la comisión dedica todo el dinero conseguido a la compra de alimentos y medicinas. Y supongamos que todo llega a su destino ¿Qué nos quedaría entonces?
Pues tendríamos unos pocos miles de templos vacíos, un montón de aborígenes sanos y bien alimentados follando como conejos, y unos cuantos “Miguelángeles" y "Rafaeles” dispersos en las colecciones privadas de unos cabrones. Qué putada, mi brigada…
A ver cómo arreglo yo ahora este desastre… ¡Ya está! Puestos a seguir imaginando ¿Por qué no modificamos ligeramente el escenario y nos saltamos alguno de los pasos enumerados? Por ejemplo, se me ocurre 1) que esos compradores potenciales pagaran -sin recibir más que las gracias a cambio- una buena parte de su fortuna (la plusvalía podría ser una cifra justa…) para arreglar el mundo que entre todos nos hemos cargado, 2) que los nativos -bien sanos y nutridos- dejaran de follar una temporada y se hicieran hombres y mujeres de provecho, y 3) que las obras de arte del Vaticano siguieran convenientemente custodiadas por la Guardia Suiza para deleite de interesados…
Pero supongo que nadie quedaría contento… en Europa nos faltaría ese jabón para malas conciencias al que llamamos Caridad; los africanos tendrían ahora muy poco sexo y largas vidas para pagar hipotecas; la Curia Vaticana ya no dispondría de negritos con pupita a los que poner mercromina; y qué decir de los señores de la banca, de la guerra, del petróleo, o de las semillas blindadas… ¡ssssssssh!: hablen bajito, el dinero es tímido y huye con facilidad a los paraísos fiscales…
Aquí acaba mi cínico ejercicio de demagogia matutina. En cuanto acabe de escribir esta basura iré raudo a unirme al grupo “Cambio tesoros del Vaticano por comida para África”, ya que Purita García -la que me ha enviado la invitación- está buena que te cagas y, con eso de hacerme pasar por un tío sensible, a lo mejor hasta cae…
[1] Es curioso que, por alguna razón profundamente arraigada en nuestro subconsciente colectivo, a los nativos (seamos de donde seamos) siempre nos jode que nos llamen nativo, indígena o aborigen.

domingo, 7 de agosto de 2011

Imputado

Hoy me he levantado con resaca, pero no recordaba haber bebido. No he encontrado mis zapatillas y he tenido que arrastrar mis pies desnudos hasta el baño. Mientras meaba, me han sorprendido dos cosas: que la tenía como la de un niño de dos años y que me había crecido mucho el bigote. He pensado: “la edad, que no perdona…”.
He intentado mirarme entonces al espejo sin llegar a verme. No recordaba haberlo colgado tan alto, y he tenido que ponerme de puntillas para percatarme que mi cabeza estaba casi calva y que tenía el careto de Franco. Quise gritar y me salió aflautado y en gallego.
Aterrorizado, tropecé con el gato y caí de culo. En el suelo había un carnet del PP con mi nombre, pero la foto era la de Rita Barberà embutida en un vestido trucado de fallera que dejaba mis nalgas al aire. De pronto se abrió el techo del retrete y entró el dedo de Dios, que me apuntaba y me decía: “¡Ahora estás impuuuuutaaaaadooooo, devuelve lo que no es tuyoooo!”.


(Continuará)

Hace hoy una semana que lo vi , y aún no sé lo que vi

Aunque reconozco que soy de los que piensan que la palabra prohibir suena a eructo de tirano, no quisiera caer -así, en público- en la tentación de polemizar sobre el asunto del humo del cigarrillo. Dejé de fumar el día 22 de febrero de 1985 y les juro que ni siento deseo de echarme una calada, ni pretendo tirar a la basura los ceniceros de mi casa para joder a mis amigos fumadores (bastante caros se han puesto ya los amigos como para ponerles condiciones...).
Tengo que reconocer, sin embargo, que hace una semana ocurrió algo que cambió mi opinión... Bueno, en realidad no la cambió, sólo aumentó mi confusión acerca de ese y otros asuntos, incluido el sentido mismo de la existencia.
Pues iba yo rumiando para mis adentros lo difícil que se había puesto aparcar en la calle Robert Graves, cuando levanté mi vista y divisé el cuerpo serrano de una señorita apoyado contra la entrada del club Tamtán. La señorita, pintada como una puerta, cuarentona, de un metro treinta y cinco, y unas 250 libras, lucía un vestidito de los llamados "au ras du bonheur", que le cubría justo hasta una cuarta más abajo del ombligo.
Por lo visto, la ley antitabaco también debe aplicárse en afterhours, lupanares y barras americanas, y nuestra amiga había tenido que salir para hacer un alto en el camino y fumarse un pitillo. Abstraída en sus pensamientos no se percató que el mechero resbalaba entres sus dedos y acabó cayendo al suelo.
En ese momento yo debía de estar a unos seis metros y aproxAñadir imagenimándome, y mi cuerpo entero se estremeció cuando la chica intentó recuperar el encendedor sin flexionar las rodillas.
Con su popa orientada hacia Andratx, pude distinguir siete surcos que surgían de donde, se supone, empieza la cara oculta de los muslos. Desde ese lúbrico punto se dispersaban como si fueran los rayos de un sol de carne, dejando entremedio hasta seis rollizos mondongos de un blanco lechoso casi inmaculado. Les aseguro que no llegué a distinguir matorral.
Ahora me asaltan las dudas: ¿qué surcos eran tramoya, y cuál era funcional?¿gastaba ropa interior, ... y si así era ... dónde estaba? y sobre todo... ¿qué sentido tiene una ley que obliga a una señorita que, por definición, fuma y que trata de tú a los hombres, a tener que salir a la calle a las dos de la tarde para cumplir con una de las obligaciones propias de su oficio?
El episodio se cerró con un cruce de sonrisas (la mía titubeante), pero ahora puedo afirmar que gracias a la ley antitabaco mi vida nunca, nunca, nunca volverá a ser la misma. Seguro.

El salto

Pasitos de piernas cortas, andares inseguros y sudores fríos. Once años son pocos para abandonar el regazo de tu madre. Pero allí se vio, aterrado y fingiendo no estarlo.
El corazón le latía fuerte y las lágrimas fluían garganta abajo. Hacía ya un buen rato que la noche había caído y el autobús le había dejado muy lejos de su destino. Nadie para recogerlo, nadie que lo abrazara, nadie que supiera indicarle el camino. Solo grandes carteles difíciles de entender.
Su fina mano de niño asustado se agarró a la maleta y la levantó con esfuerzo. Cincuenta metros y cambio de mano, otros cincuenta y nuevo cambio, así durante un largo trayecto.
Miradas de reojo a otros niños cargados, la lengua entre los dientes. Intentaba mantener su cabeza en otros asuntos, para evitar delatarse. Huía y repasaba mentalmente el contenido de la maleta de cartón que parecía nueva. Calzoncillos, camisetas, camisas, calcetines, pantalones..., todos marcados con el mismo número, 8141, el de su nueva identidad; un libro de Julio Verne, un cuaderno nuevo, dos pares de zapatos gorila, betún y trescientas pesetas.
Sin darse cuenta había llegado a la altura del Águila, pero cada una de sus falanges lucía ya una rozadura encarnada y señales blancas por la falta de riego. Un esfuerzo más (¡te estás quedando el último!). Ahora cambiaba de mano cada 25 metros.
Y a lo lejos el panel que tanto esperaba: Colegio Fresno. Ese era el suyo, lo decía un papel con muchos sellos que tres semanas antes había encontrado en el buzón de su casa. Se asomó a la puerta y tímidamente miró dentro. Vio cientos de maletas y a otros tantos niños de mirada perdida.
Vuelta al terror de animal herido y ... toda la soledad imaginable.