lunes, 8 de agosto de 2011

Os traigo una historia de gigantes y paquidermos.

Supongo que os hará gracia que os cuente que cuando yo tenía doce o trece años, en el colegio cantábamos una canción cuya letra venía a decir:
En el África Oriental había un gigante que quería dar por culo a un elefante; el elefante, que no era del oficio, con la trompa se tapaba el orificio...”.
Y seguía, pero no recuerdo muy bien cómo.
Algo más tarde, cuando me hice mayor, tuve la oportunidad y la suerte de poder moverme casi a mi antojo por una región del mundo de la que mucha gente ha oído hablar, que no muchos han llegado a visitar y que aún menos conocen. Se trata del Sáhara (así, con acento en la primera a, y aspirando ostensiblemente la h).
Allí aprendí cosas tales como que un humano puede, si así lo recomiendan las circunstancias, entrar en stand by como un lagarto, que en ocasiones la palabra libertad coincide en significado y extensión con el vocablo inmensidad, o que la diversidad (otra palabra acabada en d) a menudo se esconde detrás de la monotonía.
Los hombres del desierto suelen recordarte con actitud altanera que los europeos sólo poseemos los relojes que lucen nuestras muñecas, y que son ellos en realidad los verdaderos dueños del tiempo. Desgraciadamente esa chulería está perdiendo poco a poco todo su significado, y moros de marea, tuaregs, o chaambas han acabado por unírsenos en ese triste viaje hacia la esclavitud de los relojes.
Lo que antes era gente, ahora es multitud; los camiones vuelan sobre las onduladas y transitadas pistas, y gente armada venida desde bastante lejos se apura en defender las fantasmagóricas rayas fronterizas. Tal vez el mejor ejemplo de los cambios sufridos por el desierto en las últimas décadas se encuentre en la historia que nos recuerda el triste final del famosísimo árbol del Teneré, el único en quinientos kilómetros a la redonda, que fue involuntariamente abatido por un camionero somnoliento... Casi da risa.
Pero entre pozo y pozo sobrexplotado, o junto a los oasis abarrotados, todavía hoy encontramos señales de lo que un día fue un territorio fecundo. Hermosas señales que pueden hacer soñar al más impasible de los mortales, y que van a permitirme volver a enganchar con el asunto de los elefantes jodidos y violados del principio.
Imagino que todos recordáis la novela titulada “El Paciente Inglés”, una dramática historia de amor en tiempos de guerra que hace unos años fue llevada al cine con bastante éxito. En uno de los vericuetos del relato, se nos describían las extraordinarias pinturas rupestres descubierta por el protagonista de la historia, entre las que destacaba la imagen de un antiguo nadador disfrutando de un refrescante baño allí donde ahora sólo queda roca y arena.
Desde la butaca de un cine, la historia del conde Lazlo Almasy y su descubrimiento puede antojársenos extremadamente casual, pero en realidad resulta bastante menos rara de lo que podéis imaginar, ya que las piedras del desierto esconden a menudo figuraciones grabadas por las manos de misteriosos garamantes, en las que aparecen representados paisajes pretéritos del Sáhara y excelentes retratos de su fauna.
Las bellísimas representaciones de jirafas ramoneando entre acacias, de hipopótamos y cocodrilos compartiendo charcas, de retorcidas batallas entre pitones y sus presas o de todo un elenco de actividades desarrolladas por los antiguos habitantes del Sáhara, nos recuerdan el vibrante pulso que llegó a latir durante el neolítico en el vientre de este ahora reseco rincón del mundo.
Pero de entre todos los grabados que he podido ver con mis ojos o que fueron cuidadosamente recogidos por otros que pasaron antes y después que yo, existe una impactante imagen que se repite a menudo en sitios tan dispares como las colinas de los Eglabs, el macizo de Sefar o las montañas de Mouydir. Se trata de la que representa a grandes elefantes africanos -generalmente en actitud amigable- en el momento de ser violados y sodomizados por humanoides de gran tamaño.
Podéis intentar imaginarme ahora delante de uno de esos grabados, señalando incrédulo la piedra con mi dedo, y con la cancioncilla de mis trece años golpeándome las sienes... Y podéis imaginar también la sonrisa condescendiente del guía, acompañada de unas palabras rácanas y paternalistas: Amérolquis, mon ami. Le grand Amérolquis!
Después de aquello, os aseguro que pasé dos días KO, y otros dos que le siguieron interrogando a viejos y no tan viejos acerca de la lúbrica imagen. Debo reconocer que el personal empezó a mirarme raro.
De aquellas pesquisas pude concluir que, aunque no eran muchos los que conocían el grabado que yo había contemplado, casi todos sabían algún cuento sobre el gigante violador de paquidermos. Pero los relatos eran tan numerosos y confusos que apenas pude hilvanar una historia coherente.
Después, he pasado años (de forma intermitente, claro) recopilando cualquier información que se me ponía a tiro sobre Amerolquís, y creo que en estos momentos ya estoy en condiciones de haceros un resumen más o menos razonable de su vida, de sus inquietudes, y de sus gustos. Espero -por vuestro bien- que vuestra amplitud de miras sea mayor que la de los imbéciles que acostumbran a destruir estas y otras imágenes en virtud de sus ortodoxas e ineludibles convicciones morales. A toda esa escoria sólo le deseo que ese dios al que dicen obedecer les haga arder eternamente en el infierno de la intolerancia y de la estupidez, y que tal suplicio sólo se vea interrumpido por las visitas del gigante Amerolquís, en esos días en los que va fuerte.
….
Amerolquís fue un héroe nacido en el corazón Sáhara (unos dicen que aquí, otros dicen que allá...). Según algunos, su llegada ocurrió en la época en la que las rocas eran blandas (no es broma, de hecho hay quien le hace responsable de que éstas adoptaran la dureza que tienen en la actualidad). Entonces los valles eran verdes, y los carros tirados por caballerías aún no se atrevían a recorrer los tres caminos que unían el Mediterráneo y la curva del Níger. Era un ser extremadamente libertino en su comportamiento, y su potencia sexual estaba fuera de lo común. Como corresponde a un gigante, su pene era enorme,... pero es preciso añadir que Amerolquís estaba bien dotado incluso para ser un gigante... Imagínense.
Cuando Amerolquís cantaba ninguna mujer, burra, vaca, o búfala podía resistirse a sus encantos. Algunos viejos con los que pude intercambiar algunas palabras y muchos gestos llegaron incluso a
confesarme por lo bajini y entre risitas que, ante la grave melodía que emanaba de la boca de nuestro insaciable amigo, ni los machos de esas y otras especies podían dejar de sentirse atraídos, y que finalmente también acababan empalados.
Ser poseída por el gigante dejaba a las mujeres (y a la burras) tan satisfechas que nunca volvían a fornicar con varón de su especie. Tampoco parece que pudiera quedar oportunidad para ello, ya que la extrema fecundidad de Amerolquís hacía que cualquier cana al aire acabara en preñez... Y este contratiempo traía consigo un problemilla asociado: el exagerado y violento crecimiento del feto en el seno materno determinaba que a las pocos días del coito el cuerpo de la mujer (o de la burra) reventara inexorablemente por un obvio impedimento estérico.
Una de las historias más festejadas por recitadores y oyentes de cualquiera de las seis tribus principales en las que tradicionalmente se divide la nación Imughah es la que empieza describiendo a una bella joven a la que el gigante había echado el ojo; esa misma mañana Amerolquís fue a ver a la madre de la doncella para pedir su mano. Pero la vieja, asustada ante el tamaño del galán y sus genitales, le negó toda posibilidad de esponsales. El gigante, entristecido, se ocultó entre los arbustos que rodeaban la charca a la que su amada acudía a diario, y en cuanto divisó el brillo de la luna reflejado en sus ojos no pudo evitar eyacular, haciendo que toda la laguna adoptara un tono lechoso. Como cada noche, la joven se sumergió para lavarse, en este caso acompañada de sus dos mejores amigas. Cuando las tres salieron del agua ya estaban preñadas, y sólo tres días después reventaron.
Apesadumbrado por saberse responsable de la muerte de sus amantes, tremendamente insatisfecho debido a su hiperactividad sexual y siempre dispuesto a perpetuar su estirpe, a Amerolquís no le quedó otra que aparearse con los animales de mayor tamaño de la región: las elefantas. Para atraerlas no dudaba en recurrir a sus artes musicales, cambiando sin excesivos problemas el transcurso migratorio de las manadas. Una a una iba montándolas, y ellas quedaban felices y preñadas de inmediato... pero ésto tampoco garantizaba que los partos llegaran a completarse ya que no eran pocas las elefantas que acababan también por reventar. Desde nuestro amanerado punto de vista moral, el gigante Amerolquís no es más que un monstruo baboso, incapaz de contenerse, y peligrosamente cercano a la figura del violador o del maltratador sanguinario. Pero no deberíamos precipitarnos en nuestro juicio... porque en realidad su sensibilidad y su inventiva llegaron a ser legendarias.
A veces representado con cuerpo humano y cabeza de licaón, a veces dibujado con rasgos negroides o incluso con el extraño aspecto de un alienígena (para enorme gozo de Von Daniken y otros cantamañanas), Amerolquís fue el inventor de la música y la poesía, creó instrumentos con los que acompañar sus canciones y, sorpréndanse, desarrolló el alfabeto tifinagh, el mismo que hoy en día siguen usando los pueblos bereberes en sus cartas de amor, sus testamentos o sus útiles grigrís. Sus hazañas y ocurrencias se conocen y se cantan desde las acantiladas costas del Río de Oro, hasta las mísmisimas orillas del Nilo, y sus hijos, engendrados cuando las manadas de elefantes aún se congregaban junto a las charcas del Sáhara, esperan ocultos a que las lluvias vuelvan.
Amerolquís fue sin duda el gran héroe civilizador de esa parte del mundo, una mente superior en un cuerpo enorme y sandunguero, así como un macho bien dotado correspondido por mujeres, burras y elefantas. Yo le recordaré de tarde en tarde con la famosa cancioncilla de mi niñez. Les ruego que no se ofendan.

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