lunes, 8 de agosto de 2011

Las Aventuras de Pili la Bailona: el viaje a Memphis

- ¡Pili, cepíllate los dientes, que te vas a dormir! - ¡Que no me duermo, mamá! ¡Que cuando acabe la peli …!
- ¡Que te duermes y luego no hay quién te despierte! … y además tenemos que acostarnos pronto, que mañana tenemos que levantarnos de madrugada, … ¿o es que acaso quieres que las pirámides te conozcan con un dolor de muelas? A Pilar le encantaba el Egipto Antiguo, y a sus siete años era la única de su clase que no se asustaba con las películas de momias.
Esto le pasaba desde que a su abuela se le ocurrió regalarle un libro de segunda mano dedicado al país del Nilo y titulado Neferankhanubis, la Misteriosa Dama de las Arenas Movedizas.
Era un libro grande, con un montón de ilustraciones a plumilla de templos semiderruidos, de tumbas horadadas en la arenisca y de colosos lisiados entre palmeras. De su autor, un señor antiguo llamado Fréderic Geniez, decían que era la viva imagen del divino Ramsés, que conocía el nombre arcano de todos los animales y plantas que podían encontrarse entre el puerto de Alejandría y la Primera Catarata, y que había desarrollado un extraordinario pavor por el agua. Dicen que, poco después de dar por acabado el libro y con los dedos todavía manchados de tinta, se despojó de toda su ropa y se internó en el desierto, volteando todas las piedras que encontraba a su paso. Nadie volvió a verlo, ni vivo, ni muerto.
Sobre el cartoné de la portada el ilustrador había dibujado a un tipo delgado y con cara de perro que se paseaba sin camiseta y con una faldita cruzada muy mona que apenas le cubría medio muslo. Anubis, que así se llamaba el hombre-perro, parecía bailar una danza extraña: su cabeza y sus pies apuntaban hacia la derecha, pero sus tetillas miraban al lector. A Pili esto le llamó tanto la atención que quedó como hipnotizada, y bailaba y bailaba sin parar el baile de Anubis: un paso, dos pasos, tres pasos y a la derecha…, un paso, dos pasos, tres pasos y a la izquierda… y así durante horas.
Al principio la actitud de la niña parecía muy divertida, pero con el paso del tiempo todos empezaron a preocuparse. Su tía Anita decía que era mal de San Vito, y la directora del colegio llegó a sugerir que la llevaran al psicólogo. Afortunadamente, los padres de Pili decidieron tomar otro camino: los tres juntos viajarían hasta Egipto para ver en su salsa y de cerca al tal Anubis.
Mientras los árboles de la avenida que llevaba al aeropuerto pasaban a gran velocidad, Pili preguntó:
- ¿Has cogido mi libro, mamá?
- Ya te dije que sí hace exactamente tres minutos. Relájate y disfruta del viaje.
La respuesta de su madre no dejó satisfecha a la niña, que siguió rebuscando en su mochila el resto del trayecto. Cuando el taxi se detuvo por fin ante la puerta de la terminal de salidas, su padre se dispuso a pagar la carrera. Un billete, dos monedas, tres monedas… Mientras que su madre intentaba no olvidar nada y repasaba en voz alta: una maleta, dos maletas, tres maletas… Cuando quisieron darse cuenta, la niña ya bailaba como una peonza al ritmo que, sin querer, le marcaban sus progenitores.
Aunque estaban ligeramente contrariados, los padres cogieron a Pili de la mano como si nada hubiera pasado y se internaron en la maraña de gente que se movía en todas direcciones empujando carritos cargados de equipaje.
La cola de facturación de Sphinx Air era larguísima y extraña. Casi todos los que esperaban su turno eran delgados, nadie sonreía y su actitud, excesivamente paciente, contrastaba con el bullicio general que reinaba en el aeropuerto. Los hombres gastaban bigotes y sombrerillos cilíndricos de fieltro rojo. Las mujeres iban cubiertas de tules transparentes que dejaban entrever sus enjutos y pálidos cuerpos. Todos calzaban babuchas.
Pasados los trámites de facturación y aduana, la familia al completo se dirigió al avión. El pasillo estaba poco iluminado y acababa de ser tapizado con una moqueta roja de pelo muy largo y recio que hacía sumamente tortuoso cualquier avance. Sobre esa superficie, los pies vacilaban a derecha e izquierda, siempre al borde del esguince, y deslizar el troley con ruedecillas se convertía en una empresa de titanes.
La niña y sus padres veían cómo los demás viajeros les adelantaban sin aparente esfuerzo, como si flotaran a un centímetro del suelo. Al pasar, los hombres miraban de reojo y torcían el mostacho, mientras que las mujeres se aferraban a sus velos y apretaban el paso.
Los tres llegaron cansados y sudorosos a la puerta del avión, donde fueron recibidos por tres azafatas, cuyos nombres aparecían escritos en sus uniformes, justo a la altura del corazón. Nesa, Merseankh y Tiy lucían sonrisas exageradas, exhibiendo la mayor colección de caries de toda la historia de la humanidad. En ese momento un rayo de luz cruzó por la mente de la madre que, aparentemente sin venir a cuento, preguntó:
- Pilar ¿Te cepillaste los dientes anoche?
Sin dejar de mirar las bocas de las tripulantes, padre e hija hicieron caso omiso a la pregunta, y se encaminaron a los asientos a, b y c de la fila 14. Durante unos segundos interrumpieron el paso para acomodar el equipaje de mano, y finalmente se sentaron. Pili, rompiendo moldes, eligió el asiento más cercano al pasillo y sacó su libro; a su lado se sentó su padre, que seguía dándole vueltas al pésimo estado de conservación de las dentaduras del personal; y junto a la ventanilla, la madre miraba sus incipientes varices y se preocupaba por el síndrome de la clase turista.
Por fin quedó cerrada la puerta del avión, y comenzaron las demostraciones de seguridad. Pero a diferencia de lo que habían visto en otras compañías, las azafatas de Sphinx apenas hacían aspavientos e incluso señalaban las puertas de emergencia únicamente con la vista. Tras uno de sus lánguidos movimientos la que se hacía llamar Merseankh dedicó una intensa mirada al libro que tenía Pili entre sus manos, a lo que siguió una enigmática mueca que nuevamente puso manifiesto las deficiencias dentarias de la mujer.
Durante un buen rato, cada ir y venir de Merseankh estuvo acompañado de un cruce de miradas con la niña, seguido de algún susurro rápido con alguna de sus compañeras. Un vaso de agua para la señora del velo anaranjado,… y una mirada a la fila 14. Un té para el de la fila 3,… y una mirada a la 14. Un apósito caliente para el hombre manco…, y una mirada a la fila 14. (¿Una venda? ¿Para qué demonios podría necesitar ese señor una venda?).
Las ojeadas furtivas fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Al principio sólo miraban las azafatas, pero poco a poco se fueron uniendo otros viajeros. Por fin, Nesa se acercó a Pilar y le dijo en voz baja:
- Te he visto bailar en la terminal, y me gusta cómo lo haces. Me recuerdas a mí misma en mis mejores tiempos, cuando el Nilo crecía libremente y los hipopótamos chapoteaban en sus orillas. Si te apetece ver la cabina del piloto, acompáñame… Y no olvides traer tu libro.
Pilar miró solícita a su padre y este le respondió con una sonrisa. La niña se liberó entonces del cinturón, tomó con cuidado el libro y se dispuso a seguir a la azafata, que de repente quedó firme y hierática frente a la puerta de entrada a la cabina.
Sin mediar llamada ni palabra alguna, la puerta se abrió dejando ver una sala en penumbras, con muchos relojes iluminados. Tras el asiento de la izquierda Pilar pudo distinguir una cabeza casi calva, a la que se dirigió de forma educada.
- Buenas noches, señor comandante.
El piloto se dio la vuelta y dejó al descubierto una gran nariz aguileña, un rostro enjuto y moreno, y unos ojos hundidos que rápidamente quedaron clavados en el libro. Con un movimiento reflejo, su mano derecha se lanzó en la misma dirección, pero después de recorrer algunos centímetros se paró. Entonces miró a la niña, cerró el puño y dijo:
-¿Como te llamas, niña? ¿Es acaso tu nombre Neferankhanubis?
Pilar negó con la cabeza, sonrió y respondió.
- Me llamo Pili. Neferankhanubis es la heroína de la historia que estoy leyendo.
El piloto replicó entonces:
- Me gusta… Como me gusta el brillo de tus dientes. Cuídalos.
La mano del comandante se abrió de nuevo muy lentamente, hasta liberar unos dedos largos y huesudos manchados de tinta, mientras que por su rostro resbalaban ya dos lágrimas secas.
Una de las gotas de polvo siguió su camino hasta desprenderse, y acabar estrellándose contra el cartucho en el que aparecía escrito su nombre. Cuando Pilar leyó “F. Geniez” comprendió que el viaje que ahora se estaba iniciando iba a ser la gran aventura de su vida.
Entonces, y ante los atónitos ojos de la tripulación, comenzó a bailar a derecha e izquierda con la fuerza y la gracia de una gran dama de la corte egipcia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario