lunes, 8 de agosto de 2011

El mojado curso 72-73 (dedicado a mi amigo Jose Antonio González Castilla)

El curso 72-73 fue de ingrato recuerdo y estuvo pasado por agua. Siempre pasaba lo mismo: toda la semana en secano y llegaba el viernes y se ponía a llover. Menuda maldición.
Las clases se habían acabado y, por supuesto, llovía… no mucho, pero llovía. El reloj decía que faltaba un minuto para que el partido acabara y ganábamos por tres a dos. Todo parecía a nuestro favor, pero hacía ya rato que el árbitro del partido –un mocetón de grandes dientes poco alineados- albergaba una idea diferente. Se había pasado casi dos horas jodiéndonos, y ahora estaba a punto de darnos la puntilla.
El balón andaba paseándose a sólo unos metros de mi portería sin que nadie acertara a golpearlo. Hubo ruido de huesos y saltaron algunas astillas, y de pronto sonó un larguísimo e inesperado pitido. Veintitantas cabezas peladas por un barbero poco motivado se volvieron entonces hacia Sergio García, el dentudo niño de negro, que ya corría hacia el centro del área con el índice tieso y una maquiavélica sonrisa en la cara. Penalti.
Con las camisetas y los pantalones cortos pegados al cuerpo por toda el agua caída durante el partido, todos quedamos perplejos ¿Penalti? ¿Cómo que penalti? Dicho lo cual la mitad de los que allí estábamos entramos en un trance violento. Como un enjambre de polillas alrededor de una lámpara, los once jugadores rodeamos al dentudo, pasando a convertirnos en auténticos energúmenos desairados. El joven juez retrocedía agobiado por nuestros embates pectorales, … eso sí, con nuestras manos convenientemente recogidas en la espalda, como mandan los rancios cánones balompédicos.
Sergio, mamón, te vas a tragar el pito (… y las manos en la espalda)... Sergio, soplapollas, que soy tu hermano (…y las manos en la espalda)… Sergio, hijoputa, cuando termine el partido te voy a romper los huevos a patadas (… y las manos en la espalda)… Y así, cada uno con su cantinela particular… y las manos en la espalda.
Las tarjetas, diabólicos objetos que acababan de inventarse, volaron a diestro siniestro, cabreando aún más si cabe a los mojados pre-adolescentes. Sergio García las tenía para todos: roja directa para Benito Salgado, Arganzuela y Pérez Pinto, y amarilla para Zúñiga, Gonzalito -el Miserias- y para mí. Un desastre.
Poco a poco la cosa fue a menos, aunque los expulsados seguían enseñando el puño amenazador con furia, mientras se dejaban sujetar por los que iban a quedarse en el campo… cosas del fútbol de colegio.
Con un gesto despectivo, Sergio se hizo dueño de la pelota mientras se quitaba de encima a los últimos “protestantes”. Se dirigió con decisión al punto de penalti, pero en el centro del área sólo encontró el enorme charco que se había ido acumulando a lo largo del viernes. Sin perder la compostura se me acercó hasta colocarse debajo de los tres palos, me empujó y se dispuso a contar los pasos reglamentarios.
Los pasos de Sergio más que pasos eran pasitos, y así se lo hicimos ver. -Sergio: pareces una maricona…-, gritó Camino. Y otro expulsado más. Ya sólo quedábamos siete sobre el campo. El árbitro siguió contando al unísono de los burlescos y afeminados movimientos de cadera que Cristóbal Camino le dedicó en su viaje de vuelta a los vestuarios. Cuando por fin llegó a once puso el balón en el suelo. Bueno, en el suelo precisamente, no …, lo puso en medio del charco.
El balón de reglamento medio despellejado flotaba y giraba sobre sí mismo, y la brisa se lo llevaba lentamente hacia el córner izquierdo. Los del otro equipo miraban pasmados al árbitro exigiendo una solución al problema.
Sergio García, contrariado por la situación, dudó un segundo pero acabó dando la orden para que se cumpliera la pena máxima. Entonces el lanzador del otro equipo tomó carrerilla e inició un patoso chapoteo que salpicó a todos y que acabó cortando una racha de viento que desplazó la pelota a más de metro y medio del punto de origen. El árbitro recogió el balón y lo devolvió al punto de penalti virtual, pero aquel, en vez de permanecer inmóvil, continuó su previsible periplo.
Intentó plantar la pelota allí donde no había agua, pero entonces se quedó a menos de cinco metros de la línea de gol. Nuevo follón, en el que llevé la voz cantante: no era justo que me fusilaran impunemente, y así lo entendió todo el mundo, incluido el árbitro.
El dentón dobló de nuevo el espinazo para recoger el cuero, se lo llevó hasta los once metros y … primeras risitas. Con el balón bien agarrado con ambas manos, echó una mirada asesina que sólo pudo acallar un instante a los risueños ya que, en cuanto levantó las manos, la esfera flotante eligió largarse otra vez al córner. Más risitas.
Con renovada paciencia y ante el cachondeo in crescendo, buscó un trozo de adoquín y calzó el balón, pero éste acabó rodeando el pedrusco siguiendo la senda que le marcaba su querencia. Risas generalizadas.
Dispuso una segunda piedra, pero nada. Una tercera; nada. Una cuarta; nada… hasta que el balón quedó rodeado de cascotes, dejando únicamente a la vista su hemisferio superior. Estupefacto pero con mucha decisión, el ejecutor de la falta se preparó otra vez para golpear. Pero, tras el pitido del árbitro, su empeine derecho sólo encontró el primer adoquín, con el consiguiente grito de dolor y las carcajadas del resto de los presentes. Esta vez, la pelota ni se movió.
Las risotadas se oían a distancia y yo, con lágrimas en los ojos y sin capacidad para poder parar mi ataque de risa, caí redondo al suelo agarrándome las tripas con las manos. Descojono general.
El árbitro –muy cabreado- ordenó repetir inmediatamente la pena máxima, pero ambos –ejecutor y ejecutado– andábamos por los suelos (él con el calcetín quitado y una uña al rojo vivo, y yo presa de la risa). Exigió la presencia de un segundo tirador y mandó repetir por tercera vez el penalti.
Esta vez el del otro equipo tuvo cuidado de no golpear las piedras, y la pelota voló flojito hasta la zona seca, colándose dócilmente en la portería junto al poste derecho. Gol y gran juerga de los contrarios. Yo, mientras tanto, seguía retorciéndome de risa en el suelo y no pude hacer nada por parar la pelota.
Nos empataron injustamente el partido un cuarto de hora después del tiempo reglamentario, y nunca más me dejaron jugar de portero en un partido oficial ¡Como si yo fuera culpable de tener la risa floja y de que por esa época todos los fines de semana tuviera que llover…!

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