domingo, 7 de agosto de 2011

Hace hoy una semana que lo vi , y aún no sé lo que vi

Aunque reconozco que soy de los que piensan que la palabra prohibir suena a eructo de tirano, no quisiera caer -así, en público- en la tentación de polemizar sobre el asunto del humo del cigarrillo. Dejé de fumar el día 22 de febrero de 1985 y les juro que ni siento deseo de echarme una calada, ni pretendo tirar a la basura los ceniceros de mi casa para joder a mis amigos fumadores (bastante caros se han puesto ya los amigos como para ponerles condiciones...).
Tengo que reconocer, sin embargo, que hace una semana ocurrió algo que cambió mi opinión... Bueno, en realidad no la cambió, sólo aumentó mi confusión acerca de ese y otros asuntos, incluido el sentido mismo de la existencia.
Pues iba yo rumiando para mis adentros lo difícil que se había puesto aparcar en la calle Robert Graves, cuando levanté mi vista y divisé el cuerpo serrano de una señorita apoyado contra la entrada del club Tamtán. La señorita, pintada como una puerta, cuarentona, de un metro treinta y cinco, y unas 250 libras, lucía un vestidito de los llamados "au ras du bonheur", que le cubría justo hasta una cuarta más abajo del ombligo.
Por lo visto, la ley antitabaco también debe aplicárse en afterhours, lupanares y barras americanas, y nuestra amiga había tenido que salir para hacer un alto en el camino y fumarse un pitillo. Abstraída en sus pensamientos no se percató que el mechero resbalaba entres sus dedos y acabó cayendo al suelo.
En ese momento yo debía de estar a unos seis metros y aproxAñadir imagenimándome, y mi cuerpo entero se estremeció cuando la chica intentó recuperar el encendedor sin flexionar las rodillas.
Con su popa orientada hacia Andratx, pude distinguir siete surcos que surgían de donde, se supone, empieza la cara oculta de los muslos. Desde ese lúbrico punto se dispersaban como si fueran los rayos de un sol de carne, dejando entremedio hasta seis rollizos mondongos de un blanco lechoso casi inmaculado. Les aseguro que no llegué a distinguir matorral.
Ahora me asaltan las dudas: ¿qué surcos eran tramoya, y cuál era funcional?¿gastaba ropa interior, ... y si así era ... dónde estaba? y sobre todo... ¿qué sentido tiene una ley que obliga a una señorita que, por definición, fuma y que trata de tú a los hombres, a tener que salir a la calle a las dos de la tarde para cumplir con una de las obligaciones propias de su oficio?
El episodio se cerró con un cruce de sonrisas (la mía titubeante), pero ahora puedo afirmar que gracias a la ley antitabaco mi vida nunca, nunca, nunca volverá a ser la misma. Seguro.

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