Pasitos de piernas cortas, andares inseguros y sudores fríos. Once años son pocos para abandonar el regazo de tu madre. Pero allí se vio, aterrado y fingiendo no estarlo.
El corazón le latía fuerte y las lágrimas fluían garganta abajo. Hacía ya un buen rato que la noche había caído y el autobús le había dejado muy lejos de su destino. Nadie para recogerlo, nadie que lo abrazara, nadie que supiera indicarle el camino. Solo grandes carteles difíciles de entender.
Su fina mano de niño asustado se agarró a la maleta y la levantó con esfuerzo. Cincuenta metros y cambio de mano, otros cincuenta y nuevo cambio, así durante un largo trayecto.
Miradas de reojo a otros niños cargados, la lengua entre los dientes. Intentaba mantener su cabeza en otros asuntos, para evitar delatarse. Huía y repasaba mentalmente el contenido de la maleta de cartón que parecía nueva. Calzoncillos, camisetas, camisas, calcetines, pantalones..., todos marcados con el mismo número, 8141, el de su nueva identidad; un libro de Julio Verne, un cuaderno nuevo, dos pares de zapatos gorila, betún y trescientas pesetas.
Sin darse cuenta había llegado a la altura del Águila, pero cada una de sus falanges lucía ya una rozadura encarnada y señales blancas por la falta de riego. Un esfuerzo más (¡te estás quedando el último!). Ahora cambiaba de mano cada 25 metros.
Y a lo lejos el panel que tanto esperaba: Colegio Fresno. Ese era el suyo, lo decía un papel con muchos sellos que tres semanas antes había encontrado en el buzón de su casa. Se asomó a la puerta y tímidamente miró dentro. Vio cientos de maletas y a otros tantos niños de mirada perdida.
Vuelta al terror de animal herido y ... toda la soledad imaginable.
Su fina mano de niño asustado se agarró a la maleta y la levantó con esfuerzo. Cincuenta metros y cambio de mano, otros cincuenta y nuevo cambio, así durante un largo trayecto.
Miradas de reojo a otros niños cargados, la lengua entre los dientes. Intentaba mantener su cabeza en otros asuntos, para evitar delatarse. Huía y repasaba mentalmente el contenido de la maleta de cartón que parecía nueva. Calzoncillos, camisetas, camisas, calcetines, pantalones..., todos marcados con el mismo número, 8141, el de su nueva identidad; un libro de Julio Verne, un cuaderno nuevo, dos pares de zapatos gorila, betún y trescientas pesetas.
Sin darse cuenta había llegado a la altura del Águila, pero cada una de sus falanges lucía ya una rozadura encarnada y señales blancas por la falta de riego. Un esfuerzo más (¡te estás quedando el último!). Ahora cambiaba de mano cada 25 metros.
Y a lo lejos el panel que tanto esperaba: Colegio Fresno. Ese era el suyo, lo decía un papel con muchos sellos que tres semanas antes había encontrado en el buzón de su casa. Se asomó a la puerta y tímidamente miró dentro. Vio cientos de maletas y a otros tantos niños de mirada perdida.
Vuelta al terror de animal herido y ... toda la soledad imaginable.
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