domingo, 16 de octubre de 2011

El Mantra

Robert Crumb proponía, a través de su estrafalario personaje Mister Natural, un mantra infalible para alcanzar la perfección y, de paso, la felicidad absoluta. La fórmula espiritual crumbiana venía a ser algo así como “Ohket ont okes oy”, y el barbudo y rechoncho gurú recomendaba repetirla tantas veces como fuese necesario, hasta que el sujeto en cuestión llegara a entender sin ambages el mensaje exacto del soniquete...
Doy fe de que, si lo repites muchas veces, tarde o temprano llegas a comprender el recado (incluso yo, que no soy un iluminado, hace ya tiempo que lo capté, y tengo que admitir que acabé adoptándolo para usarlo cuando algo me sale mal). No garantizo, sin embargo, que alcanceis siempre el nirvana...
Sed buenos y repetid el mantra.

sábado, 8 de octubre de 2011

Cirilo o la Razón de la Fuerza (Nanonovela en cuatro líneas)

- Hipatia, Hipatia ¿quién te mató, Hipatia?
- Me mataron los "buenos" poniéndole puertas al campo.


(¡Qué tonto eres, Cirilo!: creías que con tu crimen ganarías el cielo y sólo has conseguido que la gente te tema). Fin.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Mi amigo Luis Felipe

Hace ya casi un año me pidieron que escribiera una editorial dedicada a un gran amigo mío. Lo primero que se me ocurrió fue muy serio y formal y, después de una relectura pausada, lo tiré a la papelera. Ese no era mi amigo. Mi amigo es un brazo de mar que odia los homenajes, y yo no podía hacerle esa faena. Éscribí entonces lo que sigue pero... fue considerado demasiado personal, demasiado informal y nunca salió a la luz.
Hoy lo he rescatado. Allá va.

Nuestra portada está dedicada en esta ocasión a un pequeño (muy pequeño) geco caboverdiano que acaba de ser descrito para la Ciencia: Hemidactylus lopezjuradoi. Curiosamente su nombre latino hace referencia a un hombre grande (muy grande).
Luís Felipe López Jurado, el presidente electo de la Asociación Herpetológica Española, desde diciembre de 1989 hasta el mes de octubre de 1997, es un tipo no diré que atractivo, pero sí entrañable… aunque su gran volumen, su voz de tenor capaz de dar el do de pecho, y sus maneras políticamente toscas le hayan hecho acreedor -entre los que lo conocen poco- de cierta fama de ogro feroz.
A los que, sin embargo, conocemos su inmensa capacidad de trabajo, su habilidad para adelantarse a los acontecimientos más inesperados y, sobre todo, su afinidad por las causas justas y su fidelidad sin condiciones, ese temor por el hombre grande (en todos los sentidos, …suponemos) nos produce una leve sonrisa de complicidad y un razonable "peor-pa-ellos".
Empezó en esto de la herpetología con las tortugas de tierra, los eslizones de la isla de Nueva Tabarca y otros bichos del sureste. Más tarde emigraría al desierto de Sonora, donde se dedicó a rastrear serpientes de cascabel muy cabreadas, a las que previamente había embutido con enormes emisores preconstitucionales, … y con la única ayuda de sus rollizos dedos. Todo un alarde de sangre fría y habilidad que, a pesar de los malos augurios proclamados por Tono Valverde -otro monstruo de la investigación y presidente en su día de la AHE-, nunca acabó en tragedia.
De México se trajo una tesis doctoral bajo el brazo y una sabiduría chamánica que le ha acompañado allá por donde ha ido y de la que sigue haciendo uso a diario. En su ya largo currículo se incluye el haber sido motor de la herpetología en España, impulsor de la conservación cuando la lista de anfibios y reptiles protegidos en nuestro país se resumía en tres especies, creador de centros de investigación y de alguna que otra ONG, y un explorador incansable. También se le conocen hazañas menos serias, como su participación (de estrangis, todo hay que decirlo) como piloto de rallies en un conocidísimo raid trans-sahariano, al volante de un Ford Fiesta de tercera mano cargado hasta los topes ¡Y todo para poder llegar a un lugar alejado de la mano de Dios donde se decía que había extraordinarios lagartos! Por cierto, que no quedó el último y llegó a adelantar -con gran jolgorio y toque de bocina- a algunos de los monstruosos 4 X 4 inscritos, ellos sí, en la competición oficial.
Luis Felipe es un tipo grande que, después de mil peripecias, ha vuelto a las tortugas de tierra, las mismas que en los setenta le hicieron abandonar sus estudios de medicina. Quiero proclamar por eso mi admiración por esos animalitos de andares pausados y caparazón abombado, que lo rescataron de entre los granos y las vendas para regalarnos a un tipo genial y a una fuerza positiva del universo.

martes, 27 de septiembre de 2011

La Traición

Mi enciclopedia escolar Faro, pensada y escrita por don Quiliano Blanco, reproducía en una de sus páginas los retratos esquemáticos de tres grandes inventores y científicos españoles, que demostraba de una vez por todas que si en este país hubieramos querido, no habría premio Nóbel que se nos hubiese escapado. Pero somos demasiado chulos para eso y siempre nos decantamos por el mucho más cómodo y relajado “que inventen ellos”.
Los tres sabios no eran otros que Isaac Peral, Juan de la Cierva y Miguel Servet, dos murcianos y un aragonés que, además de tener talento, coincidían en haberla palmado lejos de las fronteras patrias, mientras se buscaban la vida. Don Quiliano apostillaba además que Servet había sido asesinado a fuego por protestantes envidiosos de su ciencia, dejando entrever que el de Villanueva de Sigena poseía valores personales muy cercanos a los del glorioso Movimiento Nacional.
Para un niño medianamente obediente como fui yo, las palabras de don Quiliano no tenían por qué ser puestas en duda, y a los ocho años tenía la certeza absoluta de que no quedaba lugar en el cielo para protestantes, melenudos y comunistas. Pero a los quince empezaron a entrarme las dudas, y con diecisiete todo se volvió del revés, como un guante. A esa edad, con el Tío Paco bajo tierra y tocado ya con una melena leonina, casi llegué a estar seguro de que los únicos que podían llegar a tocar el cielo -el cielo proletario, claro- debían seguir a pies juntillas el Libro Rojo de Mao, y que todo lo que era católico o español era malo, olía a rancio o estaba apulgarado.
Por simple regla de tres, luteranos, anglicanos o presbiterianos -aunque confundidos- debían hallarse bastante cerca de la verdad, ya que no podía ser casual que los paises protestantes gozaran de más libertad, ganaran más medallas en las olimpiadas y fueran más rubios... Pero pasaron los años y un buen día cayó en mis manos la traducción de un texto sacado de Christianismi Restitutio, la misma obra en la que Servet contaba lo de la circulación pulmonar. Lo que allí se decía venía a ser diametralmente opuesto a lo que sugería mi enclopedía Faro, y hacía que don Miguel Servet pareciera un protestante de tomo y lomo.
Pero si eso era verdad ¿También lo era que hubiese sido quemado por los suyos? Y me puse a leer... Lo que finalmente deduje resultó ser mucho más espantoso de lo que hubiera podido imaginar, y ahora confío aún menos, si cabe, en el Homo sapiens en general y en la Confederación Helvética en particular.
Haciendo un rápido resumen de su vida diré que Miguel Servet fue, antes que nada, un imprudente que nació en 1511 de padre de ascendencia noble y de madre judeoconversa, que recibió una esmerada educación y que a la edad de 19 años ya formaba parte del séquito de Carlos V, de cuya coronación fue testigo. Más tarde seguiría viajando por Europa y entró en contacto con pensadores de todos los colores y tendencias. Poco a poco llegó a la conclusión de que católicos, luteranos, anabaptistas o jansenistas tenían razón en algunas cosas, pero se equivocaban en otras... y, por supuesto, recibió hostias de todos ellos.
Escribió entonces su De Trinitatis Erroribus, una obra en la que se decantaba abiertamente por un panteismo de cuño propio, tan alejado de Roma como de la Reforma, y en la que buena parte de sus páginas estaban dedicadas a ridiculizar la figura de la Santísima Trinidad. Como buen chico que era, le mandó un ejemplar al obispo de Zaragoza para que se lo corrigiera, pero el prelado no sólo no le mandó las correcciones, sino que vino a decirle que como lo pillara le iba a meter un paquete que se iba a enterar.
Acojonado por las amenazas, decidió cambiarse el nombre pero, como no era muy espabilao, eligió el apodo más tonto que encontró: Michel de Villeneuve (Michel por Miguel y Villeneuve por su pueblo, Villanueva de Sigena). Confiado bajo la “protección” de su nueva identidad, se fue a Lyon y encontró trabajo como ayudante del médico Sinforiano Champier. El doctor Champier debía ser un gran tipo, ya que le enseñó todo lo que sabía sobre medicina e incluso llegó a recomendarle para que siguiera estudiando anatomía y cirugía en la Sorbona, donde conoció a médicos, matemáticos, filósofos y a un tal Jean Cauvin, más conocido en España por el nombre de Calvino.
La vida parecía irle bien, pero Miguel era culo de mal asiento y empezó a soltar inconveniencias que le hicieron bastante impopular entre profesores y alumnos del claustro parisino. Viéndolas venir, regresó a Lyon donde volvió a jugar con fuego, al aceptar convertirse en médico personal de Pierre Palmier, arzobispo de la iglesia católica que, recordémoslo, lo seguía teniendo en busca y captura. Desde la misma guarida del lobo y en secreto, escribió Christianismi Restitutio, su obra cumbre, en la que insistía en la inconsistencia de la Trinidad, y en su visión panteista a través de la divinidad del hombre, a la vez que criticaba abiertamente el bautismo de niños por tratarse, según él, de un acto que sólo tenía validez si era aceptado voluntariamente.
Con la obra ya acabada, Servet le envíó el manuscrito a Calvino -convertido ya en ayatollah de la república teocrática de Ginebra- para que se lo corrijiera, y este se lo devolvió repleto de anotaciones y acompañado de su propio libro Institutio religionis Christianae, para que aprendiera.
Tampoco esta vez pudo mantenerse quieto el imprudente aragonés, y devolvió a su dueño la obra cumbre del Calvinismo garabateada y llena de correcciones. Juan Calvino, que no llevaba muy bien eso de que le enmendaran la plana, montó en cólera e inmediatamente envió una carta al arzobispo Palmier (su enemigo jurado en la vecina Vienne), comunicándole que Michel de Villeneuve era en realidad un seudónimo del hereje Servet.
Enterado de la putada gracias a su antiguo amigo Champier, Miguel Servet salió con lo puesto de Vienne d''Isère en dirección a Italia, pero... era demasiado curioso, demasiado impulsivo, demasiado imprudente, y hacer un alto en Ginebra para ver de cerca y en primera persona lo que allí pasaba no le pareció una idea tan peregrina.
Miguel fue reconocido y capturado en el Sancta Sanctorum de los reformistas, donde fue horriblemente torturado y mutilado durante semanas, a veces por la mano misma de Calvino. Mientras tanto, un tribunal católico lo condenaba en rebeldía en la ciudad de Lyon y su efigie era quemada en la hoguera. Pocos días más tarde, el 27 de octubre de 1553, el tribunal calvinista hizo lo propio y Servet fue quemado vivo, esta vez en cuerpo y alma.
En definitiva, Miguel Servet fue un médico y reformista cristiano que murió por ser un pardillo confiado e imprudente, que decía ingenuidades tales como que Cristo es una prolongación del Padre que no tiene sentido sin el Padre -frente a católicos y calvinistas que siguen afirmando aquello tan musical de que Dios es uno y trino-, que Dios está presente en todo el universo, incluido el cuerpo de los hombres, o que su santidad alcanza cada rincón de la anatomía humana gracias a la circulación sanguínea pulmonar. Lo mató un tal Jean Cauvin, un iluminado ascendido a papa de la iglesia Reformada de Ginebra y un enfermo de soberbia, que no pudo aguantar que un pobre médico que jugaba a ser teólogo le hiciera algunas observaciones ingenuas que podían poner en duda su autoridad. Don Quiliano Blanco tenía al menos razón en lo de que Miguel Servet fue quemado por los protestantes, aunque se le olvidó decir que no fue precisamente por su ciencia y que los católicos no lo hicieron antes porque se les escapó.
Reivindicando aquello de que mal de muchos consuelo de tontos, tal vez lo único positivo de toda esta historia sea el hecho de que los españoles en particular y los católicos en general, no fueron los únicos cabrones del orbe, lo que nos deja a nosotros -sus descendientes- tan limpios (o tan sucios) como el resto. Ya sé que todo esto pasó hace ya casi cinco siglos y que no merece la pena seguir metiendo el dedo en la llaga, pero..., piénsenlo bien, y díganme con la mano en el corazón si no eran (somos) todos unos gilipollas.

lunes, 26 de septiembre de 2011

La Escuela de Don Francisco

Recién llegado de Francia y habiendo probado ya los métodos de la escuela republicana, mi primer contacto con el sórdido sistema de enseñanza español fue, sin exagerar demasiado, un choque bastante duro. Yo, que había sido el ojito derecho de Madame Caillequirie en el colegio de la rue de la Victoire, aterricé bastante avanzado el curso 67/68 en la escuela de don Francisco, un tipo rechoncho de bigotillo facha y dotado de un don especial: el de repartir hostias como panes, sin despeinarse.
La escuela de don Francisco era, por decirlo en pocas palabras, una mierda. Ocupaba los bajos malolientes de la barriada de Santa Julia, a dos pasos de la Cruz de Humilladero, y estaba organizada en dos clases. La de los mayores tenía varias ventanas enrejadas que miraban al Camino de San Rafael, y en días lectivos daba cabida a un centenar de niños y niñatos de entre once y doscientos años. Mi clase -la de los pequeños- daba a una plazoleta interior que servía a la vez de patio de recreo de la escuela y de almacén trasero del bar Mari Pepa.
Como una trinidad de poderes fácticos, la estancia estaba presidída por una foto del general Franco de color sepia desvaído, un crucifijo sin gimnasta y una batería de palos dedicados a escarmentar a niños rebeldes o simplemente zoquetes, que los mismos alumnos debían reponer regularmente a medida que se partían. Desde el estrado a la puerta se disponían unas doce bancas corridas, cada una de las cuales era a la vez escritorio y reposadero de unos nueve o diez niños de edades y cursos variados. La pizarra ocupaba todo el pasillo lateral, de modo que cuando don Juan -el maestro de primaria- escribía con la tiza, todos debíamos mirar hacia la izquierda, retorciendo más o menos el pescuezo de acuerdo a tu posición.
Don Juan era joven, grande, fondón, medio calvo, y sus gafas eran como dos lupas que le hacían los ojos enormes y la mirada poco inteligente. Pretendía ser mejor persona y maestro que don Francisco, pero era un hombre impaciente y colérico cuyo método pedagógico era, en el mejor de sus días, estúpido.
Los niños eran, en general, poco aplicados y aún menos aseados. Recuerdo en concreto el terrible olor que invadía el aula el siete de junio de mil novescientos sesenta y ocho; ese día el maestro intentó iniciar la clase con un responso por el alma de Robert Kennedy, que la víspera había sido asesinado en la ciudad de Los Ángeles. Mediado el Padrenuestro, y cuando iba ya a arrancarse con aquello de “... y perdona nuestras deudas...”, don Juan levantó la cabeza y con un grito de indignación que cogió desprevenido a todo el mundo, dijo “¡hijosdeputa, sois todos unos cerdos!” Luego salió indignado por la puerta, y no volvió hasta después del recreo cuando, armado con un palo más grande de lo habitual, destrozó la mano de Camino, el hijo mayor de un funcionario de colonias y de una guineana, que ese mismo año había venido de Fernando Poo. Sin ningún pudor, don Juan hacía responsable principal del hedor reinante en la clase al color tostado del niño. Puedo jurar, sin embargo, que el mulato no era, ni de lejos, el alumno más apestoso de la clase.
Nuestro único libro de texto era la enciclopedia escolar “Faro, para alumnos en periodo de perfeccionamiento”, cuya primera página decía que había sido pensada y escrita por don Quiliano Blanco Hernando, y editada especialmente para el Concurso del Patronato del Fomento de Igualdad de Oportunidades. En letra muy pequeña decía también “para niños de 10 a 12 años”. Yo tenía por entonces sólo ocho...
En las 730 páginas del libro, don Quiliano tocaba todos los palos y le metía mano por igual a los quebrados, las divisiones y las raíces cuadradas, a la religión católica, la geografía de España, las Ciencias Naturales, la Historia o la Lengua Española, reservando un buen puñado de páginas a la formación político-social y a la exaltación del Caudillo, la FE de las JONS, Ramiro Ledesma, Onésimo Redondo y a otros padres del Glorioso Movimiento.
En sólo tres meses llegué a hacer barbaridades inimaginables para madame Caillequirie y su esquema de aprendizaje en libertad, igualdad y fraternidad. Sin ir más lejos, aprendí de mi amigo Paquito Espina todas las trampas posibles en los principales juegos de azar practicados en el colegio, mi mano derecha soportó algún que otro palo como castigo a mi insolencia, e incluso llegué a pegarle mis primeras caladas a un cigarrillo sin filtro.
Debo confesar que ahora me resulta difícil encontrarle un lado positivo a mi estancia en la escuela de don Francisco, pero durante ese corto periodo perdí mi acento francés, crecí cuatro centímetros y fui promocionado a cuarto curso. Un par de días más tarde, sin embargo, alguien se percató que, con mis ocho añitos recién cumplidos, el curso que en realidad me correspondía empezar era el que acababa de aprobar...
Al año siguiente tuve que repetir tercero en un colegio de un pueblo de Granada. Pero ese fue sin duda de más grato recuerdo, con sesiones infinitas de fútbol en la era, un buen maestro a la antigua usanza que, sin embargo, había desterrado por completo los palos y que nos hacía cantar cada mañana, dios sabrá por qué, una copla titulada “A raíz do toxo verde”. Nosotros a cambio le tratábamos con respeto pero sin miedo, y premiabamos su dedicación cantando a pleno pulmón la cancioncilla en gallego.
Pasado ya mucho tiempo desde entonces, y mirándolo ya todo desde la atalaya comprensiva y más objetiva de los años, creo que lo que realmente hacía aborrecible la escuela de don Francisco era -dejando a un lado la violencia- la mala elección de los tempos con los que abrir al mundo los sentidos de los alumnos sin acelerar la pérdida de su inocencia. Porque tal vez lo más importante que debemos retener del periodo escolar no son las ecuaciones o los pronombres, sino el hecho de que no hay ninguna prisa para dejar de ser un niño.

domingo, 11 de septiembre de 2011

El Gobierno de los Psicópatas

El rabioso sistema neoliberal que domina nuestro bonito planeta desde hace ya bastante tiempo requiere para su funcionamiento de líderes a los que no le tiemble la mano cuando toman decisiones. En un mundo tan competitivo, la selección de esos líderes debe hacerse entre individuos intrépidos con encanto superficial que, dejando a un lado los remordimientos, sean capaces de resolver problemas “difíciles” sin despeinarse.
Por eso, para ser un buen “escalador” resulta muy ventajoso saber dejar aparcados los sentimientos y disponer de zippi-visión, ese mecanismo que te ayuda a ver a los demás como objetos que te rodean y están a tu servicio.
El buen funcionamiento de la empresa, a cuya cabeza se encuentran los líderes, es el objetivo. A cambio, el sistema permitirá que sus líderes muestren ciertos comportamientos extravagantes, y aplaudirá ciertas dosis de frívolidad e incluso de promiscuidad. Imagino que a su mente ya se han asomado varios ejemplos recientes.
Ustedes me dirán ahora que en los tres párrafos que anteceden a este, todo resulta obvio y que no he escrito nada nuevo. Pero si yo les recuerdo ahora que entre los principales síntomas de la psicopatía se encuentran la ausencia de remordimientos, la carencia de empatía hacia tus semejantes, el egocentrismo radical, la “cosificación” de los demás, las carencias emocionales, los trastornos de la personalidad, la extravagancia, la promiscuidad y la ausencia de culpa, convendrán ustedes conmigo en que tenemos un problema.
En un mundo como el nuestro, un tipo normal y honrado nunca podrá competir con alguien que es así por naturaleza. En todo caso, sólo podrá llegar a imitarlo. Por eso nuestros parlamentos, nuestras empresas y, en general, todos los centros de poder se están convirtiendo en sobredimensionados depósitos de psicópatas. Es lo que el psiquiatra Andrew M. Lobaczewski ha denominado “patocracia”, un sistema paradójicamente injusto que busca el malestar generalizado y la infelicidad de la mayoría de los ciudadanos.
En este “gobierno de los psicópatas” todo queda justificado con el bienestar de los iluminados que siempre creerán ser merecedores de lo que les ocurre. Se admiten propuestas dirigidas a evitar toda esa mierda.

sábado, 10 de septiembre de 2011

La Codicia

Otro Mateo -que según dicen, era más bueno que yo- escribió un día que el Cristo había dicho que, en cuestiones de caridad, tu mano izquierda no debe saber nunca lo que hace la derecha. El escrito del evangelista era una de las lecturas preferidas de don Aurelio, que la repetía una y otra vez en sus extrañas catequesis, durante las que literalmente se retorcía intentando explicarnos que la expresión venía a ser una invitación metafórica a evitar el fariseismo.
Pero a esas edades cuanto más énfasis dedicas a explicar una cuestión inocente, más fácil es que la mente inexperta acabe viajando hacia la región fronteriza en la que empieza la locura... Y un cóctel en el que esquizofrenia y miembros que razonan solos forman parte de la mezcla no parece, desde luego, la parada más oportuna en la que detenerse.
Yo, además, era un alumno muy aventajado en esa asignatura de darle vueltas al coco, y ante una simple caja de quesitos en la que una vaca risueña lucía otras dos cajas por zarcillos, podía pasarme horas flotando alrededor del concepto de infinito. Por eso, cuando don Aurelio empezó aquel día su juego de contorsiones sobre lo que debía saber la mano izquierda de lo que hacía la derecha, yo empecé a elucubrar acerca de lo que debía saber la derecha de lo que hacía la izquierda, iniciando así uno de los primeros viajes exploratorios hacia mi lado oscuro.
El viaje fue de ida y vuelta y, para bien o para mal, mi personalidad no acabó muy señalada por los pensamientos de aquel día. Sin embargo, cada vez que me tropiezo con historias de otros cuya moralidad resulta cuanto menos discutible, vuelvo por momentos a embarcarme en ese velero que navega por el filo de la navaja y que atraviesa algunos de los lugares menos iluminados del espíritu.
Precisamente ayer tuve una de esas epifanías después de leer un antiguo informe acerca de un tal Mandel Szkolnikoff, un judío de Vilnius que había dedicado sus primeros balbuceos mercantiles al comercio de telas en la Rusia de los Zares. Ágil y buen negociante, la toma del Palacio de Invierno no le cogió con el paso cambiado, y también logró trapichear con el Ejército Rojo. Pero hacer negocios con muertos de hambre resultó ser poco rentable a la vez que peligroso... Así que optó por salir corriendo de la incipiente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y hacerse apátrida.
Durante años fue dando tumbos por media Europa, hasta que en 1930 recaló en Francia. Durante un tiempo sobrevivió con los escasos beneficios obtenidos con asuntos más o menos oscuros del mercado negro de entreguerras. En ese ambiente deprimido conoció a Elfrieda Sanson, una alemana de armas tomar conocida en los bajos fondos parisinos con el alias de Hellene, de la que enseguida se enamoró perdidamente.
En 1939 el ejercito alemán invadió Francia, y la sociedad formada por Hellene y Mandel aprovechó el desbarajuste en el que se encontraba entonces el país para comprar algunas fábricas textiles a precio de ganga.
A pesar de su origen semita y plenamente consciente de las intenciones nazis, Szkolnikoff no dudó en aprovechar la ocasión, y con la imprescindible ayuda de Hellene, se convirtió en el principal proveedor en Francia de la Gestapo y las SS. Su estrecha colaboración con los invasores le permitió pasar a ser uno de los hombre más ricos de Francia y hacerse con facilidad con los negocios de otros empresarios caídos en desgracia.
En 1941, y con métodos poco éticos, logró hacerse con la mayoría de las acciones del grupo inmobiliario Donadéi-Martinez, que poseía algunos de los hoteles más elegantes de Cannes, Niza o Montecarlo. Ese mismo año se estableció en Mónaco, desde donde dirigió su imperio y recibió con frecuencia a su buen amigo Klaus Barbie, también conocido como el Carnicero de Lyon por ser el máximo responsable de la tortura y muerte de más de 14.000 personas y del envío de miles de judíos a los campos de concentración.
Pero su suerte acabó en 1944. A principios de ese año, y oliéndose ya la caída de sus benefactores, Szkolnikoff empezó a hacer envíos de oro y piedras preciosas a España, y en diciembre de ese mismo año decidió exiliarse en Madrid.
En junio de 1945, con la guerra dando sus últimos coletazos, los Servicios de Espionaje y Contraespionaje de De Gaulle dieron casualmente con su pista. Cuatro agentes lo capturaron y torturaron hasta la muerte cerca de Guadalajara, pero no obtuvieron ni una idea aproximada del escondite en el que guardaba su tesoro.
Como hombre de bien que -supongo- soy, me he despertado varias veces esta noche pensando en el poder de la codicia, que hace que un humano pueda llegar a pactar con el mismo Satanás o devorar a sus propios hijos en pos de obtener algunos privilegios.
Realmente, no podía entenderlo,… hasta que, de pronto, inicié uno de esos viajes a mi lado oscuro que casi me da vergüenza admitir. Un viaje que coincidió con el recuerdo de una pregunta que me lanzó, hace ya muchos años, un defensor de la tauromaquia. El planteamiento del aficionado fue el siguiente: Tú, Mateo, que tanto por culo das... ¿qué preferirías, vivir 50 años en un establo sucio y oscuro, deseando cada día de tu vida ser un toro de lidia, o vivir sólo cinco pastando libre por las dehesas, y únicamente desear convertirte en una vaca lechera en tus últimos veinte minutos sobre la tierra?  
Me aterrorizó la respuesta que pudiera haber elegido y entonces decidí, recubierto de sudor, levantarme y hacerme un café.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El Miedo


Quiso la luna un día que a una isla lejana llegara una goleta desprovista de bandera. Bañada por las corrientes frías y por la pálida luz del satélite, la nave echó el ancla en un apartado fondeadero casi desprovisto de miradas.
Su cargamento no consistía en tesoros de las Indias, ni en ambrosías y especias de Oriente. No. Tampoco eran maderas nobles o marfil. Su carga estaba compuesta de lamentos de gente escuálida. Gente rubia de lengua extraña que había sido encarcelada y torturada -dios sabrá por qué-, y más tarde rescatada por el capitán del velero. Pero la piedad del capitán tenía un límite. Sin víveres a bordo y con América todavía lejos, tuvo que arriar su bandera y desembarcar furtivamente a los desgraciados pasajeros. Sólo el cabrero Machín fue testigo de la secreta maniobra y, abandonando su ganado, corrió ladera arriba para dar la señal de alarma.
Hacía ya rato que el sol había salido cuando el pastor llegó al caserón que en Valverde hacía las veces de ayuntamiento y, entre jadeos, pudo explicar con detalle todo lo que sus ojos habían visto de madrugada. En menos de media hora la milicia defensiva estuvo lista y dispuesta a partir. El capitán Briz, el único profesional, y quince magos armados con alpargatas, mosquetes viejos y grandes cuchillos formaban casi marciales en la era de Barreda, muy cerca del camino que lleva al Puerto de Naos, pasando por San Andrés y el Pinar.
A marchas forzadas y con la ayuda de caballería, pudieron alcanzar ese mismo día el alto de Taibique, y desde allí comprobaron con alivio que el barco se alejaba ya hacia el suroeste con todo el trapo desplegado. A Juan Briz no le parecíó sensato ni prudente salir en su busca y todos, salvo Machín, asintieron. El cabrero, muy excitado, seguía perseverando en que la maniobra había sido extraña y juraba con vehemencia que había visto desembarcar a no pocas personas y a algunas mercancías. Tanto insistió el hombre que, por no desairarlo, decidieron mandar una avanzadilla que inspeccionara la zona.
Machín y dos milicianos tomaron la retorcida senda que lleva hasta el mar, y cuando todavía no habían doblado la punta de los Frailes ya percibieron un resplandor que presagiaba hogueras. Con sigilo se acercaron hasta los lajiares que rodean la bahía y fueron testigos entonces de que la isla había sido tomada. No parecía, sin embargo, que fueran piratas, ni que se dispusieran a saquear algún caserío cercano.
Con el mismo cuidado con el que habían llegado, los tres hombres se deslizaron entre las cortantes lavas del malpaís hasta encontrar de nuevo el camino que los llevó con el resto de la partida. Entonces, Justo Morales -el de más edad de los tres exploradores- fue tajante: “Ahí abajo hay gente”.
Era el día cinco de abril de 1779 y unos cien voluntarios se encontraban ya apostados alrededor de la bahía de Naos, el mismo lugar en el que casi cuatro siglos antes habían desembarcado Bethencourt y La Salle. Dos falúas venidas de la Estaca vigilaban desde el mar a los intrusos, y un continuo ir y venir de mujeres, en lo que se convino era la zona de cocinas, hacía presagiar un asedio largo.
El informe de Briz puntualizaba que 14 hombre jóvenes y viejos, otras tantas mujeres y ocho niños habían desembarcado tres días antes en el Puerto de Naos. Todos presentaban mal aspecto, vestían harapos y se sabían observados. Algunos se mantenían todo el tiempo acostados, como si estuvieran cansados o enfermos. No se habían visto armas y los pocos víveres detectados habían sido almacenados en una ruina.
No muy lejos, el alcalde Francisco Hernández mostraba el gesto preocupado, tal vez más de lo que la situación requería. Con rabia llamó al capitán Briz y ordenó enviar un emisario con vituallas para, a cambio, recabar detalles del desembarco y de su mal aspecto. Le preocupaba, sobre todo, que fueran portadores de la peste.
Melquiades, un hombre pequeño, enjuto y listo como el hambre, fue el elegido por haber estado enrolado varios años en un ballenero inglés. Lo desnudaron y don Baudilio, el cirujano gaditano desterrado por sus ideas jacobinas, le aplicó friegas de vinagre por todo el cuerpo. Luego lo untó con una pomada hedionda y permitió que tapara sus genitales con un calzón.
Con una saca de víveres en la mano izquierda y una pistola de pedernal en la derecha, el arponero bajó por el camino. Arriba, asomaban cabezas curiosas por todas partes; abajo, todos quedaron quietos y con los ojos clavados en el casi desnudo enviado.
Un hombre de unos cuarenta años avanzó hacia Melquiades y le habló con parsimonia. Usaba la jerga franca de los marineros, mezclando palabras de lenguas reconocibles con otras de origen incierto. La extraña conversación se prolongó durante media hora y acabó de repente, cuando el extranjero recogió las vituallas del suelo y el emisario dio media vuelta.
Todos se arremolinaron alrededor del inexpresivo arponero, y el alcalde lo agarró con fuerza de un brazo, suplicándole que hablara. Casi con desgana contó que, por lo que había llegado a entender, era gente de Irlanda que había permanecido cautiva más de dos años en cárceles inglesas y que, tras el pago de un rescate, habián sido embarcados con destino a las colonias portuguesas de América. Luego contó lo de la escasez de víveres y el desembarco, y recordó que habían insistido en explicar que su aspecto desaliñado se debía únicamente al prolongado encarcelamiento y que, con la excepción de algún anciano reumático, todos gozaban de buena salud.
El alcalde farfulló entre dientes “apestados, están todos apestados”. Los instantes que siguieron fueron de enorme tensión, con todos los prohombres de la Villa y el Pinar hablando sin moderación a grito pelado. “Esos desdichados nos matarán a todos”, decía Ramón el de Sabinosa; “debemos anteponer la salud de nuestros hijos”, le replicaba Andrés Padrón; “que se vayan, que se vayan”, apostillaba Pedro el portugués.
Briz dejó que hablaran y cuando se calmaron, pidió la palabra. “No debemos precipitarnos. En mi opinión deberíamos enviar un emisario a Tenerife para poner en conocimiento del Gobernador Militar la crítica situación. Él, y no otro, adoptaría la solución más adecuada. Mientras tanto, la Milicia mantendría a raya a los naúfragos del Puerto de Naos”.
Tras un breve silencio, hubo protesta generalizada. En Nisdafe y en otras zonas de la isla los hombres estaban ya trabajando en el campo y las familias no podrían sobrevivir con los ocho cuartos de sobresueldo de la Milicia. Además, … el Ayuntamiento, entonces inmerso en la construcción de un nuevo consistorio, carecía de los fondos necesarios para mantener el sitio más de una semana. Francisco Hernández decidió convocar un pleno extraordinario allí mismo, que tendría como únicos puntos del Orden del Día la enumeración de propuestas y la votación correspondiente. El Secretario tomó nota, y envió correo urgente a los tres ediles ausentes.
A las seis de la tarde dio comienzo el Pleno, al que asistieron el alcalde, los quince ediles y más de doscientos isleños. Hernández hizo una exposición viciada de la situación, explicó el procedimiento, e invitó a los presentes a hacer las propuestas. Briz recordó la suya, y de nuevo hubo condenas generalizadas. El secretario intentó poner orden pero la turba sólo calló cuando Ramón, el de Sabinosa, se levantó y planteó ejecutar a punta de pistola a los irlandeses, tirándo sus cadáveres y enseres al mar.
Entonces el cirujano se levantó y dijo: “Una barbaridad, eso es una barbaridad”. Y de nuevo se impuso un guirigay que el alcalde acertó a ahogar con un grito: “Tú, Baudilio, no tienes vela en este entierro, tú dedícate a curar pupas y a mantener tu sucia boca cerrada. Aquí no nos vengas con tus miserias...”. La vena revolucionaria del galeno le hizo saltar de su asiento como un resorte, y sólo los reflejos de dos milicianos jóvenes impidieron que pudiera dar buena cuenta del alcalde, que con una sonrisa añadió:¿Alguna propuesta más?”. Nadie abrió la boca y el secretario dio por cerrada la lista.
La votación se hizo a mano alzada y la propuesta del de Sabinosa obtuvo los dieciseis votos posibles.
Apesadumbrado pero tranquilo, el cirujano sólo acertó a suplicar: “Por Dios, dejadme bajar a examinar a esos desgraciados...”. A lo que respondió Hernández: “¿Por Dios?¿Cómo te atreves a tomar el nombre Dios en vano, tu que eres un apóstata?”. El cura de San Antonio Abad asintió con la cabeza, y la decisión del Pleno quedó sellada.
Todavía no había amanecido, cuando el campamento ya hervía. Las mujeres servían leche de cabra caliente, pellas de gofio, higos pasados y almendras, y los hombres limpiaban sus armas para no pensar en la tarea que les tocaba.
A las siete en punto Briz reunió a 32 hombres que portaban armas de fuego, y pasó revista. Luego explicó la estrategia, dio algunos consejos prácticos y les recomendó que no mirasen a los ojos a los que iban a ser sus víctimas. El cura bendijo a todos y, sin dilación, comenzaron la bajada.
Cuatro hogueras señalaban la posición de otros tantos centinelas que, al oír llegar a la partida pidieron el santo y seña. Se oyeron los primeros gritos de los sitiados.
Briz dudó un segundo en parapetar a sus hombres, pero finalmente optó por bajar a campo abierto. Encontraron a los irlandeses apiñados junto al acantilado, sin ofrecer defensa. Sólo se oían lamentos y gente llorando, y el que hacía de jefe empezó a gritar: “Uimh, le do thoil. Cén fáth?”. El primer tiro salió de un mosquete, y el plomo entró por el ojo derecho del lider, que cayó al suelo como un saco.
Los lamentos pasaron a ser gritos. Algunos corrieron a refugiarse entre las piedras, otros caían de rodillas, pero la mayoría quedó en pie y agrupada. Entonces Briz dio la orden de disparar a discreción.
Durante tres largos minutos se oyó a la fusilería. Luego se escucharon disparos aislados, mientras algunos milicianos cubrían sus cuerpos desnudos con el engüento pestilente de don Baudilio. Poco después, los cadáveres de los desdichados fueron cayendo uno tras otro al mar embravecido.
Sólo el gruñido bronco de un bufadero cercano impidió entonces que el silencio fuese absoluto.

La triste historia ocurrida en 1779 en la isla del Hierro corrío de boca en boca en las semanas que siguieron, llegando incluso a la corte madrileña. Enterado de la inhumana tragedia, el Marqués de la Cañada -por entonces Capitán General de Canarias- mandó apresar a Francisco Hernández, a los quince ediles de Valverde y al capitán Briz. La investigación de lo ocurrido quedó a cargo de D. Juan Antonio de Urtusáustegui, nombrado a tal efecto Gobernador Temporal de Armas.
Urtusáustegui, un ilustrado de origen vasco nacido en la Orotava, pasó varios meses en la isla investigando el caso, y durante todo ese tiempo aprovechó también para hacer una excelente recopilación sobre la naturaleza, las costumbres y la sociedad herreña, que años más tarde dejó plasmada en un diario escrito con elegancia y sabiduría.
Menos elegantes, y más fáciles e injustas serían, sin embargo, las recomendaciones dirigidas a resolver el caso de los irlandeses asesinados. A su vuelta a Tenerife, Urtusáustegui propuso la libre absolución del Cabildo herreño al completo, cuya actitud fue calificada casi de heroica. Por el contrario, concentró toda la culpa de las atrocidades cometidas en la figura del Capitán Briz, que finalmente fue condenado y encerrado de por vida en el Castillo de San Joaquín.


domingo, 14 de agosto de 2011

Tobías


Tobías aprendió a leer en una escuela en la que también enseñaban que el respeto por el pensamiento ajeno era el axioma indispensable de una sociedad sana e inteligente. Como es natural, todos sus compañeros recibieron la misma enseñanza, pero Tobías fue el único que decidió convertirse en adalid de la tolerancia. Tobías era -por lo visto- el alumno más tonto del colegio.
Tobías solía caer bien, y sus defensas encendidas de los desvalidos eran generalmente premiadas con palmaditas piadosas en la espalda.
Tobías murió solo y nunca llegó a tener una calle con su nombre, ... ni puta falta que le hacía.

lunes, 8 de agosto de 2011

El ajoblanco

Ponemos un par de rebanadas de pan de pueblo en agua fría para que la miga se ablande. Cuando esté maleable, la apartamos de la costra y la reservamos.
Mientras, ponemos a hervir una olla con agua; ponemos las almendras en un colador y le echamos por encima dos o tres cucharones de agua hirviendo. Dejamos enfríar unos minutos y las pelamos.
Majar en un mortero los ajos y las almendras con un poco de sal. Luego añadir el pan remojado y hacer una pasta a la que le vamos añadiendo el aceite para que ligue. Se le añade entonces el vinagre y finalmente el agua bien fresca.

Vidas ejemplares II: San Cucufato.

En contra de lo que pueda parecer, a Cucufato no le cortaron los huevos. Era desde luego un tipo bastante friki, juzguen ustedes mismos. Nacido cristiano en el norte de África (como yo) de padre montado en el denario, se le fue la olla siendo teenager y decidió -junto a su hermano- emigrar a Hispania en busca de la salvación. Por lo visto se había corrido la voz de que en la Tarraconense hacían unos martirios dabuten, y allí acabaron con las entrepiernas húmedas.
Ya en Cataluña su hermano se hizo mosso d'esquadra (se dio cuenta que le iba más dar que recibir), pero Cucufato siguió erre que erre y empezó a tocarle las narices a todo prefecto del Imperio que se le ponía por delante. Primero fue Galerio, que lo entregó a doce robustos soldados para que le hicieran de todo. Pasaron las semanas y a Cucufato cada vez se le veía más y más radiante y feliz; por el contrario los soldados se habían consumido en su propia lujuria.
Le siguió Maximiano que lo metió en aceite hirviendo mientras él canturreaba salmos. Al final quedó como un pollo al ast . Entonces fue dios, lo tocó con su varita mágica y lo dejó como nuevo, mientras Maximiano -charnego de pro- se consumió de coraje.
A Maximiano le siguió Rufo, que no se anduvo por las ramas y mandó cortarle la cabeza. Se ve que dios no estaba ese día y allí acabó la historia del friki de Cucufato. Todo esto ocurrió en lo que hoy es Sant Cugat del Vallés y aunque no se lo crean, San Cucufato es el patrón de los jorobados (alucino con la Santa Iglesia y sus ocurrencias...). Festividad: 25 de julio.

Vidas ejemplares III: Santa Catalina de Siena, o cómo no dejar nunca de sorprenderse.

Santa Catalina de Siena, patrona de Italia, se casó místicamente con Jesús... Pero lo hizo con todos los honores. Según la tradición católica, Catalinetta tenía la hermosa costumbre de gritar y revolcarse mientras veía a la Virgen. En una de las visiones místicas, María le anunció que en breve se convertiría en su suegra, y le presentó al mismísimo Jesús; la boda se celebró con todo el boato y al final de la imaginada ceremonia el Mesías le hizo entrega de un anillo de carne, a la vez que le decía: “Recibe este anillo como testimonio que eres mía y serás mía para siempre” (sic). En realidad la sortija "orgánica" no era otra cosa que el santo prepucio... y la santa de Siena lo llevaría puesto el resto de sus días, aunque sólo fuera visible para ella.
Y Catalina murió y su dedo se transformó en reliquia (ver foto adjunta). Muchas beatas que lo adoraban llegaron a afirmar que veían con claridad el famoso anillo de carne. No somos nadie.

Landru vs Nivelle

Dicen que Henry Desiré Landru fue el mayor asesino en serie de la historia de Francia. Total, unas 300 aflijidas mujeres que la guerra del 14 había transformado en viudas. Una a una, fueron pasando de su amoroso regazo a la ya famosa "cuisiniere de Gambais", dando sentido a la macabra máxima "del polvo a las cenizas", atribuida a François Villon. Henry se deshacía de los despojos en los bosques cercanos y sólo guardaba los dientes de oro de las incautas y sus monederos. Luego volvía a París con su familia, a la que agasajaba y colmaba de bonitos regalos.
¿Era acaso un mal tipo ese Landru? Pues supongo que sí, pero desde luego no era peor que el general Nivelle, que en Verdún se había encargado de fabricar un cuarto de millón de viudas, algunas de las cuales acabaron por caer entre los brazos del asesino.
No vayan a creer que siento debilidad por el llamado Barbazul de Gambais, pero creo sinceramente que Landru fue hombre de su tiempo, como lo son ahora los encargados de ejecutar hipotecas o los que malvenden nuestros aeropuertos para pagar una pequeña parte de la deuda que generó su construcción.

Os traigo una historia de gigantes y paquidermos.

Supongo que os hará gracia que os cuente que cuando yo tenía doce o trece años, en el colegio cantábamos una canción cuya letra venía a decir:
En el África Oriental había un gigante que quería dar por culo a un elefante; el elefante, que no era del oficio, con la trompa se tapaba el orificio...”.
Y seguía, pero no recuerdo muy bien cómo.
Algo más tarde, cuando me hice mayor, tuve la oportunidad y la suerte de poder moverme casi a mi antojo por una región del mundo de la que mucha gente ha oído hablar, que no muchos han llegado a visitar y que aún menos conocen. Se trata del Sáhara (así, con acento en la primera a, y aspirando ostensiblemente la h).
Allí aprendí cosas tales como que un humano puede, si así lo recomiendan las circunstancias, entrar en stand by como un lagarto, que en ocasiones la palabra libertad coincide en significado y extensión con el vocablo inmensidad, o que la diversidad (otra palabra acabada en d) a menudo se esconde detrás de la monotonía.
Los hombres del desierto suelen recordarte con actitud altanera que los europeos sólo poseemos los relojes que lucen nuestras muñecas, y que son ellos en realidad los verdaderos dueños del tiempo. Desgraciadamente esa chulería está perdiendo poco a poco todo su significado, y moros de marea, tuaregs, o chaambas han acabado por unírsenos en ese triste viaje hacia la esclavitud de los relojes.
Lo que antes era gente, ahora es multitud; los camiones vuelan sobre las onduladas y transitadas pistas, y gente armada venida desde bastante lejos se apura en defender las fantasmagóricas rayas fronterizas. Tal vez el mejor ejemplo de los cambios sufridos por el desierto en las últimas décadas se encuentre en la historia que nos recuerda el triste final del famosísimo árbol del Teneré, el único en quinientos kilómetros a la redonda, que fue involuntariamente abatido por un camionero somnoliento... Casi da risa.
Pero entre pozo y pozo sobrexplotado, o junto a los oasis abarrotados, todavía hoy encontramos señales de lo que un día fue un territorio fecundo. Hermosas señales que pueden hacer soñar al más impasible de los mortales, y que van a permitirme volver a enganchar con el asunto de los elefantes jodidos y violados del principio.
Imagino que todos recordáis la novela titulada “El Paciente Inglés”, una dramática historia de amor en tiempos de guerra que hace unos años fue llevada al cine con bastante éxito. En uno de los vericuetos del relato, se nos describían las extraordinarias pinturas rupestres descubierta por el protagonista de la historia, entre las que destacaba la imagen de un antiguo nadador disfrutando de un refrescante baño allí donde ahora sólo queda roca y arena.
Desde la butaca de un cine, la historia del conde Lazlo Almasy y su descubrimiento puede antojársenos extremadamente casual, pero en realidad resulta bastante menos rara de lo que podéis imaginar, ya que las piedras del desierto esconden a menudo figuraciones grabadas por las manos de misteriosos garamantes, en las que aparecen representados paisajes pretéritos del Sáhara y excelentes retratos de su fauna.
Las bellísimas representaciones de jirafas ramoneando entre acacias, de hipopótamos y cocodrilos compartiendo charcas, de retorcidas batallas entre pitones y sus presas o de todo un elenco de actividades desarrolladas por los antiguos habitantes del Sáhara, nos recuerdan el vibrante pulso que llegó a latir durante el neolítico en el vientre de este ahora reseco rincón del mundo.
Pero de entre todos los grabados que he podido ver con mis ojos o que fueron cuidadosamente recogidos por otros que pasaron antes y después que yo, existe una impactante imagen que se repite a menudo en sitios tan dispares como las colinas de los Eglabs, el macizo de Sefar o las montañas de Mouydir. Se trata de la que representa a grandes elefantes africanos -generalmente en actitud amigable- en el momento de ser violados y sodomizados por humanoides de gran tamaño.
Podéis intentar imaginarme ahora delante de uno de esos grabados, señalando incrédulo la piedra con mi dedo, y con la cancioncilla de mis trece años golpeándome las sienes... Y podéis imaginar también la sonrisa condescendiente del guía, acompañada de unas palabras rácanas y paternalistas: Amérolquis, mon ami. Le grand Amérolquis!
Después de aquello, os aseguro que pasé dos días KO, y otros dos que le siguieron interrogando a viejos y no tan viejos acerca de la lúbrica imagen. Debo reconocer que el personal empezó a mirarme raro.
De aquellas pesquisas pude concluir que, aunque no eran muchos los que conocían el grabado que yo había contemplado, casi todos sabían algún cuento sobre el gigante violador de paquidermos. Pero los relatos eran tan numerosos y confusos que apenas pude hilvanar una historia coherente.
Después, he pasado años (de forma intermitente, claro) recopilando cualquier información que se me ponía a tiro sobre Amerolquís, y creo que en estos momentos ya estoy en condiciones de haceros un resumen más o menos razonable de su vida, de sus inquietudes, y de sus gustos. Espero -por vuestro bien- que vuestra amplitud de miras sea mayor que la de los imbéciles que acostumbran a destruir estas y otras imágenes en virtud de sus ortodoxas e ineludibles convicciones morales. A toda esa escoria sólo le deseo que ese dios al que dicen obedecer les haga arder eternamente en el infierno de la intolerancia y de la estupidez, y que tal suplicio sólo se vea interrumpido por las visitas del gigante Amerolquís, en esos días en los que va fuerte.
….
Amerolquís fue un héroe nacido en el corazón Sáhara (unos dicen que aquí, otros dicen que allá...). Según algunos, su llegada ocurrió en la época en la que las rocas eran blandas (no es broma, de hecho hay quien le hace responsable de que éstas adoptaran la dureza que tienen en la actualidad). Entonces los valles eran verdes, y los carros tirados por caballerías aún no se atrevían a recorrer los tres caminos que unían el Mediterráneo y la curva del Níger. Era un ser extremadamente libertino en su comportamiento, y su potencia sexual estaba fuera de lo común. Como corresponde a un gigante, su pene era enorme,... pero es preciso añadir que Amerolquís estaba bien dotado incluso para ser un gigante... Imagínense.
Cuando Amerolquís cantaba ninguna mujer, burra, vaca, o búfala podía resistirse a sus encantos. Algunos viejos con los que pude intercambiar algunas palabras y muchos gestos llegaron incluso a
confesarme por lo bajini y entre risitas que, ante la grave melodía que emanaba de la boca de nuestro insaciable amigo, ni los machos de esas y otras especies podían dejar de sentirse atraídos, y que finalmente también acababan empalados.
Ser poseída por el gigante dejaba a las mujeres (y a la burras) tan satisfechas que nunca volvían a fornicar con varón de su especie. Tampoco parece que pudiera quedar oportunidad para ello, ya que la extrema fecundidad de Amerolquís hacía que cualquier cana al aire acabara en preñez... Y este contratiempo traía consigo un problemilla asociado: el exagerado y violento crecimiento del feto en el seno materno determinaba que a las pocos días del coito el cuerpo de la mujer (o de la burra) reventara inexorablemente por un obvio impedimento estérico.
Una de las historias más festejadas por recitadores y oyentes de cualquiera de las seis tribus principales en las que tradicionalmente se divide la nación Imughah es la que empieza describiendo a una bella joven a la que el gigante había echado el ojo; esa misma mañana Amerolquís fue a ver a la madre de la doncella para pedir su mano. Pero la vieja, asustada ante el tamaño del galán y sus genitales, le negó toda posibilidad de esponsales. El gigante, entristecido, se ocultó entre los arbustos que rodeaban la charca a la que su amada acudía a diario, y en cuanto divisó el brillo de la luna reflejado en sus ojos no pudo evitar eyacular, haciendo que toda la laguna adoptara un tono lechoso. Como cada noche, la joven se sumergió para lavarse, en este caso acompañada de sus dos mejores amigas. Cuando las tres salieron del agua ya estaban preñadas, y sólo tres días después reventaron.
Apesadumbrado por saberse responsable de la muerte de sus amantes, tremendamente insatisfecho debido a su hiperactividad sexual y siempre dispuesto a perpetuar su estirpe, a Amerolquís no le quedó otra que aparearse con los animales de mayor tamaño de la región: las elefantas. Para atraerlas no dudaba en recurrir a sus artes musicales, cambiando sin excesivos problemas el transcurso migratorio de las manadas. Una a una iba montándolas, y ellas quedaban felices y preñadas de inmediato... pero ésto tampoco garantizaba que los partos llegaran a completarse ya que no eran pocas las elefantas que acababan también por reventar. Desde nuestro amanerado punto de vista moral, el gigante Amerolquís no es más que un monstruo baboso, incapaz de contenerse, y peligrosamente cercano a la figura del violador o del maltratador sanguinario. Pero no deberíamos precipitarnos en nuestro juicio... porque en realidad su sensibilidad y su inventiva llegaron a ser legendarias.
A veces representado con cuerpo humano y cabeza de licaón, a veces dibujado con rasgos negroides o incluso con el extraño aspecto de un alienígena (para enorme gozo de Von Daniken y otros cantamañanas), Amerolquís fue el inventor de la música y la poesía, creó instrumentos con los que acompañar sus canciones y, sorpréndanse, desarrolló el alfabeto tifinagh, el mismo que hoy en día siguen usando los pueblos bereberes en sus cartas de amor, sus testamentos o sus útiles grigrís. Sus hazañas y ocurrencias se conocen y se cantan desde las acantiladas costas del Río de Oro, hasta las mísmisimas orillas del Nilo, y sus hijos, engendrados cuando las manadas de elefantes aún se congregaban junto a las charcas del Sáhara, esperan ocultos a que las lluvias vuelvan.
Amerolquís fue sin duda el gran héroe civilizador de esa parte del mundo, una mente superior en un cuerpo enorme y sandunguero, así como un macho bien dotado correspondido por mujeres, burras y elefantas. Yo le recordaré de tarde en tarde con la famosa cancioncilla de mi niñez. Les ruego que no se ofendan.

Nota del Diario de a Bordo

Esta mañana por fin nos hemos atrevido. Después de que el pasado 31 de enero nuestra hadyook Pilar descubriera, por casualidad, el agujero de gusano que los nativo conocen como Jardí de sa Quarantena, hoy nos hemos internado en sus fauces. Ha sido, desde luego, el resultado de tres meses de arduos preparativos espirituales, … y de la copita de Machaquito que nos hemos mandado en ayunas.
En apenas ochenta zancadas hemos pasado del borrascoso planeta Gomila, poblado por híbridos malayo-basutos devoradores de kebabs, a Guiriland, el soleado universo paralelo.
La primera impresión -que, dicen, es la que vale- nos indica que los guiris -que así se llaman sus habitantes, tienen pieles lechosas, cabelleras rubias, pantalones cortos sobre piernas peludas, y sandalias con calcetines en los pies. Todos hablan lenguas extrañas -casi obcenas- y ríen a grandes carcajadas. En ocasiones, algunos mudan la color, hasta volverse rojizos. Otros, probablemente los de mayor rango, son de piel muy oscura, se protegen con cinco sombreros y hacen alarde de sus tesoros (generalmente gafas y relojes), restregándotelos por la cara sin ningún pudor. Por todos lados predomina el olor a coco, mezclado con mierda de caballo. Creemos que los guiris necesitan ingerir metros y metros de un tubo carnoso al que se conoce con el nombre de würste.
Espalda con espalda, hemos intentado encontrar, sin éxito, nuestro agujero de gusano. Pilar ha empezado a repetir insistentemente la palabra hambre, y hemos tenido que internarnos en un canal rotulado con las palabras S'Aigo Dolça.
Después de una subida endiablada, con curvas a derecha e izquierda, hemos aparecido maltrechos y casi exhaustos cerca del apeadero conocido como Camino del Mercadona, … ¡al fin, tierra conocida! De vuelta en nuestra nave nodriza nos hemos juramentado para no repetir esta desagradable experiencia. Fin de la grabación.

Roomba y yo

Tengo una aspiradora Roomba que llama a mi puerta cada mañana. Yo remoloneo, ella insiste. Yo hago como si no fuera conmigo, ella insiste. Me tapo con la almohada, ella insiste... Me levanto, por fin. Desayuno y, mientras mojo la tostada (sí, yo soy de los de mojar), ella pasa de derecha a izquierda haciéndose la interesante.
La sigo con la mirada hasta que tropieza con el sofá. Rebota y vuelve hacia atrás. Ahora pasa de izquierda a derecha. Ronronea, da la vuelta ... y finalmente se retira dócilmente a su cubil.
A veces pienso que esa máquina quiere algo conmigo.

Reflexiones por bulerías

Cuando mis amigos del colegio, que -como es evidente- son ya tan viejos como yo, me mandan archivos y fotos de mujeres de grandes tetas, escenas de caídas tontas, choques de trenes en vivo, pepetés de exaltación de la amistad o aleluyas de tiempos pasados, siempre pienso que de un tiempo a esta parte hemos iniciado ese camino sin retorno que acabará convirtiéndonos en carcamales chochos y verdes y, más tarde, en calaveras de sonrisa eterna y desencajada.
Primero acepto que, aunque las mujeres me siguen gustando (…no voy a negarlo), toda esa carne al aire está fuera de lugar en una vida tan ordenada como la mía. Luego se me ocurre aquello de que ya no disfruto tanto como antes de las desgracias ajenas, y que la amistad me resulta (por desgracia) un sentimiento cada vez más raro. Finalmente, acabo siempre pensando que ningún tiempo pasado fue mejor...
Yo no puedo equivocarme: soy un tipo despierto, poseedor de una culturilla concienzudamente elaborada a base de solapas y enciclopedias baratas, y mantengo entre mis allegados cierta fama de tipo razonable. Vamos, que soy una bicoca...
Afortunadamente, pasados unos segundos se me aparece mi amiga Nieves, como si de la Virgen de Fátima se tratara (perdona Nieves, pero así es como mi imaginación te retrata), con cara de pocos amigos, con el dedo señalón desplegado y afirmando con la voz acusadora de Darth Vader: “Mateo, tu eres peor persona de lo que crees”. Y entonces se me desinfla el pecho y empiezo a replantearme todo el razonamiento.
Tengo que explicar lo de mi amiga Nieves, porque si no lo hago va a parecer lo que no es. Pues resulta que como la Quecu (otra forma que tenemos de llamarla) es medio de Cádiz, medio maltesa, siempre ve a la gente con la transparencia de toda la mar océana, y luego dice las cosas tal y como las siente. Por eso cuando dijo aquello (porque la muy jodida me lo dijo...), me desarmó. Al principio el latigazo me escoció un montón, pero con el tiempo se ha llegado a convertir en una de las piedras-llave que sostienen el arco sobre el que flota mi alma (y en ocasiones también mi cuerpo). Gracias a Nieves ahora sé que puedo llegar a ser malo y, a la vez, plenamente consciente de ello... Así, sin pomadas, ni racionalizaciones de tres al cuarto (gracias Nieves).
Bueno, pues como iba diciendo, se me deshincha el pecho y empiezo a preguntarme ¿De verdad te dan lo mismo todas esas pechugas turgentes?¿Y entonces... por qué parece que llevas una linterna en el bolsillo del pantalón?¿Y esa sonrisa maliciosa que se te pone con el careto descompuesto de un niñato patinador que acaba de dejarse la entrepierna en una farola? Me hago una docena de preguntas graciosillas más, y entonces llego irremediablemente a la parte de la amistad y de los tiempos pasados. Y ya no me río tanto.
¿Fueron buenos los tiempos pasados? La respuesta es como el yin y el yang, como el blanco y el negro.
Fueron buenos porque eramos jóvenes y alocados, teníamos toda la vida por delante y todavía podíamos elegir entre ser rebeldes o muy rebeldes. Y fueron malos porque muchos elegimos el camino equivocado, … ese que, por ser muy tortuoso, nos pareció el adecuado.
Confieso que soy culpable de haberle puesto puertas al campo y de haber legislado sobre lo que hace tres décadas me hubiera llevado a las barricadas. También me declaro cómplice necesario de un mundo peor y más desequilibrado, y el socio tonto de una empresa a la deriva.
No me queda, por tanto, otra cosa que ese sentimiento raro al que llaman amistad. Por eso convoco a todos los elegidos (y elegidos sois todos los que hayáis arqueado la ceja izquierda) para que sigáis mandando cuantos videos guarros, pepetés de exaltación de la amistad o chistes negros caigan en vuestras manos, si así pensáis que seguirá ardiendo la llama de nuestra amistad. Salud camaradas.
Viva la Comuna.

Hoy, Alboronía a mi manera (alboronías simples).

Cortar las cebollas en trozos pequeños y sofreir junto a los piñones y las pasas (slowly) con aceite de oliva (claro, coño!).
Mientras tanto, cortar las berejenas en dados no muy grandes (1 cc está bien). Añadir a las cebollas y los piñones cuando estén a medio hacer. Remover bien y poner la albahaca cortadita y la sal al gusto. Poner todo a fuego lento y remover de vez en cuando. Yastá.
Te lo puedes comer con tortilla de patatas (recién hecha, of course), acompañando un secretito ibérico bien jugoso. El tinto le va (el de pitarra, de cojones).

Las Aventuras de Pili la Bailona: el viaje a Memphis

- ¡Pili, cepíllate los dientes, que te vas a dormir! - ¡Que no me duermo, mamá! ¡Que cuando acabe la peli …!
- ¡Que te duermes y luego no hay quién te despierte! … y además tenemos que acostarnos pronto, que mañana tenemos que levantarnos de madrugada, … ¿o es que acaso quieres que las pirámides te conozcan con un dolor de muelas? A Pilar le encantaba el Egipto Antiguo, y a sus siete años era la única de su clase que no se asustaba con las películas de momias.
Esto le pasaba desde que a su abuela se le ocurrió regalarle un libro de segunda mano dedicado al país del Nilo y titulado Neferankhanubis, la Misteriosa Dama de las Arenas Movedizas.
Era un libro grande, con un montón de ilustraciones a plumilla de templos semiderruidos, de tumbas horadadas en la arenisca y de colosos lisiados entre palmeras. De su autor, un señor antiguo llamado Fréderic Geniez, decían que era la viva imagen del divino Ramsés, que conocía el nombre arcano de todos los animales y plantas que podían encontrarse entre el puerto de Alejandría y la Primera Catarata, y que había desarrollado un extraordinario pavor por el agua. Dicen que, poco después de dar por acabado el libro y con los dedos todavía manchados de tinta, se despojó de toda su ropa y se internó en el desierto, volteando todas las piedras que encontraba a su paso. Nadie volvió a verlo, ni vivo, ni muerto.
Sobre el cartoné de la portada el ilustrador había dibujado a un tipo delgado y con cara de perro que se paseaba sin camiseta y con una faldita cruzada muy mona que apenas le cubría medio muslo. Anubis, que así se llamaba el hombre-perro, parecía bailar una danza extraña: su cabeza y sus pies apuntaban hacia la derecha, pero sus tetillas miraban al lector. A Pili esto le llamó tanto la atención que quedó como hipnotizada, y bailaba y bailaba sin parar el baile de Anubis: un paso, dos pasos, tres pasos y a la derecha…, un paso, dos pasos, tres pasos y a la izquierda… y así durante horas.
Al principio la actitud de la niña parecía muy divertida, pero con el paso del tiempo todos empezaron a preocuparse. Su tía Anita decía que era mal de San Vito, y la directora del colegio llegó a sugerir que la llevaran al psicólogo. Afortunadamente, los padres de Pili decidieron tomar otro camino: los tres juntos viajarían hasta Egipto para ver en su salsa y de cerca al tal Anubis.
Mientras los árboles de la avenida que llevaba al aeropuerto pasaban a gran velocidad, Pili preguntó:
- ¿Has cogido mi libro, mamá?
- Ya te dije que sí hace exactamente tres minutos. Relájate y disfruta del viaje.
La respuesta de su madre no dejó satisfecha a la niña, que siguió rebuscando en su mochila el resto del trayecto. Cuando el taxi se detuvo por fin ante la puerta de la terminal de salidas, su padre se dispuso a pagar la carrera. Un billete, dos monedas, tres monedas… Mientras que su madre intentaba no olvidar nada y repasaba en voz alta: una maleta, dos maletas, tres maletas… Cuando quisieron darse cuenta, la niña ya bailaba como una peonza al ritmo que, sin querer, le marcaban sus progenitores.
Aunque estaban ligeramente contrariados, los padres cogieron a Pili de la mano como si nada hubiera pasado y se internaron en la maraña de gente que se movía en todas direcciones empujando carritos cargados de equipaje.
La cola de facturación de Sphinx Air era larguísima y extraña. Casi todos los que esperaban su turno eran delgados, nadie sonreía y su actitud, excesivamente paciente, contrastaba con el bullicio general que reinaba en el aeropuerto. Los hombres gastaban bigotes y sombrerillos cilíndricos de fieltro rojo. Las mujeres iban cubiertas de tules transparentes que dejaban entrever sus enjutos y pálidos cuerpos. Todos calzaban babuchas.
Pasados los trámites de facturación y aduana, la familia al completo se dirigió al avión. El pasillo estaba poco iluminado y acababa de ser tapizado con una moqueta roja de pelo muy largo y recio que hacía sumamente tortuoso cualquier avance. Sobre esa superficie, los pies vacilaban a derecha e izquierda, siempre al borde del esguince, y deslizar el troley con ruedecillas se convertía en una empresa de titanes.
La niña y sus padres veían cómo los demás viajeros les adelantaban sin aparente esfuerzo, como si flotaran a un centímetro del suelo. Al pasar, los hombres miraban de reojo y torcían el mostacho, mientras que las mujeres se aferraban a sus velos y apretaban el paso.
Los tres llegaron cansados y sudorosos a la puerta del avión, donde fueron recibidos por tres azafatas, cuyos nombres aparecían escritos en sus uniformes, justo a la altura del corazón. Nesa, Merseankh y Tiy lucían sonrisas exageradas, exhibiendo la mayor colección de caries de toda la historia de la humanidad. En ese momento un rayo de luz cruzó por la mente de la madre que, aparentemente sin venir a cuento, preguntó:
- Pilar ¿Te cepillaste los dientes anoche?
Sin dejar de mirar las bocas de las tripulantes, padre e hija hicieron caso omiso a la pregunta, y se encaminaron a los asientos a, b y c de la fila 14. Durante unos segundos interrumpieron el paso para acomodar el equipaje de mano, y finalmente se sentaron. Pili, rompiendo moldes, eligió el asiento más cercano al pasillo y sacó su libro; a su lado se sentó su padre, que seguía dándole vueltas al pésimo estado de conservación de las dentaduras del personal; y junto a la ventanilla, la madre miraba sus incipientes varices y se preocupaba por el síndrome de la clase turista.
Por fin quedó cerrada la puerta del avión, y comenzaron las demostraciones de seguridad. Pero a diferencia de lo que habían visto en otras compañías, las azafatas de Sphinx apenas hacían aspavientos e incluso señalaban las puertas de emergencia únicamente con la vista. Tras uno de sus lánguidos movimientos la que se hacía llamar Merseankh dedicó una intensa mirada al libro que tenía Pili entre sus manos, a lo que siguió una enigmática mueca que nuevamente puso manifiesto las deficiencias dentarias de la mujer.
Durante un buen rato, cada ir y venir de Merseankh estuvo acompañado de un cruce de miradas con la niña, seguido de algún susurro rápido con alguna de sus compañeras. Un vaso de agua para la señora del velo anaranjado,… y una mirada a la fila 14. Un té para el de la fila 3,… y una mirada a la 14. Un apósito caliente para el hombre manco…, y una mirada a la fila 14. (¿Una venda? ¿Para qué demonios podría necesitar ese señor una venda?).
Las ojeadas furtivas fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Al principio sólo miraban las azafatas, pero poco a poco se fueron uniendo otros viajeros. Por fin, Nesa se acercó a Pilar y le dijo en voz baja:
- Te he visto bailar en la terminal, y me gusta cómo lo haces. Me recuerdas a mí misma en mis mejores tiempos, cuando el Nilo crecía libremente y los hipopótamos chapoteaban en sus orillas. Si te apetece ver la cabina del piloto, acompáñame… Y no olvides traer tu libro.
Pilar miró solícita a su padre y este le respondió con una sonrisa. La niña se liberó entonces del cinturón, tomó con cuidado el libro y se dispuso a seguir a la azafata, que de repente quedó firme y hierática frente a la puerta de entrada a la cabina.
Sin mediar llamada ni palabra alguna, la puerta se abrió dejando ver una sala en penumbras, con muchos relojes iluminados. Tras el asiento de la izquierda Pilar pudo distinguir una cabeza casi calva, a la que se dirigió de forma educada.
- Buenas noches, señor comandante.
El piloto se dio la vuelta y dejó al descubierto una gran nariz aguileña, un rostro enjuto y moreno, y unos ojos hundidos que rápidamente quedaron clavados en el libro. Con un movimiento reflejo, su mano derecha se lanzó en la misma dirección, pero después de recorrer algunos centímetros se paró. Entonces miró a la niña, cerró el puño y dijo:
-¿Como te llamas, niña? ¿Es acaso tu nombre Neferankhanubis?
Pilar negó con la cabeza, sonrió y respondió.
- Me llamo Pili. Neferankhanubis es la heroína de la historia que estoy leyendo.
El piloto replicó entonces:
- Me gusta… Como me gusta el brillo de tus dientes. Cuídalos.
La mano del comandante se abrió de nuevo muy lentamente, hasta liberar unos dedos largos y huesudos manchados de tinta, mientras que por su rostro resbalaban ya dos lágrimas secas.
Una de las gotas de polvo siguió su camino hasta desprenderse, y acabar estrellándose contra el cartucho en el que aparecía escrito su nombre. Cuando Pilar leyó “F. Geniez” comprendió que el viaje que ahora se estaba iniciando iba a ser la gran aventura de su vida.
Entonces, y ante los atónitos ojos de la tripulación, comenzó a bailar a derecha e izquierda con la fuerza y la gracia de una gran dama de la corte egipcia.

El mojado curso 72-73 (dedicado a mi amigo Jose Antonio González Castilla)

El curso 72-73 fue de ingrato recuerdo y estuvo pasado por agua. Siempre pasaba lo mismo: toda la semana en secano y llegaba el viernes y se ponía a llover. Menuda maldición.
Las clases se habían acabado y, por supuesto, llovía… no mucho, pero llovía. El reloj decía que faltaba un minuto para que el partido acabara y ganábamos por tres a dos. Todo parecía a nuestro favor, pero hacía ya rato que el árbitro del partido –un mocetón de grandes dientes poco alineados- albergaba una idea diferente. Se había pasado casi dos horas jodiéndonos, y ahora estaba a punto de darnos la puntilla.
El balón andaba paseándose a sólo unos metros de mi portería sin que nadie acertara a golpearlo. Hubo ruido de huesos y saltaron algunas astillas, y de pronto sonó un larguísimo e inesperado pitido. Veintitantas cabezas peladas por un barbero poco motivado se volvieron entonces hacia Sergio García, el dentudo niño de negro, que ya corría hacia el centro del área con el índice tieso y una maquiavélica sonrisa en la cara. Penalti.
Con las camisetas y los pantalones cortos pegados al cuerpo por toda el agua caída durante el partido, todos quedamos perplejos ¿Penalti? ¿Cómo que penalti? Dicho lo cual la mitad de los que allí estábamos entramos en un trance violento. Como un enjambre de polillas alrededor de una lámpara, los once jugadores rodeamos al dentudo, pasando a convertirnos en auténticos energúmenos desairados. El joven juez retrocedía agobiado por nuestros embates pectorales, … eso sí, con nuestras manos convenientemente recogidas en la espalda, como mandan los rancios cánones balompédicos.
Sergio, mamón, te vas a tragar el pito (… y las manos en la espalda)... Sergio, soplapollas, que soy tu hermano (…y las manos en la espalda)… Sergio, hijoputa, cuando termine el partido te voy a romper los huevos a patadas (… y las manos en la espalda)… Y así, cada uno con su cantinela particular… y las manos en la espalda.
Las tarjetas, diabólicos objetos que acababan de inventarse, volaron a diestro siniestro, cabreando aún más si cabe a los mojados pre-adolescentes. Sergio García las tenía para todos: roja directa para Benito Salgado, Arganzuela y Pérez Pinto, y amarilla para Zúñiga, Gonzalito -el Miserias- y para mí. Un desastre.
Poco a poco la cosa fue a menos, aunque los expulsados seguían enseñando el puño amenazador con furia, mientras se dejaban sujetar por los que iban a quedarse en el campo… cosas del fútbol de colegio.
Con un gesto despectivo, Sergio se hizo dueño de la pelota mientras se quitaba de encima a los últimos “protestantes”. Se dirigió con decisión al punto de penalti, pero en el centro del área sólo encontró el enorme charco que se había ido acumulando a lo largo del viernes. Sin perder la compostura se me acercó hasta colocarse debajo de los tres palos, me empujó y se dispuso a contar los pasos reglamentarios.
Los pasos de Sergio más que pasos eran pasitos, y así se lo hicimos ver. -Sergio: pareces una maricona…-, gritó Camino. Y otro expulsado más. Ya sólo quedábamos siete sobre el campo. El árbitro siguió contando al unísono de los burlescos y afeminados movimientos de cadera que Cristóbal Camino le dedicó en su viaje de vuelta a los vestuarios. Cuando por fin llegó a once puso el balón en el suelo. Bueno, en el suelo precisamente, no …, lo puso en medio del charco.
El balón de reglamento medio despellejado flotaba y giraba sobre sí mismo, y la brisa se lo llevaba lentamente hacia el córner izquierdo. Los del otro equipo miraban pasmados al árbitro exigiendo una solución al problema.
Sergio García, contrariado por la situación, dudó un segundo pero acabó dando la orden para que se cumpliera la pena máxima. Entonces el lanzador del otro equipo tomó carrerilla e inició un patoso chapoteo que salpicó a todos y que acabó cortando una racha de viento que desplazó la pelota a más de metro y medio del punto de origen. El árbitro recogió el balón y lo devolvió al punto de penalti virtual, pero aquel, en vez de permanecer inmóvil, continuó su previsible periplo.
Intentó plantar la pelota allí donde no había agua, pero entonces se quedó a menos de cinco metros de la línea de gol. Nuevo follón, en el que llevé la voz cantante: no era justo que me fusilaran impunemente, y así lo entendió todo el mundo, incluido el árbitro.
El dentón dobló de nuevo el espinazo para recoger el cuero, se lo llevó hasta los once metros y … primeras risitas. Con el balón bien agarrado con ambas manos, echó una mirada asesina que sólo pudo acallar un instante a los risueños ya que, en cuanto levantó las manos, la esfera flotante eligió largarse otra vez al córner. Más risitas.
Con renovada paciencia y ante el cachondeo in crescendo, buscó un trozo de adoquín y calzó el balón, pero éste acabó rodeando el pedrusco siguiendo la senda que le marcaba su querencia. Risas generalizadas.
Dispuso una segunda piedra, pero nada. Una tercera; nada. Una cuarta; nada… hasta que el balón quedó rodeado de cascotes, dejando únicamente a la vista su hemisferio superior. Estupefacto pero con mucha decisión, el ejecutor de la falta se preparó otra vez para golpear. Pero, tras el pitido del árbitro, su empeine derecho sólo encontró el primer adoquín, con el consiguiente grito de dolor y las carcajadas del resto de los presentes. Esta vez, la pelota ni se movió.
Las risotadas se oían a distancia y yo, con lágrimas en los ojos y sin capacidad para poder parar mi ataque de risa, caí redondo al suelo agarrándome las tripas con las manos. Descojono general.
El árbitro –muy cabreado- ordenó repetir inmediatamente la pena máxima, pero ambos –ejecutor y ejecutado– andábamos por los suelos (él con el calcetín quitado y una uña al rojo vivo, y yo presa de la risa). Exigió la presencia de un segundo tirador y mandó repetir por tercera vez el penalti.
Esta vez el del otro equipo tuvo cuidado de no golpear las piedras, y la pelota voló flojito hasta la zona seca, colándose dócilmente en la portería junto al poste derecho. Gol y gran juerga de los contrarios. Yo, mientras tanto, seguía retorciéndome de risa en el suelo y no pude hacer nada por parar la pelota.
Nos empataron injustamente el partido un cuarto de hora después del tiempo reglamentario, y nunca más me dejaron jugar de portero en un partido oficial ¡Como si yo fuera culpable de tener la risa floja y de que por esa época todos los fines de semana tuviera que llover…!